Juan Atienza - La Maquina De Matar
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– ¿Quién es usted? -preguntó el ingeniero.
– No se preocupe… Formo parte… del Gobierno, si es eso lo que le intriga… Y puedo tomar nota de su decisión, si quiere… Aunque, de todas formas, me parece algo tarde…
– ¿Por qué?
– Porque sabe usted demasiado, señor Pragüe… Y no conviene que este proyecto trascienda…
– ¿Que sé demasiado?… ¿Quiere usted decirme qué es lo que sé?… Aparte, claro, de la convicción de estar trabajando en una locura insensata…
El hombre de rostro oliváceo sonrió, pero más que sonrisa era una mueca de mal agüero. Pragüe se sintió más indignado por ella que por su mismo encontrarse metido en una trampa sin salida. Apeló a su raciocinio:
– Vivimos en una democracia, ¿no es eso?… Cada hombre es libre de elegir su trabajo y su ocio…
– Y usted está colaborando a que eso sea posible, si es eso lo que le interesa saber.
– ¡No, no y no!… Eso no son más que palabras, y ya no me sirven. -Se acercó al hombre del impermeable negro. El hombre dio un paso atrás-. Escúcheme usted bien, amigo… Yo puedo continuar, pero con una condición.
– No se admiten condiciones, señor Pragüe… Ha de ser su colaboración, o…
– O la cárcel, ¿no es eso?
– Llámelo así, si prefiere…
Pragüe no era valiente. Nunca lo había sido ni tenía por qué mostrar ahora un valor que no sentía. Ante aquel hombre supo que tenía que claudicar, que no le facilitaría ni un átomo de posibilidades por escapar a todo aquello. Sin embargo, hizo un último esfuerzo.
– Admítanme un trato, entonces…
– Hable.
– Su confianza, a cambio de mi trabajo.
– Nunca hemos desconfiado de usted, señor Pragüe.
– Entonces, demuéstrenmelo. Dejen de perseguirme como a un sospechoso. Dejen en paz a mis colaboradores. Y a mi mujer.
Pragüe se calló. El hombre del impermeable negro volvió a sonreír.
– ¿Nada más, señor Pragüe?
– Nada más.
– Puedo anticiparle que está concedido.
Fue como una liberación. Como desprenderse de un peso terrible. Dejar de ver rostros escrutadores a su alrededor, no sentirse ya perseguido, observado, olisqueado, escuchado. Porque era cierto que ellos habían cumplido.
Aquella tarde, Pragüe abandonó pronto su trabajo. Antes de la puesta del sol. Sentía deseos de abandonar su estudio y estar solo. Deseos de recorrer los parques, de mezclarse con la gente y olvidarse de números y fórmulas. De todos modos, las luces de la ciudad ya estaban encendidas cuando salió del estudio, cansado, ardiéndole los ojos por haber tenido la vista constantemente fija en las cuartillas y en el papel mi-limetrado. Había dejado el encargo a Dugall para que revisase algunas fórmulas que habían quedado incompletas.
Se mezcló primero con la gente del parque que estaba situado frente a la Casa. Jugaban los últimos niños y se escuchaban los gritos de las madres para recuperarlos y regresar a casa. Hacía fresco. Un constante rumor de automóviles llegaba hasta Pragüe, desde el otro lado del parque, por donde se extendía la arteria principal de aquel sector de la ciudad. Podría haber atravesado el parque en línea recta, pero prefirió rodearlo por los senderos semioscurecidos, por donde a aquellas horas ya sólo deambulaban algunas parejas de enamorados. Pragüe sintió a la vista de las parejas cómo había estado perdiendo el tiempo durante gran parte de su vida. Posiblemente, apenas recordaba uno o dos paseos por el parque hechos como aquellos muchachos. Incluso su matrimonio con Ida había sido casi un contrato, uno de tantos contratos que había tenido que firmar en su vida. Un matrimonio alternado con fórmulas y proyectos. Hasta el punto de que su hija, Bessy, le parecía un proyecto más, un proyecto que se convertiría un día en la realidad de una mujer. Las amaba a las dos, de eso no tenía duda. Pero su amor estaba condicionado por su vida junto a las computadoras y ese amor, como cada reacción sensitiva o vital, venía prácticamente convertida en una fórmula.
