Carl Sagan - Contacto

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Contacto: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela trata sobre lo que podría ser el contacto con una cultura extraterrestre inteligente, sobre cómo se vería afectada la especie humana al conocer que no estamos solos en el universo, lo que sería un gran cambio en la historia de la humanidad. La protagonista, Eleanor
Arrowayw, dirige el proyecto Argus del SETI, dedicado a captar emisiones de radio provenientes del espacio.
Un día, sus radiotelescopios captan una señal compuesta por una serie de números primos, lo que se considera evidencia de una inteligencia extraterrestre. La señal, además, contiene instrucciones para construir una compleja máquina. Una vez construida, cinco tripulantes, incluida la propia Ellie, son transportados a través de varios agujeros de gusano (ellos creen que es por medio de agujeros negros) a un punto en el centro de la Vía Láctea, específicamente en la constelación de Lyra y en Vega donde se reúnen con extraterrestres que adoptan la forma de un ser querido para cada uno de ellos.
Al volver a la Tierra, descubren que su viaje apenas ha durado veinte minutos de tiempo real, y que no quedan pruebas grabadas, por lo que son acusados de fraude y sometidos a frecuentes interrogatorios.
En una especie de epílogo, Ellie actuando según una sugerencia de los emisores de la señal, trabaja en un programa para encontrar patrones ocultos en los decimales del número pi. Finalmente encuentra oculto en la representacion en base 11 un patrón especial en el que los números dejan de variar de forma aleatoria y comienzan a aparecer unos y ceros en una secuencia. La única forma de ocultar semejante mensaje en pi es que el propio creador del universo lo hubiera hecho. Por lo que Ellie empieza una nueva búsqueda análoga al SETI en el aparente ruido de los números irracionales. Esta parte de la trama fue completamente omitida en el film realizado sobre la novela.

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Podemos desplazarnos hacia el este, de horizonte a horizonte, de amanecer a amanecer, y rodear el planeta en una hora y media. Al cabo de un tiempo llegaríamos a conocerlo plenamente, con todos sus rasgos típicos y sus anomalías. Es tanto lo que puede observarse a simple vista. Pronto aparecerá de nuevo Florida. La tormenta tropical que vimos abalanzarse sobre el Caribe, ¿habrá llegado a Fort Lauderdale? Alguna de las montañas del Hindu-Kush, ¿estará sin nieve este verano? Son dignos de admiración los acantilados color aguamarina del Mar de Coral. Contemplamos los hielos flotantes del Antártico Sur y nos preguntamos si, en caso de desplomarse, llegarían a inundar todas las ciudades costeras del planeta.

De día, sin embargo, cuesta advertir signos de la presencia humana; pero por la noche — salvo la aurora polar —, todo lo que se ve es obra del hombre. Esa faja de luz es la zona este de Norteamérica, un brillo continuo desde Boston hasta Washington, una megalópolis de hecho ya que no de nombre. Más allá sé advierte la quema de gas natural, en Libia. Las relucientes luces de los buques japoneses para la pesca del camarón se han trasladado al Mar de China Meridional. En cada órbita, la Tierra nos cuenta nuevas historias. Es posible ver una erupción volcánica en Kamchatka, una tormenta de arena del Sahara que se aproxima al Brasil, un clima incomprensiblemente gélido en Nueva Zelanda. Entonces, empezamos a considerar a la Tierra como un organismo, un ser viviente. Nos preocupamos por él, le tenemos cariño, le deseamos lo mejor. Las fronteras nacionales son tan invisibles como los meridianos de longitud, como el trópico de Cáncer o el de Capricornio. Las fronteras son arbitrarias; el planeta es real.

El vuelo espacial, por ende, es subversivo. La mayoría de los que tienen la suerte de encontrarse en la órbita de la Tierra, al cabo de cierta meditación, comparte los mismos pensamientos. Los países que instituyeron el vuelo espacial, en gran medida lo hicieron por razones nacionalistas; sin embargo, se daba la ironía de que casi todos los que ingresaban en el espacio adquirían una sorprendente perspectiva transnacional de la Tierra como un único mundo.

Era dable imaginar el día en que llegaría a predominar la lealtad a ese mundo azul, o incluso a ese racimo de mundos que rodean la estrella amarilla a la que los humanos, por no saber que cada estrella es un sol, le confirieron el artículo definido: el Sol En ese momento, a raíz de que mucha gente se internaba por largos períodos en el espacio y podía entonces disponer de tiempo para la reflexión, comenzaba a sentirse la fuerza de la perspectiva planetaria. Resultó ser que gran cantidad de los ocupantes de esa órbita baja del planeta eran personas de influencia en la propia Tierra.

