Para Alexandra, que alcanzará la mayoría de edad con el milenio.
Que podamos dejarle a tu generación un mundo mejor que el que nos legaron.
Autor
Título original: Contact
Traducción: Raquel Albornoz ©
1985 by Carl Sagan ©
1989 Plaza & Janés Editores S.A.
Travessera de gracia 20 — Barcelona ISBN: 84-226-2195-9
Edición digital: Magnus R6 12/02
PRIMERA PARTE — EL MENSAJE
Mi corazón tiembla como una pobre hoja
Sueño que giran los planetas
Las estrellas presionan contra mi ventana
Doy vueltas dormido
Mi cama es un planeta tibio
MARVIN MERCER Escuela Pública 153, 5.° grado. Harlem, Nueva York, (1981)
Capítulo uno — Números irracionales
Leve mosca, tu juego estival mi incauta mano barrió.
¿Mas acaso no soy una mosca como tú?
¿O no eres tú un hombre como yo?
Pues yo danzo y bebo y canto hasta que una ciega mano barra mi flanco.
WILLIAM BLAKE Songs of Experience «The Fly,» Stanzas 1–3 (1795)
Según los criterios humanos, era imposible que se tratara de algo artificial puesto que tenía el tamaño de un mundo. Empero, su apariencia era tan extraña y complicada, era tan obvio que estaba destinado a algún propósito complejo, que sólo podría ser la expresión de una idea. Se deslizaba en la órbita polar en torno de la gran estrella blanco azulada y se asemejaba a un inmenso poliedro imperfecto, que llevaba incrustadas millones de protuberancias enferma de tazones, cada uno de las cuales apuntaba hacia un sector en particular del cielo para atender a todas las constelaciones. El mundo poliédrico había desempeñado su enigmática junción durante eones. Era muy paciente.
Podía darse el lujo de esperar eternamente.
Al nacer no lloró. Tenía la carita arrugada. Luego abrió los ojos y miró las luces brillantes, las siluetas vestidas de blanco y verde, la mujer que estaba tendida sobre una mesa. En el acto le llegaron sonidos de algún modo conocidos. En su rostro tenía una rara expresión para un recién nacido: de desconcierto, quizá.
A los dos años, alzaba los brazos y pedía muy dulcemente: «Upa, papá». Los amigos de él siempre se sorprendían por la cortesía de la niña.
— No es cortesía. Antes lloraba cuando quería que la levantaran en brazos. Entonces, una vez le dije: «Ellie, no es necesario que grites. Sólo pídeme, 'Papá, upa'«. Los niños son muy inteligentes, ¿no, Pres?
Encaramada sobre los hombros de su padre y aferrada a su pelo ralo, sintió que la vida era mejor ahí arriba, mucho más segura que cuando había que arrastrarse en medio de un bosque de piernas. Allá abajo, uno podía recibir un pisotón, o perderse. Se sostuvo entonces con más fuerza.
Luego de dejar atrás a los monos, dieron vuelta en la esquina y llegaron frente a un animal de cuello largo y moteado, con pequeños cuernos en la cabeza.
— Tienen el cuello tan largo que no les puede salir la voz — dijo papá.
Ellie se condolió de la pobre criatura, condenada al silencio. Sin embargo, también se alegró de que existiera, de que fueran posibles esas maravillas.
— Vamos, Ellie — la alentó suavemente la mamá —. Léelo.
La hermana de su madre no creía que Ellie, a los tres años, supiera leer. Estaba convencida de que los cuentos infantiles los repetía de memoria. Ese fresco día de marzo iban caminando por la calle State y se detuvieron ante un escaparate donde brillaba una piedra de color rojo oscuro.
— Joyero — leyó lentamente la niña, pronunciando tres sílabas.