“No la he hallado, pero existe. Existe esa fórmula matemática del amor, como existe la del odio, la de las calorías y la de las proteínas. Una fórmula para la vida y una fórmula para la muerte. Todo fórmulas o ecuaciones. Nuestra sociedad misma es una fórmula, tal vez una fórmula de locura, una fórmula para enloquecer despacio, una constante de enloquecimiento. Habría que hallar la ecuación de la locura. Tendría aplicación para Granz. Y para mí, dentro de unos meses. Y para el Gobierno, que ha enloquecido también. Debería callarme, debería dejar de pensar en todo eso, pero no puedo. Si ellos quieren enloquecer y pagan, ¡que enloquezcan, qué importa! Vivimos en un país libre, ¿no es eso? ¡Libre! Cada uno es libre de enloquecer como le guste. A eso se llama democracia.”
Pensó en sus ingresos, en su vida acomodada, si pudiera disfrutar de ella. En su conciencia que iba convirtiéndose poco a poco en una conciencia cibernética, como las propias calculadoras que diseñaba. Un hombre para cada cosa y todo cosas para el consumo humano. La calculadora era una cosa, ni más ni menos, para el consumo particular de Granz, que había logrado convencer -¿cómo podría ser posible?- a un Gobierno entero, para que le facilitase su capricho demente. Si un Gobierno era capaz de llegar a eso, el siguiente paso sería el caos.
El caos, se repitió a sí mismo. Había llegado al otro lado del parque y ante él desfilaba la procesión interminable de automóviles, un constante rumor de motores, de frenos, de pitos, de timbres, de voces, de músicas, como la savia sonora de la ciudad.
– Será el caos -oyó que decían junto a él. Y aquella voz que sonaba, de pronto, distinta del rumor total le hizo volverse hacia su izquierda. Junto al bordillo de la acera, a su lado, un hombre esperaba el cambio de luz del semáforo para cruzar la calle. Prague le sobrepasaba casi la cabeza. Y, sin embargo, el hombrecillo volvió sus ojos hacia él y Pragüe sintió como si de ellos emanase una fuerza especial. Mucho tiempo después sabría el nombre de esa fuerza: una fuerza mesiánica. Sólo que, en aquel instante, no podía darse cuenta aún de lo que significaría en su vida. Sólo se dio cuenta del extraño magnetismo que parecía envolverle al sentir sobre él la mirada del desconocido. Tuvo que sonreírle.
– Probablemente.
– ¿También usted lo ha notado?
– Sí… Pensaba precisamente en eso…
– Ya lo sabía. Bien… quiero decir, casi lo sabía.
– ¿Por qué?
El hombrecillo soltó una carcajada.
– ¡Es lógico!… Cualquiera pensaría lo mismo -y señalaba ampliamente la calle barrida por los automóviles.- El caos, ¿no lo está usted viendo?… -Luego cambió súbitamente de expresión y se tornó serio, al tiempo que extendía su mano para estrechar la de Prague-. Me llamo Kunner. Y por un azar de mi existencia, en este instante no tengo nada que hacer y tomaría a gusto un café, si usted me permite invitarle.
Prague sintió su mano húmeda y pegajosa, pero aceptó la invitación. En realidad, habría aceptado cualquier cosa que le hiciera olvidar fórmulas y ecuaciones. Le dejó hablar cuanto quiso. Y Kunner se explayó. A veces, entre sorbo y sorbo de café, Prague creía sentirse como flotando en una nube sonora de charla. Y era que casi ni atendía a las palabras de Kunner, que únicamente oía el murmullo de su voz chillona, que parecía exaltarse y aquietarse como el flujo y el reflujo de un océano. Apenas nada de todo cuanto decía el hombrecillo se le quedó en la mente. Sólo retazos:
– Democracia, así la llaman. Y no es más que dar paso a la escoria, a los inferiores, a los locos, a los semitas… Cualquier ideal del mundo carecerá de fuerza para la vida de la tierra hasta que no se haga de sus principios la base de un movimiento combativo, ¿me entiende?… -Prague no creía entender nada, pero, de pronto, sentía placer escuchando a alguien que parecía rebelarse contra lo establecido, contra la comodidad, contra la vida demasiado fácil.
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