Juan Atienza - La Maquina De Matar

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– He tenido que descartar la posibilidad del suicidio por eso. Nadie quiere matarse a largo plazo, con una muerte tan lenta como la que han sufrido estos dos seres… La muerte les tuvo que sorprender dormidos. Además… y aquí entra usted, doctor -Dener se incorporó un poco en su asiento-, creo que cualquier psicosis suicida implica el asesinato de toda la familia… o el suicidio simple del enfermo, ¿no es así?

Dener asintió con la cabeza, pensativo.

– Sí, generalmente sucede así… El suicida piensa que debe librar de la vida a todos sus familiares, al mismo tiempo que se libera él. Este es uno de los casos. El otro, como usted decía, es la muerte individual.

– Pero nunca el suicidio de la pareja librando a la hija de la muerte -corroboró el policía, esperando el asentimiento del médico.

– Eso es… -Dener dudó un momento-. Claro, a no ser que la pareja decidiera el suicidio conjuntamente y…

– Ya le entiendo. Quiere usted decir por unos motivos determinados, al margen de cualquier manifestación psicopática. También pensé en eso…

– ¿Y…?

– Efectivamente, en un caso así habrían tratado de librar a la niña de la muerte que iban a sufrir ellos. La habrían sacado de la casa con cualquier motivo, la habrían llevado con algún pariente… o habrían aislado convenientemente el dormitorio de la pequeña, aunque ese último caso habría sido bastante arriesgado, porque la niña podría haberse despertado por la noche y haber salido a la sala saturada de gas.

– Sin embargo, la niña pasó la noche en la casa.

– Y con todas las junturas de puertas y ventanas taponadas para impedir la entrada del gas.

– Entonces…

– Venga, doctor -el comisario se levantó de un salto de su asiento y se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta que había al otro lado de la sala. El doctor Dener le siguió a corto trecho. Vio cómo el policía abría la puerta de la habitación y cómo encendía la luz, porque las ventanas estaban totalmente cerradas.

Luego le señaló las tiras de papel engomado que cerraban herméticamente todas las junturas de las ventanas y los restos de otras tiras que habían taponado todas las rendijas de la puerta.

El doctor Dener abrió los brazos, como corroborando sus sospechas.

– Bien, esto parece aclararlo todo…

– ¡ Pero doctor, no se ha dado usted cuenta!… Las tiras de papel están colocadas por la parte de dentro del dormitorio de la niña… ¡Y no había nadie más que ella cuando abrimos la puerta!… ¡Nadie más que ella las pudo colocar ahí!…

***

La pequeña jugaba con su muñeca, ajena totalmente a cuanto ocurría a su alrededor. Los curiosos seguían arremolinándose en silencio más allá de la verja y sólo la señora Spiros, la vecina de los Wiener y esposa de un compañero del difunto en los laboratorios de genética, había osado atravesar la puertecilla del jardín y observaba de lejos a la pequeña, incapaz de acercarse a ella, como si temiera que la niña adivinase en sus ojos enrojecidos y en el pañuelo histéricamente apretado contra los labios la tragedia que no había sabido captar.

La niña, vuelta de espaldas a la gente, como si nada le importase, tiraba eventualmente de la cuerdecilla de nylon que sobresalía con una anilla en la espalda de la muñeca. Y, con cada tirón, el juguete dejaba escapar una de las frases de su escaso repertorio de muñeca parlante: «Tengo sueño… ¡Prrrrip!»… «Llévame a dormir… ¡ Prrrip!… Y la niña contestaba seria, como una madrecita cuidadosa, a los lamentos mecánicos de su juguete.

– Ya vamos, cariño… Ahora iremos a acostarte…

En la puerta de la casa aparecieron el doctor Dener y el comisario. Mientras el policía hacía señas a los camilleros para que entrasen en la casa, el doctor se acercó a la pequeña con aire preocupado. La niña no advirtió su presencia hasta que el médico estuvo muy cerca de ella y, entonces, levantó sus ojos negros hacia él, no con miedo, sino con la extrañeza de sentir tan próxima la presencia de un desconocido.

