Según una versión, Hitler había sido sustraído de la tierra en mayo de 1945 mediante cohetes alemanes, y en los años siguientes los nazis habían avanzado enormemente en el campo tecnológico.
Una comisión investigadora llegó a la conclusión de que una explosión fraccionó una de las clavijas de erbio; ambos fragmentos cayeron desde veinte metros de altura, y salieron impulsados lateralmente con notable velocidad. El impacto hizo desplomar una pared interior. Hubo once víctimas mortales, y cuarenta y ocho heridos. Gran cantidad de importantes componentes resultaron destruidos y, como el Mensaje no mencionaba una explosión entre los métodos de prueba, se temía que pudieran estar dañados otros componentes que, en apariencia, no habían sido afectados. Al no tener idea de cómo funcionaba la Máquina, era necesario ser muy riguroso en su fabricación.
Pese a la cantidad de organizaciones que se atribuyeron la autoría del atentado, de inmediato las sospechas recayeron sobre dos de los pocos grupos que no reivindicaban su responsabilidad: los extraterrestres y los rusos. Una vez más se volvió a hablar de máquinas para provocar el fin del mundo. Los extraterrestres habían planificado que la Máquina debía estallar, pero felizmente — se decía — habíamos sido poco cuidadosos en el montaje, y gracias a eso sólo estalló una pequeña carga. Los detractores encarecían que se suspendiera la construcción antes de que fuera demasiado tarde, y que se enterraran los componentes restantes en remotos salitrales.
Sin embargo, la comisión investigadora llegó a la conclusión de que la Catástrofe de la Máquina — como comenzó a decírsele — había tenido un origen más terrenal. Las clavijas poseían una cavidad central elipsoidal, de objeto desconocido, y su pared interior estaba revestida con una maraña de cables de gadolinio. En esa cavidad se hallaron explosivos plásticos y un reloj, materiales no incluidos en las instrucciones del Mensaje. Se torneó la clavija, se recubrió la cavidad, y el producto terminado fue puesto a prueba en una planta que Cibernética Hadden tenía en Terre Haute (Indiana). Dada la imposibilidad de confeccionar a mano los cables de gadolinio, fue menester emplear servomecanismos robot, y éstos a su vez se manufacturaron en un importante establecimiento fabril que fue necesario levantar. El costo de la edificación fue sufragado por Cibernética Hadden en su totalidad.
Al inspeccionarse las otras tres clavijas de erbio, se comprobó que no poseían explosivos. (Los fabricantes soviéticos y japoneses efectuaron varios experimentos de teledetección antes de osar inspeccionar las suyas). Alguien había introducido en la cavidad la carga y el reloj, casi al final del proceso de construcción, en Terre Haute. Una vez que esa clavija — y las de otros lotes — abandonaron la fábrica, se las transportó a Wyoming en un tren especial, con custodia armada. El momento elegido para la detonación y el carácter del sabotaje daban a entender que el autor tenía pleno conocimiento sobre la construcción de la Máquina, o sea que era alguien de adentro.
No obstante, la pericia no avanzaba. Eran muchos — entre ellos, técnicos, analistas de control de calidad, inspectores encargados de sellar el componente — los que habían tenido la oportunidad, si no los medios y la motivación, de cometer el sabotaje. Los que no aprobaron las pruebas poligráficas, contaban con firmes coartadas. Ninguno de los sospechosos dejó escapar un comentario indiscreto en algún bar de las inmediaciones.
No se supo de nadie que hubiera comenzado a gastar cifras desproporcionadas de dinero. Nadie «se quebró» en los interrogatorios. Pese a los denodados esfuerzos de los organismos de investigación, jamás se esclareció el misterio.
