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Carl Sagan: Contacto

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Carl Sagan Contacto

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La novela trata sobre lo que podría ser el contacto con una cultura extraterrestre inteligente, sobre cómo se vería afectada la especie humana al conocer que no estamos solos en el universo, lo que sería un gran cambio en la historia de la humanidad. La protagonista, Eleanor Arrowayw, dirige el proyecto Argus del SETI, dedicado a captar emisiones de radio provenientes del espacio. Un día, sus radiotelescopios captan una señal compuesta por una serie de números primos, lo que se considera evidencia de una inteligencia extraterrestre. La señal, además, contiene instrucciones para construir una compleja máquina. Una vez construida, cinco tripulantes, incluida la propia Ellie, son transportados a través de varios agujeros de gusano (ellos creen que es por medio de agujeros negros) a un punto en el centro de la Vía Láctea, específicamente en la constelación de Lyra y en Vega donde se reúnen con extraterrestres que adoptan la forma de un ser querido para cada uno de ellos. Al volver a la Tierra, descubren que su viaje apenas ha durado veinte minutos de tiempo real, y que no quedan pruebas grabadas, por lo que son acusados de fraude y sometidos a frecuentes interrogatorios. En una especie de epílogo, Ellie actuando según una sugerencia de los emisores de la señal, trabaja en un programa para encontrar patrones ocultos en los decimales del número pi. Finalmente encuentra oculto en la representacion en base 11 un patrón especial en el que los números dejan de variar de forma aleatoria y comienzan a aparecer unos y ceros en una secuencia. La única forma de ocultar semejante mensaje en pi es que el propio creador del universo lo hubiera hecho. Por lo que Ellie empieza una nueva búsqueda análoga al SETI en el aparente ruido de los números irracionales. Esta parte de la trama fue completamente omitida en el film realizado sobre la novela.

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Una calurosa noche sin luna, después de cenar, salió a caminar sola hasta el muelle de madera. Acababa de pasar una lancha, y el bote de remo de su tío, amarrado al embarcadero, se mecía suavemente en el agua iluminada por las estrellas. A excepción de unas lejanas cigarras y un grito casi subliminal que resonó por el lago, la noche estaba totalmente calma. Levantó la mirada hacia el cielo brillante y sintió que se le aceleraban los latidos del corazón.

Sin bajar los ojos, extendió una mano para guiarse, rozó el césped suave y allí se tendió. En el firmamento refulgían miles de estrellas, casi todas titilantes, algunas con una luz firme. Esa tan brillante, ¿no era azulada?

Tocó nuevamente la tierra bajo su cuerpo, fija, sólida, que inspiraba confianza. Con cuidado se incorporó, miró, a diestra y siniestra, toda la extensión del lago. Podía divisar ambas márgenes. «El mundo parece plano», pensó, «pero en realidad es redondo». Es como una gran pelota que da vueltas en medio del cielo… una vez al día. Trató de imaginar cómo giraba, con millones de personas adheridas a su superficie, gente que hablaba idiomas distintos, todos pegados a la misma esfera.

Se tendió una vez más sobre el césped y procuró sentir la rotación. A lo mejor la percibía, aunque fuera un poco. En la margen opuesta del lago, una estrella brillante titilaba entre las ramas más altas de los árboles. Entrecerrando los ojos, daba la impresión de que de ella partían unos rayos de luz. Cerrándolos aún más, los rayos dócilmente cambiaban de longitud y de forma. ¿Lo estaría imaginando…? No, decididamente la estrella estaba sobre los árboles. Unos minutos antes había aparecido y desaparecido entre las ramas.

En ese momento, sin duda, estaba más alta. «Esto debe de ser de lo que la gente habla cuando dice que sale una estrella», se dijo. La Tierra estaba girando en el otro sentido. En un extremo del cielo, salían las estrellas. A eso se lo llamaba el este. En el otro extremo, detrás de ella, detrás de las cabañas, se ponían las estrellas. A eso se lo denominaba el oeste. Una vez al día la Tierra daba una vuelta completa, y las mismas estrellas salían en el mismo sitio.

Pero si algo tan inmenso como la Tierra daba un giro entero en un solo día, debía de moverse con suma rapidez. Todas las personas a las que conocía debían estar girando a una impresionante velocidad. Le dio la impresión de sentir el movimiento de la Tierra… no sólo de imaginárselo, sino de sentirlo en la boca del estómago. Algo parecido a bajar en un ascensor veloz. Echó la cabeza hacia atrás para que nada se interpusiera en su campo visual hasta que sólo vio el cielo negro y las estrellas fulgurantes. Experimentó una gratificante sensación de vértigo que la impulsó a aferrarse del césped con ambas manos, como si, de lo contrario, fuera a remontarse hasta el firmamento, su cuerpo diminuto empequeñecido por la inmensa esfera oscura de abajo.

