Así fue como, todos los domingos, durante casi todo el año lectivo, Ellie concurrió a un grupo de debate en una iglesia cercana. Se trataba de una de esas respetables congregaciones protestantes, no contaminada por el turbulento evangelismo. Asistían algunos alumnos secundarios, varios adultos — en su mayor parte mujeres de mediana edad — y la coordinadora, que era la esposa del pastor. Ellie nunca había leído seriamente la Biblia sino que se había inclinado por aceptar la opinión, quizá poco generosa, de su padre en el sentido de que era «mitad historia de bárbaros, mitad cuentos de hadas». Por eso, el fin de semana antes de comenzar las clases, leyó las partes que le parecieron más importantes del Antiguo Testamento, tratando de mantener una mente abierta. De inmediato advirtió que había dos versiones distintas y contradictorias de la creación en los dos primeros capítulos del Génesis. No entendía cómo pudo haber habido luz días antes de la creación del sol, y tampoco llegó a captar exactamente con quién se había casado Caín. Se llevó una gran sorpresa con las historias de Lot y sus hijas, de Abraham y Sara en Egipto, del compromiso de Dinah, de Jacob y Esaú. Comprendía que pudiera haber cobardía en el mundo real, que hubiera hijos que engañaran y estafaran a su padre anciano, que un hombre pudiera ser tan débil como para permitir que su mujer fuera seducida por el rey o incluso alentar la violación de sus propias hijas, pero en el libro sagrado no había ni una sola palabra de protesta frente a semejantes ultrajes. Por el contrario, daba la impresión de que se consentían, y hasta se ensalzaban, los crímenes.
Al comenzar el curso, estaba ansiosa por participar en un debate sobre esas incongruencias, porque la iluminaran respecto del propósito de Dios, o al menos le dieran una explicación de por qué el o los autores no condenaban tales crímenes. La mujer del pastor no quiso comprometerse. Por alguna razón, esas historias nunca se trataron en las discusiones. Cuando Ellie preguntó cómo las siervas de la hija del faraón se dieron cuenta con sólo mirar que el bebé que había en los juncos era hebreo, la profesora se ruborizó intensamente y le pidió que no hiciera preguntas indecorosas. (Ellie comprendió la respuesta en ese mismo instante.) Cuando llegaron al Nuevo Testamento, la agitación de la muchacha fue en aumento.
Mateo y Lucas remontaban la línea genealógica de Jesús hasta el rey David. Sin embargo, para Mateo había veintiocho generaciones entre David y Jesús, mientras que Lucas mencionaba cuarenta y tres. No había casi ningún nombre en común en ambas listas. ¿Cómo podía pensarse que tanto Lucas como Mateo transmitiesen la Palabra de Dios? Esa contradicción en la genealogía le parecía a Ellie un obvio intento por hacer adecuar la profecía de Isaías luego de ocurrido el hecho, lo que en el laboratorio de química se conocía como «inventar los datos». Se emocionó profundamente con el Sermón de la Montaña, sintió un gran desencanto ante la exhortación a dar al César lo que es del César, y quedó al borde de las lágrimas cuando la profesora en dos oportunidades se negó a explicarle el sentido de la cita: «No vengo a traer la paz sino la espada». Le anunció a su madre que había puesto todo de su parte, pero que ni loca la iban a obligar a asistir a una clase más de estudios bíblicos, pues había quedado francamente desilusionada.
Era una calurosa noche de verano y Ellie estaba tendida en su cama oyendo cantar a Elvis. Los compañeros del secundario le resultaban sumamente inmaduros y le costaba mucho tener una relación normal con los universitarios en las manifestaciones y conferencias, debido a la rigidez de su padrastro y a las horas que le fijaba para el regreso a su casa. No le quedaba más remedio que reconocer que John Staughton tenía razón al menos en algo: los jóvenes, casi sin excepción, tenían una tendencia natural hacia la explotación sexual. Al mismo tiempo, parecían mucho más vulnerables en el plano emocional de lo que ella hubiese creído. A lo mejor, una cosa causaba la otra.
