«Lo mejor sería que no regresara, y así poder vivir nuestras últimas horas en el espacio, circundados por estrellas y mundos. Si uno padeciera un mal incurable, o si sólo quisiera darse un último gusto, ¿acaso habría algo mejor que esto?
— ¿Lo dice en serio? ¿De veras piensa comercializar este… proyecto?
— Bueno, tal vez sea pronto para comercializarlo. Digamos que estoy pensando en un estudio de factibilidad.
Ellie resolvió no contarle la decisión que había tomado unos minutos antes, y él tampoco se la preguntó. Más tarde, cuando el Naarnia comenzaba a atracar en Matusalén, Hadden la llevó a un lado.
— Comentábamos que Yamagishi es el más anciano aquí. Bueno, si hablamos de los que residimos en forma permanente — o sea, excluyendo a los astronautas, las coristas — yo soy el más joven. Sé que tengo un interés particular en la respuesta, pero existe la posibilidad médica concreta de que la gravedad cero me mantenga vivo durante siglos.
Como ve, he emprendido un experimento sobre la inmortalidad.
«No le he sacado este tema para fanfarronear sino por una razón práctica. Si nosotros estamos estudiando el modo de prolongar la vida, piense en lo que seguramente han hecho los seres de Vega. Probablemente sean inmortales, o casi inmortales. Yo, que soy quien se ha dedicado más tiempo y con mayor seriedad al análisis de esta cuestión, puedo asegurarle una cosa de los inmortales: esos seres son muy cautos, no dejan nada librado al azar. Yo no sé qué aspecto tienen ni qué pretenden de nosotros, pero en caso de que llegue a verlos, lo único que puedo aconsejarle es esto: lo que para usted sea algo rotundamente seguro y digno de confianza, para ellos constituirá un riesgo inaceptable. Si tuviera que realizar cualquier negociación allá arriba, no se olvide de lo que le digo.
Capítulo diecisiete — El sueño de las hormigas
El lenguaje humano es como una olla vieja sobre la cual marcamos toscos ritmos para que bailen los osos, mientras al mismo tiempo anhelamos producir una música que derrita las estrellas.
GUSTAVE FLAUBERT Madame Bovary (1857)
La teología popular es una enorme incoherencia que procede de la ignorancia… Los dioses existen porque la naturaleza misma ha impreso el concepto de ellos en la mente del hombre.
CICERÓN De Natura Deorum, I, 16
Ellie se hallaba empaquetando cintas magnetofónicas, apuntes y una hoja de palmera para enviar al Japón cuando le avisaron que su madre había sufrido un ataque. Un mensajero del proyecto le entregó una carta de John Staughton, sin ningún encabezamiento de cortesía:
Tu madre y yo solíamos hablar sobre tus defectos. Siempre fue un tema difícil de conversación. Cuando yo te defendía (aunque no lo creas, lo hacia a menudo), me decía que yo era como arcilla en tus manos. Cuando te criticaba, me mandaba a paseo.
Quiero que sepas que tu renuencia a visitarla, estos últimos años, desde que empezó el tema de Vega, fue un continuo motivo de dolor para ella. A las compañeras de ese horrible asilo donde quiso recluirse les comentaba que ibas a ir pronto. Eso se lo dijo durante años. «Pronto.» Ya tenía pensado cómo iba a mostrar a su hija famosa, en qué orden te presentaría a esas decrépitas mujeres.
Probablemente no desees escuchar esto, y te la cuento con pesar, pero la hago por tu bien. Tu conducta es lo que más sufrimiento le acarreó en la vida, incluso más que la muerte de tu padre. Ahora serás todo un personaje en el mundo, que se codea con políticos y gente importante, pero como ser humano, no has aprendido nada desde tus épocas de secundaria…
Con los ojos llenos de lágrimas comenzó a hacer una bola con la carta, cuando notó algo duro en el sobre. Descubrió entonces que dentro había un holograma parcial con una vieja foto bidimensional por medio de la técnica de extrapolación de las computadoras. Se trataba de una foto que nunca había visto. En ella aparecía su madre, una mujer joven y bonita, que sonreía a la cámara, y con un brazo rodeaba los hombros del padre de Ellie.
