Juan Atienza - La Maquina De Matar
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“Aquí se ha cometido un asesinato. Y este patrón eventual que me ha hecho venir a cavar aquí para que sea yo quien encuentre el fiambre y cargue con el si la policía lo descubre. Naturalmente, entre un honrado campesino y un preso que acaba de salir de la cárcel, no habría duda”.
Por supuesto, Jan el Castañas fue incapaz de pensar con lógica. El únicamente sabía de palos que había recibido y la suprema razón de que quien ha tenido que ver con la justicia será siempre un sospechoso a los ojos de la ley. Sabía que la proximidad de los hombre le había sido fatal durante toda su vida y sabía también que nunca podría encontrar un rincón donde vivir en paz. Lo sabía ahora más que nunca.
Instintivamente se apoderó de la libreta de plástico y se la echó al bolsillo. Luego, recogiendo su viejo paraguas, se alejó de allí por un sitio donde no pudo ser visto por su patrón. Previamente había tapado con tierra el esqueleto.
Dos días después, sin que pasara por su estómago más comida que el plato de gachas que le había dado el campesino, Jan el Castañas regresó a la capital, subió al piso más alto del edificio más alto, dejó su paraguas en una esquina de la gran terraza desierta, se subió al pretil y se lanzó al vacío. Su cuerpo se estrelló contra la calzada y, cuando el juez ordenó el levantamiento del cadáver y éste fue trasladado al depósito municipal, le desnudaron, le registraron los bolsillos de su viejo traje y sólo encontraron en ellos el certificado de buena conducta del penal y la extraña libreta de plástico llena de números. En lo alto del edificio, días después, hallaron el paraguas destrozado y alguien lo echó en un cubo de desperdicios.
– ¿Tú entiendes esto?
– ¿Números? ¡Nada!
– Yo saqué sobresaliente en matemáticas en la escuela secundaria, pero esto no lo entiendo…
– ¡Bah, tíralo por ahí!…
– ¿Y si fuera algo interesante?
– ¿En el bolsillo de un presidiario suicida? ¡Anda ya!…
– Hay dibujos también.
– Sería aficionado. Allí tenía tiempo para todo.
– Yo me lo llevo. Conozco a alguien que…
– Cuidado, ¿eh?… Forma parte del sumario.
– ¡Bah!… Iría al archivo, como todo.
– Oye, cuñado, tú que sabes de números, ¿qué te parece esto?
Silencio. Luego:
– ¡Hmmm!…
– ¿Qué es?
– ¡Hmmm!…
– ¿Pero lo entiendes?
– No, pero…
– ¿Qué podrá ser?
– Parece el diseño de una máquina…
– ¿De qué?
– No sé… Estas integrales parecen… Pero no.
– ¿No?
– Las series de las órbitas de electrones son parecidas, pero no son iguales… Más bien…
– ¡Sí!…
– No, nada…
– ¡Dilo!
– No sé, tendría que estudiarlo…
– ¿Pero tú crees que?…
– ¿De dónde lo sacaste?
– Del bolsillo de un suicida.
– O sea de nadie que pueda reclamarlo…
– Pues… no.
– Entonces, me lo llevaré al laboratorio y lo miraré en los ratos perdidos.
El profesor Griffin se asomó por la espalda encorvada de su ayudante y miró durante un momento, en silencio, los números y las fórmulas que éste trataba de descifrar. El profesor pudo observarle a sus anchas, porque su ayudante estaba tan abstraído que no se dio cuenta de su presencia. De pronto, algo le hizo dar un respingo. Se quedó sin habla por un instante. Luego trató de sobreponerse y de dar a su voz un aire intrascendente.
– ¿Qué hace, Max?…
– Ah, era usted, profesor… Nada, trataba de descifrar esto.
– ¿Qué es?
– Un cuaderno de notas que encontró mi cuñado. Ya sabe, el policía…
– Ya…¿Y por qué se entretiene usted con eso? ¿Por qué no está usted vigilando el reactor?
– Lo vi hace un momento.