Suponía que quizá no iba a poder concurrir al college, aunque estaba decidida a irse de su casa. Staughton no le pagaría estudios superiores, y la intercesión de su madre resultó infructuosa. No obstante, Ellie obtuvo un resultado espectacular en los exámenes para ingresar en la universidad, y sus profesores le anticiparon que muy posiblemente los más afamados centros de estudios le ofrecieran becas. Consideraba que había aprobado la prueba por pura casualidad ya que por azar había respondido bien numerosas preguntas de elección múltiple. Con escasos conocimientos, sólo lo necesario como para excluir todas las respuestas menos dos, tenía una posibilidad entre mil de obtener todas las respuestas correctas, se dijo. Para lograr veinte, las posibilidades eran de una entre un millón. Sin embargo, ese mismo test lo habían realizado quizás un millón de jóvenes en todo el país. Alguno debía tener suerte.
La localidad de Cambridge (Massachusetts) le pareció lo bastante alejada para eludir la influencia de John Staughton, pero también cercana como para poder volver a visitar a su madre, quien encaró la perspectiva como un difícil término medio entre la idea de abandonar a su hija o causarle un fastidio mayor a su marido. Ellie optó por Harvard y no por el Massachusetts Institute of Technology.
Era una muchacha bonita, de pelo oscuro y estatura mediana. Llegó a su período de orientación con una gran avidez por aprender de todo. Se propuso ampliar su educación e inscribirse en todos los cursos posibles aparte de los que constituían su interés central:
matemáticas, física e ingeniería. Sin embargo, se le planteó el problema de lo difícil que resultaba hablar de física — y mucho menos, discutir del tema — con sus compañeros de clase, en su mayoría varones. Al principio reaccionaban ante sus comentarios con una suerte de desatención selectiva. Se producía una mínima pausa, tras la cual proseguían hablando como si ella no hubiese abierto la boca. Ocasionalmente se daban por enterados de algún comentario suyo, o incluso lo elogiaban, para luego proseguir como si nada hubiera pasado. Ellie estaba segura de que sus opiniones no eran del todo tontas y no quería que le hicieran desaires o la trataran con aires de superioridad. Sabía que eso se debía en parte — sólo en parte — a su voz demasiado suave. Por eso debió adquirir una voz profesional, clara, nítida y varios decibelios por encima de un tono de conversación. Con esa voz era importante tener razón. Tenía que elegir el momento indicado para usarla. Le costaba mucho seguir forzándola puesto que corría el riesgo de prorrumpir en risas. Por eso prefería intervenir con frases cortas, a veces punzantes, como para llamar la atención de sus compañeros; luego podía continuar usando un rato un tono más normal. Cada vez que se encontraba en un grupo nuevo, tenía que abrirse camino de la misma forma, aunque sólo fuera para poder participar de los intercambios de opiniones. Los muchachos ni siquiera se percataban de que existiese ese problema.
A veces, cuando se hallaban en un seminario o en práctica de laboratorio, el profesor decía: «Sigamos adelante, señores.» Luego, al advertir que Ellie fruncía el entrecejo, agregaba: «Lo siento, señorita Arroway, pero a usted la considero como a uno de los muchachos.» El mayor cumplido que eran capaces de dispensarle era no considerarla manifiestamente femenina.
Tuvo que esforzarse por no volverse demasiado combativa o no convertirse en una verdadera misántropa. Reflexionaba que el misántropo es el que odia a todo el mundo, no sólo a los hombres. Y de hecho, ellos tenían un término para definir al que odia a las mujeres: misógino. Sin embargo, los lexicógrafos no se habían preocupado por acuñar una palabra que simbolizara el disgusto por los hombres. Como ellos eran casi todos hombres, pensó, nunca se imaginaron que hubiese un mercado para dicha palabra.
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