Con sensación de culpa, entró en la habitación. La vieja radio Motorola se hallaba en el estante que recordaba. Era enorme, pesada, y al sostenerla contra su pecho, casi se le cae. En la tapa de atrás, se leía la advertencia: «Peligro. No abrir». Sin embargo, ella sabía que, si no estaba enchufada, no corría riesgos. Con la lengua entre los labios, sacó los tornillos y contempló el interior. Tal como lo sospechaba, no había orquestas ni locutores en miniatura que vivieran su minúscula existencia anticipándose al momento en que el interruptor fuera llevado a la posición de encendido. En cambio, había hermosos tubos de vidrio que en cierto modo se parecían a las lamparitas de la luz. Algunos se asemejaban a las iglesias de Moscú que ella había visto en la ilustración de un libro. Las puntas que tenían en la base calzaban perfectamente en unos orificios especiales. Accionó la perilla de encendido y enchufó el aparato en un tomacorriente cercano. Si ella no lo tocaba, si ni siquiera se acercaba, ¿qué daño podría causarle?
Al cabo de unos instantes los tubos comenzaron a irradiar luz y calor, pero no se oyó sonido alguno. La radio estaba «rota», y hacía varios años que la habían retirado de circulación, al adquirir un modelo más moderno. Uno de los tubos no se encendía.
Desenchufó la radio y extrajo la lámpara rebelde. Dentro tenía un cuadradito de metal, unido a unos diminutos cables. «La electricidad pasa por los cables», recordó, «pero primero tiene que entrar en una lámpara». Una de las patitas parecía torcida, y con cierto esfuerzo logró enderezarla. Volvió a calzar la válvula, enchufó el aparato y comprobó, feliz, que la radio se encendía. Miró en dirección a la puerta cerrada, y bajó el volumen.
Movió la perilla que indicaba «frecuencia», y encontró una voz que hablaba en tono animado acerca de una máquina rusa que se hallaba en el espacio, dando vueltas sin cesar alrededor de la Tierra. «Sin cesar», pensó. Cambió la ubicación del dial en busca de otras estaciones. Al rato, por miedo a que la descubrieran, desconectó la radio, volvió a colocarle la tapa sin ajustar demasiado los tornillos y, con gran dificultad, levantó el aparato y lo puso de nuevo en su estante.
Cuando salía, agitada, de la habitación, se topó con su madre.
— ¿Todo bien, Ellie?
— Sí, mamá.
Puso cara de indiferencia, pero le latía el corazón y sentía las manos húmedas. Se dirigió a su rincón favorito del patio y, con las rodillas apretadas contra el mentón, pensó en el mecanismo de la radio. ¿Eran necesarios todos esos tubos? ¿Qué pasaría si uno extraía de a uno por vez? En una oportunidad, su padre los había llamado «tubos vacíos».
¿Qué sucedía dentro de ellos? ¿Cómo hacían para entrar en la radio la música de las orquestas y la voz de los locutores? Éstos solían decir: «En el aire». ¿Acaso la radio se transmitía por el aire? ¿Qué pasaba dentro del receptor cuando uno cambiaba de estación? ¿Qué era la «frecuencia»? ¿Por qué había que enchufarla para que funcionara?
¿Se podría dibujar una especie de mapa para ver por dónde circulaba la electricidad dentro de la radio? ¿Sería peligroso desarmar una radio? ¿Se podría luego volver a armarla?
— ¿En qué andabas, Ellie? — le preguntó la madre, que regresaba en ese momento de recoger la ropa tendida.
— En nada, mamá. Pensaba, nada más.
Cuando tenía diez años, la llevaron en verano a visitar a dos primos odiados, en un grupo de cabañas junto a un lago de la península de Michigan. No entendía por qué, viviendo junto al lago de Wisconsin, decidían viajar cinco horas en auto para llegar a un lago similar, en Michigan, máxime para ver a dos chicos antipáticos, de diez y once años.
Unos verdaderos pesados. ¿Por qué su padre, que la comprendía tanto en otros aspectos, pretendía que jugara día tras día con esos idiotas? Se pasó las vacaciones esquivándolos.
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