– No hay que descuidarlo, Max… Vaya, vaya a ver…
Una media hora después, Max estaba todavía junto al reactor, cuando llegó junto a él el profesor Griffin, con el cuadernillo de tapas de plástico en la mano.
– Curioso, esto…
– ¿Verdad?…
– Sí… Inútil, claro, pero curioso… ¿Ha sacado usted algo en limpio?
– Nada… A decir verdad, no lo he entendido muy bien…
– No tiene nada que entender. Son sucesiones de órbitas paranormales… De todos modos, déjemelo…
– Como quiera…
Max olvidó el cuadernillo. Y su cuñado el policía, también. Y nadie asoció el cuadernillo con el gran descubrimiento que el profesor Griffin sacó a la luz seis meses después. El descubrimiento más importante de los últimos cien años; el que iba a permitir nuestros viajes interplanetarios y ha revolucionado toda nuestra industria y hasta nuestra vida: El reactor Griffin, productor de iones antigravitatorios.
Nuestra existencia ha entrado en una nueva fase y se anuncian grandes progresos que revolucionarán la vida humana en el Cosmos. El profesor Griffin ha sido propuesto para el premio Nobel por diez de los países beneficiaros y nadie duda que lo obtendrá.
Jan Harzog, alias el Castañas, reposa el sueño eterno en una fosa común del cementerio municipal. Probablemente, si hubiera conocido las propiedades de los números que estaban escritos en el cuadernillo, no se habría estrellado contra la calzada al arrojarse desde el piso cincuenta. Por muchas razones.
JUEGOS
– ¿ Suicidio? -preguntó.
– No lo creo… Podrían haber encontrado un modo más ingenioso de hacerlo -se encogió de hombros, preocupado, el comisario.
Afuera, en el jardín, se escuchaba el inconsciente canturreo de la niña, acunando a su muñeca. La pequeña no se había dado cuenta aún de la tragedia que había caído sobre ella. Era difícil hacerle comprender a una niñita de cuatro años que no volvería a ver nunca más a sus padres. Su canto monótono resonaba extrañamente en el silencio que aquella mañana, especialmente, parecía haberse apoderado de toda la zona del barrio residencial en torno a los laboratorios de genética.
La ambulancia estaba esperando a la puerta del jardín y algunos curiosos se habían congregado en silencio, atisbando a través de la verja.
– ¿Los sacan ya?… -murmuró una mujer.
– Tardan mucho -comentó alguien que estaba allí desde la llegada, una hora antes, del coche sanitario.
– ¿A qué esperan?
Uno de los enfermeros arrojó lejos la colilla de su cigarrillo:
– ¡Bah, cosas de la poli!… Quieren saber no sé qué.
Dentro de la casa, el comisario le enseñaba minuciosamente al doctor Dener todas las circunstancias del extraño suceso que había causado la muerte a la pareja.
– Mire usted, no tomaron precauciones para impedir que el gas se escapase por las rendijas de las puertas y ventanas. Cualquier suicida lo hace. Simplemente… Fíjese.
Le señaló la llave del gas en la cocina y luego, con un amplio ademán, abarcó todo el pasillo y la sala que había entre ese lugar y la habitación donde habían sido hallados muertos dos horas antes el profesor Wiener y su esposa. El comisario añadió:
– Quedó abierta la llave, el gas se expandió por la cocina, por el pasillo, por la sala y llegó al dormitorio, ¿se da cuenta?… -el doctor Dener asintió-. ¡Debieron pasar horas enteras hasta que el gas llegado al dormitorio pudiera matarles!… Eso es lo que más me ha extrañado…
Caminó a grandes zancadas hacia la sala, seguido siempre por el doctor Dener. Allí, entre la sala y el dormitorio, algunos agentes verificaban las últimas bus quedas. El comisario se sentó en uno de los sillones e indicó otro cercano al suyo para que lo ocupase el médico, que le seguía extrañado y sin comprender aún en qué punto había sentido aquel policía la necesidad de buscarle. Pero tuvo aún paciencia para seguir escuchando las lentas y seguras palabras del comisario.
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