Los días previos al lanzamiento, Ellie pasó largos ratos — a menudo las horas del amanecer — en la playa Cocoa. Le habían prestado un departamento que daba sobre el Atlántico. Solía llevar pedazos de pan para arrojárselos a las gaviotas y ver cómo los capturaban en el aire. Había momentos en que unas veinte o treinta gaviotas revoloteaban apenas a más de un metro de su cabeza. Agitaban enérgicamente las alas para mantenerse en su sitio, con el pico abierto, preparándose para la milagrosa aparición de la comida. Pasaban rozándose unas a otras en movimiento al parecer fortuito, pero el efecto del conjunto era el de una bellísima formación.
Al regresar, reparó en una humilde hoja de palmera, pequeña y perfecta, en la orilla de la playa. La recogió, le quitó la arena con cuidado, y la llevó al departamento.
Hadden la había invitado para que fuera a visitarlo a su «casa lejos del hogar», su mansión del espacio a la que había puesto por nombre Matusalén. Ellie no debía contar lo de la invitación a nadie que no fuese del gobierno, debido al deseo de Hadden de mantenerse oculto. De hecho, eran pocos los que sabían que se había retirado a vivir en el espacio. Ellie consultó con varios funcionarios estatales, y todos le sugirieron que fuera.
«El cambio de ambiente va a hacerte bien» fue el consejo de Der Heer. La Presidenta se manifestó decididamente a favor del viaje puesto que quedaba una sola plaza libre para el siguiente vuelo en el vetusto transbordador Intrépido. Quienes decidían irse a vivir en un asilo de la órbita solían viajar en una empresa de transporte comercial. Otro vehículo, de mayores dimensiones, también estaba por ser habilitado para tales vuelos. Sin embargo, la vieja flota de transbordadores era el medio más utilizado para los viajes al espacio, tanto por civiles como por militares.
No se exigía ningún requisito especial para volar, salvo gozar de un estado general de buena salud. Los vuelos comerciales partían completos y retornaban vacíos. Por el contrario, los transbordadores iban llenos a la ida, como también de vuelta. La semana anterior, antes de realizar su último aterrizaje, el Intrépido había atracado en Matusalén para recoger a dos pasajeros que regresaban a la Tierra. Ellie reconoció los nombres; uno era diseñador de sistemas de propulsión, y el otro, un criobiólogo. Se preguntó, entonces, qué habrían ido a hacer a Matusalén.
Apiñada en la cabina con el piloto, dos especialistas de la misión, un militar muy callado y un agente del servicio de recaudación impositiva, Ellie disfrutó enormemente del despegue perfecto. Era su primera experiencia en gravedad cero por un período más prolongado que un viaje en el ascensor de alta desaceleración, en el edificio neoyorkino del World Trade Center. Una órbita y media después, llegaron a Matusalén. El transporte comercial Narnia la traería de regreso a la Tierra dos días más tarde.
La Mansión — Hadden insistía en llamarla así — giraba lentamente, una revolución cada noventa minutos, de modo que siempre quedaba el mismo lado orientado hacia la Tierra.
El panorama que se apreciaba desde el escritorio de Hadden era una maravilla; no se trataba de una pantalla de televisión sino de una ventana realmente transparente. Los fotones que Ellie veía acababan de reflejarse desde los nevados Andes apenas una fracción de segundo antes. Salvo en el sector periférico del ventanal, no se advertía casi ni la menor distorsión.
Se encontró con muchas personas conocidas — incluso varias que se consideraban religiosas —, a quienes les daba cierto pudor expresar su sobrecogimiento. Pero uno tenía que ser de madera — pensó ella — para pararse frente a esa ventana y no experimentar esa sensación. Habría que mandar allí a jóvenes poetas y compositores — se dijo —, a pintores y cineastas, a todo individuo con profundas convicciones religiosas que no estuviera comprometido con las burocracias sectarias. Sería muy fácil — reflexionó — transmitir esa experiencia al habitante medio de la Tierra. La sensación era…
sobrenatural.