Los que acusaban a los soviéticos aducían que la intención de los rusos era impedir que los Estados Unidos activaran primero la Máquina. Los soviéticos tenían la capacidad técnica indispensable para el sabotaje, y también, por supuesto, conocían a fondo los pormenores sobre la fabricación. Apenas ocurrido el desastre, Anatoly Goldmann, antiguo discípulo de Lunacharsky, que se desempeñaba como representante de su país en Wyoming, realizó una llamada urgente a Moscú aconsejando a sus compatriotas que retiraran todas las clavijas. Esa conversación — registrada por los servicios de información norteamericanos — parecía demostrar la inocencia de los rusos, pero hubo quienes sugirieron que se trataba de un ardid para aventar sospechas. Ese argumento fue esgrimido por los mismos sectores que se oponían a la reducción de tensiones entre las dos superpotencias nucleares. Como era de prever, los jerarcas de Moscú se indignaron ante la insinuación.
En realidad, los soviéticos se enfrentaban en esos momentos con serios problemas de fabricación. Siguiendo las instrucciones del Mensaje, el Ministerio de Industria Semipesada obtuvo grandes logros en lo relativo a la extracción de minerales, la metalurgia y las máquinas-herramienta. Sin embargo, la nueva microelectrónica y la cibernética les resultaron más difíciles, razón por la cual debieron encargar a contratistas europeos y japoneses la mayor parte de los componentes de la Máquina. Más inconvenientes aún le acarreó a la industria local soviética la química orgánica, para la cual era preciso utilizar técnicas propias de la biología molecular.
En la década de 1930, se asestó un golpe casi fatal a los estudios genéticos en la Unión Soviética cuando Stalin censuró la moderna genética mendeliana por razones ideológicas, y consagró como científicamente ortodoxa la estrafalaria genética de un agrónomo llamado Trofim Lysenko. Dos generaciones de brillantes alumnos soviéticos quedaron sin aprender nada sobre las leyes fundamentales de la herencia. Fue así como, sesenta años después, en ese país no había avanzado la biología molecular ni la ingeniería genética, y muy pocos descubrimientos sobre el tema habían realizado los científicos soviéticos. Algo similar sucedió — aunque en menor escala — en los Estados Unidos cuando, amparándose en razones teológicas, se intentó prohibir en las escuelas públicas la enseñanza de la evolución, la idea central de la biología moderna. Muchos sostenían que una interpretación fundamentalista de la Biblia se contradecía con la teoría de la evolución. Afortunadamente, los fundamentalistas no eran tan influyentes en los Estados Unidos como lo había sido Stalin en Rusia.
En el informe especial preparado para la Presidenta se aseguraba que no había indicios para suponer que los soviéticos fuesen los autores del sabotaje. Por el contrario, ya que a los dos países se les había asignado el mismo número de tripulantes, había un enorme incentivo para apoyar la terminación de la Máquina norteamericana. «Si nuestra tecnología está en un nivel tres» — explicaba el Director de Inteligencia Central —, «y el enemigo ya se encuentra en el nivel cuatro, uno se alegra cuando, de pronto, surge la tecnología de nivel quince, siempre y cuando tengamos igual acceso a ella, y recursos adecuados». Muy pocos funcionarios estadounidenses culpaban a los rusos por el sabotaje, tal como lo expresó públicamente la Presidenta en más de una ocasión. Pero los viejos hábitos son difíciles de erradicar.
«Ningún grupo de insensatos, por organizados que estén, podrá desviar a la humanidad de su histórico derrotero», declaró la Presidenta. En la práctica, sin embargo, era muy difícil llegar a un consenso nacional ya que, a raíz del sabotaje, volvían a ponerse sobre el tapete todas las objeciones surgidas anteriormente. La perspectiva de que los rusos terminaran antes su Máquina fue lo único que alentó a los norteamericanos a proseguir.
La señora de Drumlin quería una ceremonia sencilla para las exequias de su marido, pero en esa cuestión, como en muchas otras, no pudo llevar a cabo sus deseos. Gran número de físicos, funcionarios de Estado, radioastrónomos, buzos aficionados, entusiastas del acuaplano y la comunidad mundial de SETI, quisieron estar presentes.
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