– Hola… -dijo el doctor, con voz familiar, confiada.

La niña sonrió. No apartaba los ojos negros y francos del rostro de Dener.

– ¿Cómo te llamas?…

– Judith… Mi mamá me llama Jud.

– ¿Puedo llamarte así?

La mirada de la niña expresó el absurdo que le parecía aquella pregunta. Dener apartó sus ojos de los de ella y vio que la puerta de la casa se abría nuevamente para dejar paso a los camilleros y su fúnebre carga. Inconscientemente, se interpuso en la visión de la niña y se agachó junto a ella, mirando la muñeca.

– ¿Es tuya?

– Claro.

– ¿Te la regaló papá?

Judith negó vivamente con la cabeza, sonriendo y encogiéndose de hombros.

– Mamá, entonces.

– Tampoco…

– Ven… -Dener tomó por el hombro a la chiquilla y la guió fuera de las miradas de los curiosos y de la misma señora Spiros, que se había acercado a través de su llanto contenido para escuchar la conversación. Detrás de la casa se abría otra puertecilla pequeña en la verja, que daba a los desmontes del otro lado y al riachuelo que marcaba el límite de los terrenos de los grandes laboratorios. Había allí, en aquella parte posterior del jardín, un invernadero para plantas y algunas jaulas con cobayas de experimentación, que el profesor Wiener había preferido tener siempre al alcance de su mirada.

Judith, sin hacer mayor caso del doctor Dener, se acercó a la jaula y, a través de la malla metálica, acercó un poco de hierba a los cobayas, que se apelotonaron para comerla. Dener estuvo observando largamente a la chiquilla, sus movimientos y todo su aire de perfecta inocencia que ignoraba la monstruosidad cometida… si es que, efectivamente la había cometido, porque el doctor lo dudaba seriamente. Sin embargo, las pruebas halladas por la policía parecían tan con0cluyentes que él no tendría más remedio que escarbar cuanto fuera posible para esclarecer el origen de todo aquello. Por supuesto, era evidente el hecho de que, si la niña había matado a sus padres -y esta era la conclusión monstruosa a que la policía había llegado- en estos instantes no recordaba absolutamente nada. Sin embargo, Dener trató de sonsacar aún algo más. Se sentó en el suelo y llamó:

– ¡Judith!

La pequeña se volvió, abandonando el resto de la hierba en el enrejado metálico. Dener tenía el extraño poder de hacerse familiar inmediatamente a los niños. Tal vez por eso había dedicado todos sus esfuerzos a la siquiatría infantil y hoy era considerado en todo el mundo, a pesar de su corta carrera, como uno de los primeros especialistas.

– ¿Qué quieres?

– Oye, Jud… ¿Sabes dónde han ido papá y mamá?

– ¿Has venido a buscarles?

– Sí…

– Aún no se han levantado… ¿Has visto mis conejos?

– Son muy bonitos… ¿Te acuestas muy tarde por las noches?

– No sé… Mamá me da la cena y me acuesta… Luega cenan mamá y papá…

– ¿Anoche también?

Jud no contestó, se limitó a mirar a Dener como si le hubieran preguntado algo tan obvio que no mereciera respuesta. Tiró nuevamente de la cuerda que asomaba en la espalda de la muñeca y la muñeca graznó: «;Te quiero mucho!… ¡Prrrit!». La niña levantó la cabeza hacia el médico.

– Dice muchas cosas…

– Me gustaría escucharlas…

– Mira… -tiró nuevamente de la cuerda. La muñeca dijo: «Dame de comer… ¡prrit!». Luego tiró de nuevo. El mecanismo de la muñeca emitió una serie de ruidos agudos: «¡Prrrit… prit, prit!… ¡Tictictic!… ¡Prrrit!». La niña se encogió de hombros y sonrió-. Ahí se atasca. Pero dice más cosas, ¿quieres oírlas?

– Otro día… -Dener tuvo repentinamente una idea. Se levantó y tomó a Jud de la mano-. ¿Te gustaría venirte conmigo?

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