Él daba la impresión de llevar un día entero sin afeitarse, y a ambos se los veía radiantes de felicidad. Con una mezcla de angustia, culpa, enojo con Staughton y cierto grado de autocompasión, no le quedó más remedio que aceptar que jamás habría de volver a ver a ninguna de las personas de esa foto.
Su madre yacía inmóvil sobre la cama, con una expresión extraña, que no era de alegría ni de tristeza, como de… espera. Su único movimiento era, de vez en cuando, un parpadeo. Imposible saber si oía o entendía lo que le decían. Ellie no pudo dejar de pensar en los esquemas de comunicación; un parpadeo podía significar «sí»; dos, «no».
También, si traían un encefalógrafo con un tubo de rayos catódicos que su madre pudiera ver, quizá fuera posible enseñarle a modular sus ondas beta. Pero ésa era su madre, no una constelación, y lo que allí hacía falta no eran algoritmos de descifrado sino sentimiento.
Tomó la mano de la anciana y habló durante horas. Evocó su infancia, recuerdos de sus padres. Recordó un episodio de cuando era pequeñita y jugueteaba entre las sábanas tendidas, cuando de pronto la alzaron en brazos acercándola al cielo. Mencionó a John Staughton. Pidió disculpas por muchas cosas. También derramó algunas lágrimas.
Como su madre estaba desarreglada, buscó un cepillo y la peinó. Observó ese rostro surcado por arrugas, y reconoció el propio. Los ojos húmedos tenían la mirada fija en ella, y de vez en cuando pestañeaban como a una gran distancia.
— Ya sé de dónde provengo — musitó Ellie.
La madre meneó la cabeza en forma casi imperceptible, como si se lamentara por tantos años de haber estado separada de su hija. Ellie le dio un suave apretón en la mano, y le pareció sentir que ella le respondía de la misma manera.
Le habían dicho que la vida de su madre no corría peligro. De producirse algún cambio en su estado, le avisarían a Wyoming. Al cabo de unos días podrían llevarla de regreso al asilo donde, le aseguraron, estaban en condiciones de atenderla como correspondía.
Staughton parecía aplastado, pero manifestaba un profundo sentimiento por su madre, que Ellie jamás había sospechado. Lo iba a llamar a menudo, le prometió.
En el austero salón resaltaba — quizá con cierta incongruencia — una estatua real — no un hológrafo — de una mujer desnuda al estilo de Praxiteles. Subieron en un ascensor Otis-Hitachi, en el cual el segundo idioma era inglés y no braille y atravesaron un amplio salón donde había gente reunida alrededor de varias procesadoras de palabras. Se tecleaba una palabra en hiragana — el alfabeto fonético japonés, de cincuenta y una letras — y en una pantalla aparecía el ideograma chino equivalente, en kanji. Había cientos de miles de tales ideogramas, o caracteres, almacenados en la memoria de las computadoras, pese a que en general bastaban unos tres o cuatro mil para leer un periódico. Dado que muchos caracteres de significado totalmente distinto se expresaban con la misma palabra, se imprimían, en orden de probabilidad, todas las posibles traducciones en idioma kanji. La procesadora poseía una subrutina contextual en la que los caracteres también se mencionaban según la apreciación que la máquina hiciera acerca del significado que correspondía. Rara vez se equivocaba. En un idioma que, hasta hacía poco, nunca había tenido una máquina de escribir, la procesadora de palabras estaba produciendo una revolución en las comunicaciones no del todo admirada por los tradicionalistas.
En el auditorio se sentaron en sillas bajas — una obvia concesión a los gustos occidentales —, alrededor de una mesa baja también, y se les sirvió té. Desde donde se hallaba, Ellie veía una ventana por la cual se divisaba la ciudad de Tokio. «Últimamente paso mucho tiempo frente a las ventanas», pensó. El diario era el Asahi Shimbun — las Noticias del Sol Naciente —, y a ella le resultó interesante comprobar que una mujer integraba el plantel de periodistas políticos, toda una rareza en los medios de información norteamericanos y soviéticos. Japón se había propuesto revalorizar el papel de la mujer.
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