Lanzó una exclamación, pero logró ahogar un grito con la mano. Así fue como la encontraron los primos. Al bajar penosamente la cuesta, los niños notaron en su rostro una extraña expresión, mezcla de vergüenza y asombro, que rápidamente registraron, ansiosos como estaban por buscar la más mínima indiscreción para volver y contársela a sus padres.

El libro era mejor que la película, fundamentalmente porque era más completo, y algunas de las ilustraciones eran muy distintas de las del cine. Pero en ambos, Pinocho — un muñeco de madera, de tamaño natural, que por arte de magia cobra vida —, usaba una suerte de cabestro y tenía clavijas en las articulaciones. Cuando Geppetto está por terminar de fabricar a Pinocho, le da la espalda al títere y resulta despedido por un poderoso puntapié. En ese instante llega un amigo del carpintero y le pregunta qué hace, ahí tendido en el suelo. Con la mayor dignidad, Geppetto le responde: «Estoy enseñándoles el abecedario a las hormigas».

Eso le pareció a Ellie sumamente ingenioso y gozaba en narrar la historia a sus amigos. No obstante, cada vez que la relataba quedaba una pregunta dando vueltas por su mente: ¿Podría uno enseñar el alfabeto a las hormigas? ¿Quién podía tener deseos de hacerlo? ¿Echarse en el suelo en medio de cientos de insectos movedizos, capaces de trepar sobre la piel de uno o incluso picarlo? Y además, ¿qué podían saber las hormigas?

A veces se levantaba de noche para ir al baño y encontraba allí a su padre, con pantalón de pijama, con el cuello subido, una especie de gesto de patricio desdén que acompañaba a la crema de afeitar sobre su labio superior. «Hola, Pres», la saludaba.

«Pres», era el diminutivo de «preciosa», y a ella le encantaba que la llamara así. ¿Por qué se afeitaba de noche, cuando nadie se daba cuenta de si tenía la barba crecida o no?

«Porque tu madre sí lo sabe», respondía él, sonriendo. Años más tarde Ellie descubriría que sólo había entendido en parte la jovial explicación. Sus padres estaban enamorados.

Después del colegio, fue en bicicleta hasta un pequeño parque que había sobre el lago.

Sacó de una mochila El manual del radioaficionado y Un yanqui en la corte del rey Arturo.

Al cabo de un momento de vacilación se decidió por este último. El héroe de Twain había recibido un golpe en la cabeza y se despertaba en la Inglaterra de Arturo. Quizá fuese todo un sueño o una fantasía, aunque a lo mejor era real. ¿Era posible remontarse al pasado? Con el mentón apoyado sobre las rodillas, buscó uno de sus pasajes preferidos, cuando el héroe es recogido por un hombre vestido con armadura, a quien toma por un evadido de algún manicomio. Cuando llegan a la cima de la colina ven una ciudad que se despliega al pie.

— ¿Bridgeport? — pregunté.

— Camelot — me respondió.

Clavó su mirada en el lago azul mientras trataba de imaginar una ciudad que pudiera ser tanto Bridgeport, del siglo XIX como Camelot, del XVI. En ese instante llegó corriendo su madre.

— Estuve buscándote por todas partes. ¿Por qué desapareces siempre de mi vista?

Oh, Ellie — murmuró —, ha pasado algo terrible.

En séptimo grado estaba estudiando «pi», una letra griega que se parecía a los monumentos de piedra de Stonehenge, en Inglaterra: dos pilares verticales con un palito en la parte superior: π. Si se mide la circunferencia del círculo, y luego se la divide por el diámetro del círculo, eso es pi. En su casa, Ellie tomó la tapa de un frasco de mayonesa, le ató un cordel alrededor, estiró luego el cordel y con una regla midió la circunferencia. Lo mismo hizo con el diámetro, y posteriormente dividió un número por el otro. Le dio 3,21.

La operación le resultó sencilla.

Al día siguiente, el maestro, el señor Weisbrod, dijo que π era 22/7, aproximadamente 3,1416, pero en realidad, si se quería ser exacto, era un decimal que continuaba eternamente sin repetir un período numérico. Eternamente, pensó Ellie. Levantó entonces la mano. Era el principio del año escolar y ella no había formulado aún ninguna pregunta en esa materia.

— ¿Cómo se sabe que los decimales no tienen fin?

— Porque es así — repuso el maestro con cierta aspereza.

— Pero, ¿cómo lo sabe? ¿Cómo se pueden contar eternamente los decimales?

— Señorita Arroway — dijo él consultando la lista de alumnos —, ésa es una pregunta estúpida. No les haga perder el tiempo a sus compañeros.

Como nadie la había llamado jamás estúpida, se echó a llorar. Billy Horstman, que se sentaba a su lado, le tomó la mano con dulzura. Hacía poco tiempo que a su padre lo habían procesado por adulterar el cuentakilómetros de los autos usados que vendía, de modo que Billy estaba muy sensible a la humillación en público. Ellie huyó corriendo de la clase, sollozando.

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