Desde antes de que el hombre entrara en el espacio, ya se habían enviado allá animales. Fue así como numerosas amebas, moscas de las grutas, ratas, perros y simios se convirtieron en audaces veteranos del espacio. A medida que fue posible extender cada vez más la duración de los vuelos espaciales, se descubrió el insólito hecho de que no se producía el menor efecto sobre los microorganismos, y muy poco sobre las moscas de las frutas. Sin embargo, al parecer la gravedad cero prolongaba la vida de los mamíferos en un diez a veinte por ciento. Al vivir en gravedad cero, se decía, el cuerpo gasta menos energía en luchar contra la fuerza de gravedad, las células demoran más en oxidarse, y en consecuencia uno vive más tiempo. Algunos físicos sostenían que los efectos serían mucho más pronunciados en los humanos que en las ratas. Se percibía en el aire un tenue aroma a inmortalidad.

El promedio de casos de cáncer se redujo a un ochenta por ciento entre los animales orbitales, comparados con un grupo de control, de la Tierra. Los casos de leucemia y carcinomas linfáticos disminuyeron en un noventa por ciento. Se advertían indicios — quizás aún no importantes en términos estadísticos — de que la remisión espontánea en enfermedades neoplásicas era mucho mayor en gravedad cero. Medio siglo antes, el químico alemán Otto Warburg había declarado que muchos tipos de cáncer se debían a la oxidación. Gente que en décadas anteriores peregrinaban en busca de curación, suplicaba en ese momento por un pasaje al espacio, pero el precio era exorbitante. Ya se tratase de medicina clínica o preventiva, los vuelos espaciales eran para unos pocos.

De pronto comenzaron a aparecer enormes sumas de dinero — antes inaccesibles — para invertir en estaciones civiles. Al finalizar el Segundo Milenio, ya había rudimentarios hoteles de retiro a pocos cientos de kilómetros de altitud. Aparte del gasto, había también una grave desventaja, desde luego: el progresivo daño osteológico y vascular nos imposibilitaría volver al campo gravitacional de la superficie terráquea. No obstante, eso no constituía un gran impedimento para muchos ancianos acaudalados quienes, con tal de ganar otra década de vida, se mostraban muy felices de retirarse al cielo y, llegado el caso, morir allí.

Algunos lo consideraban una inversión imprudente de los escasos recursos de la Tierra; los pobres y desvalidos padecían demasiadas necesidades apremiantes como para derrochar dinero en mimar a los ricos y poderosos. Era una tontería — afirmaban — permitir que una élite emigrara al espacio, mientras las masas debían permanecer en la Tierra, un planeta entregado de hecho a propietarios ausentes. Otros tomaron la situación como un regalo de Dios: los dueños del planeta se marchaban en multitudes; seguramente allá arriba — sostenían — no podrían hacer tanto daño como en la Tierra.

Nadie previo la principal consecuencia: que habrían de adquirir una perspectiva planetaria las personas con más capacidad para hacer el bien. Al cabo de unos años, quedaban muy pocos nacionalistas en la órbita de la Tierra. Una guerra atómica mundial plantea verdaderos problemas a quienes sienten cierta inclinación por la inmortalidad.

Había industriales japoneses, magnates navieros griegos, príncipes sauditas, un ex presidente, un ex secretario general del Partido, un barón chino ladrón y un traficante de heroína, jubilado. En Occidente, aparte de algunas pocas invitaciones promocionales, se optó por un solo criterio para poder residir en la órbita terrestre: poder pagar. El albergue soviético era distinto; se lo denominaba estación espacial, y se rumoreaba que estaba allí el antiguo secretario del Partido para una «investigación gerontológica». En general, las multitudes no lo tomaron a mal. Algún día, pensaban, ellos también irían allí.

Los residentes de la órbita tenían un comportamiento circunspecto, medido. Constituían el centro de atención de otras personas ricas y poderosas que aún se hallaban en la Tierra. No emitían declaraciones públicas, pero poco a poco sus opiniones comenzaron a influir sobre los gobernantes del mundo entero. Los venerables de la órbita propiciaban, por ejemplo, que las cinco potencias nucleares continuaran con el progresivo desarme.

Sin estridencias apoyaron la construcción de la Máquina por su capacidad para contribuir a la unificación del mundo. En ocasiones, alguna organización nacionalista publicaba algo acerca de una vasta conspiración en la órbita de la Tierra, de viejos achacosos que simulaban ser benefactores pero que regalaban su suelo natal. Circulaban panfletos, con la supuesta versión taquigráfica de una reunión a bordo del Matusalén, a la que concurrieron representantes de otras cinco estaciones espaciales privadas. Se transcribía una nómina de «de medidas a tomar», pensadas con el objeto de aterrorizar hasta al más tibio patriota. Timesweek declaró que los panfletos eran falsos, y los denominó «Los Protocolos de los Antepasados del Ozono».

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