— Uno se acostumbra — confesó Hadden —, pero no se cansa de esto. De vez en cuando todavía me hacer sentir inspirado.
Hadden bebía una gaseosa dietética y ella no había querido aceptar nada mas fuerte.
La tasa de recargo sobre el alcohol etílico debía de ser alta en la órbita, pensó.
— Claro que hay cosas que se extrañan… las largas caminatas, poder nadar en el mar, los amigos que caen de visita sin avisar. Pero de todas formas son cosas que yo tampoco hacía a menudo en la Tierra, y como ve, los amigos pueden venir a visitarme.
— El costo es carísimo.
— A Yamagishi, mi vecino, una mujer viene a verlo, llueva o truene, el segundo martes de cada mes. Después voy a presentárselo; es un personaje. Se trata de un famoso criminal de guerra, que fue sometido a proceso pero nunca llegó a ser condenado.
— ¿Qué es lo que le atrae de esto? Usted no piensa que está por terminar el mundo.
Entonces, ¿qué hace aquí?
— Me encanta la vista. Además, hay otros incentivos de orden jurídico. Una persona como yo, que ha propiciado nuevos inventos, industrias inéditas, está siempre expuesta a transgredir alguna ley. Esto suele ocurrir porque las leyes viejas no se han puesto a la par de la tecnología moderna. Se pierde mucho tiempo con los juicios, y eso disminuye el rendimiento. Pero todo esto — con un amplio ademán abarcó la Mansión y la Tierra — no pertenece a ningún país. Los propietarios de la Mansión somos mi amigo Yamagishi, yo y algunos otros. No puede ser nada ilegal surtirme de alimentos y satisfacer mis necesidades materiales, pero para estar más seguros, nos hemos propuesto trabajar sobre circuitos ecológicos cerrados. No existe tratado de extradición entre la Mansión y ninguno de los países de la Tierra. A mí me resulta más… efectivo residir aquí.
«No vaya a pensar que he cometido delito alguno, pero como nos dedicamos a tantos temas novedosos, preferimos no correr riesgos. Por ejemplo, algunos creen que fui yo quien saboteó la Máquina, y no toman en cuenta que invertí cifras descabelladas para intentar construirla. Y usted vio lo que hicieron en Babilonia. Mis investigadores de seguros consideran que los atentados quizás hayan sido obra de la misma gente. No sé por qué tengo tantos enemigos; no lo entiendo, por ser que he hecho tanto bien a la humanidad. Por todo esto supongo que lo mejor es que yo viva aquí.
«Ahora bien; era sobre la Máquina que quería hablar con usted. La catástrofe de la clavija de erbio fue terrible… Realmente siento muchísimo la muerte de Drumlin, un hombre tan luchador. Para usted debe de haber sido una conmoción. ¿Seguro que no quiere beber algo?
A Ellie le bastaba con mirar la Tierra y escuchar.
— Sí yo no me desanimé con lo de la Máquina — prosiguió Hadden —, no veo por qué tenga que desalentarse usted. Tal vez le inquiete la posibilidad de que nunca se termine la Máquina norteamericana, de que haya tantas personas empeñadas en su fracaso. La Presidenta comparte la misma preocupación. Además, esas fábricas que levantamos, no son meras plantas de montaje. Hemos estado elaborando productos artesanales y va a ser muy costoso reponer todo lo que se perdió. A lo mejor piensa que quizás haya sido una mala idea desde el principio, que fuimos unos tontos en apresurarnos y que convendría efectuar un análisis global. Y aunque no se plantee todo esto, sé que la Presidenta sí lo piensa.
«Por otra parte, si no lo hacemos pronto, temo que jamás podamos llevarlo a cabo. No creo que la invitación quede en pie eternamente.
— Me sorprende que lo diga, porque precisamente de eso conversábamos con Valerian y Drumlin en el momento previo al accidente. Al sabotaje — se corrigió —. Continúe, por favor.
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