Carl Sagan - Contacto

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Contacto: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela trata sobre lo que podría ser el contacto con una cultura extraterrestre inteligente, sobre cómo se vería afectada la especie humana al conocer que no estamos solos en el universo, lo que sería un gran cambio en la historia de la humanidad. La protagonista, Eleanor
Arrowayw, dirige el proyecto Argus del SETI, dedicado a captar emisiones de radio provenientes del espacio.
Un día, sus radiotelescopios captan una señal compuesta por una serie de números primos, lo que se considera evidencia de una inteligencia extraterrestre. La señal, además, contiene instrucciones para construir una compleja máquina. Una vez construida, cinco tripulantes, incluida la propia Ellie, son transportados a través de varios agujeros de gusano (ellos creen que es por medio de agujeros negros) a un punto en el centro de la Vía Láctea, específicamente en la constelación de Lyra y en Vega donde se reúnen con extraterrestres que adoptan la forma de un ser querido para cada uno de ellos.
Al volver a la Tierra, descubren que su viaje apenas ha durado veinte minutos de tiempo real, y que no quedan pruebas grabadas, por lo que son acusados de fraude y sometidos a frecuentes interrogatorios.
En una especie de epílogo, Ellie actuando según una sugerencia de los emisores de la señal, trabaja en un programa para encontrar patrones ocultos en los decimales del número pi. Finalmente encuentra oculto en la representacion en base 11 un patrón especial en el que los números dejan de variar de forma aleatoria y comienzan a aparecer unos y ceros en una secuencia. La única forma de ocultar semejante mensaje en pi es que el propio creador del universo lo hubiera hecho. Por lo que Ellie empieza una nueva búsqueda análoga al SETI en el aparente ruido de los números irracionales. Esta parte de la trama fue completamente omitida en el film realizado sobre la novela.

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Tsin simplificó la escritura, codificó las leyes, construyó caminos, terminó la Gran Muralla y unió el país. También confiscó armas. Pese a que se lo acusaba de haber dado muerte a los eruditos que criticaban sus medidas, y de quemar libros por no estar de acuerdo con su contenido, él se vanagloriaba de haber eliminado la corrupción endémica y haber implantado la paz y el orden. Xi recordó la Revolución Cultural. Imaginaba cómo podían conciliarse tendencias tan conflictivas en el corazón de una sola persona. La arrogancia de Tsin había alcanzado mayúsculas proporciones; tanto fue así que, para castigar a una montaña que lo había ofendido, ordenó desnudarla de su vegetación y pintarla de rojo, el color que usaban los criminales condenados. Tsin fue grandioso, pero también un loco. ¿Acaso podía unificarse un grupo de países beligerantes sin estar un poco mal de la cabeza? Había que ser demente para intentarlo, le comentó Xi a Ellie, con una carcajada.

Cada vez más fascinado, Xi organizó masivas excavaciones en Xian. Poco a poco fue convenciéndose de que allí también yacía el mismo emperador Tsin, perfectamente conservado, en algún sepulcro próximo al ejército de terracota ya descubierto. Según los escritos antiguos, también se hallaba en las inmediaciones, debajo de un alto monte, una maqueta de lo que era la nación china en el 210 antes de Cristo, con una representación precisa hasta el último templo y pagoda. Los ríos, se decía, estaban hechos de mercurio, para que la nave imperial en miniatura navegara eternamente por los dominios subterráneos de Tsin. Cuando se comprobó que en Xian el terreno estaba contaminado con mercurio, la emoción de Xi fue en aumento.

Xi había desenterrado un manuscrito de la época, en el que se describía la majestuosa cúpula que el emperador había mandado construir sobre el minúsculo reino, denominado — al igual que el verdadero —, el Reino Celestial. Dado que la escritura china apenas había cambiado en dos mil doscientos años, pudo leer por sí solo el relato, sin ayuda de un lingüista. Un narrador de la época de Tsin le hablaba directamente a Xi. Muchas noches Xi se dormía tratando de imaginar la magnífica Vía Láctea que dividía la bóveda del cielo en el sepulcro del gran emperador, y la noche iluminada por los cometas que habían aparecido en el instante de su muerte para honrar su memoria.

La búsqueda de la tumba de Tsin y su maqueta del universo había tenido ocupado a Xi durante la última década.

Pese a no haberla encontrado aún, había logrado despertar la imaginación del pueblo chino. De él se decía: «Hay miles de millones de seres en la China, pero como Xi, ninguno». En un país que poco a poco moderaba las restricciones impuestas a la individualidad, se consideraba que su labor constituía una influencia constructiva.

Era obvio que a Tsin le obsesionaba el tema de la inmortalidad. No era raro suponer que el hombre que le dio su nombre al país más populoso del orbe, el que construyó la edificación más grande del planeta, temía ser olvidado. Por eso, ordenó erigir más edificaciones monumentales; preservó, o reprodujo para generaciones futuras, el cuerpo y el rostro de cada uno de sus cortesanos; construyó su sepultura y su maqueta del mundo, aún no halladas, y envió sucesivas expediciones al mar en busca del elixir de la vida. Se quejaba amargamente por los gastos que implicaba cada excursión. Una de esas misiones se formó con innumerables barcos de junco, y una tripulación de tres mil hombres y mujeres jóvenes, cuya suerte se desconoce. Nunca pudo encontrarse el agua de la inmortalidad.

Apenas cincuenta años más tarde surge en el Japón la agricultura del arroz y la metalurgia del hierro, adelantos que modificaron profundamente la economía del país y dieron origen a una clase de aristócratas guerreros. Xi argumentaba que el propio nombre japonés del Japón reflejaba a las claras el origen chino de la cultura nipona: la Tierra del Sol Naciente. ¿Adonde habría que haber estado parado — preguntaba — para que el sol saliera sobre Japón? Por eso, el mismo nombre del diario que Ellie acababa de recorrer evocaba, en opinión de Xi, la vida y la época del emperador Tsin. Ellie no pudo dejar de pensar que Tsin hacía parecer a Alejandro Magno un fanfarrón de colegio en comparación. Bueno, casi.

Si a Tsin le obsesionaba la inmortalidad, a Xi le obsesionaba Tsin. Ellie le relató el viaje realizado a la órbita de la Tierra para visitar a Sol Hadden, y ambos llegaron a la conclusión de que, de haber estado vivo el emperador Tsin en las postrimerías del siglo XX, seguramente habría residido en la órbita. Presentó a Xi y a Hadden entre sí mediante videófono, y luego los dejó conversar solos. El excelente inglés que hablaba Xi se había pulido durante su reciente intervención en el traspaso de la colonia de Hong Kong a la República Popular China. Seguían aún charlando cuando el Matusalén se puso, y tuvieron que continuar a través de la red de satélites de comunicaciones en órbita geosincrónica.

Debieron de haber congeniado sobremanera. Poco después, Hadden solicitó que se sincronizara la puesta en marcha de la Máquina de modo que él pudiera encontrarse en lo alto en ese instante. Quería tener a Hokkaido en el foco de su telescopio, dijo, cuando llegara el momento.

— Los budistas, ¿creen, o no, en Dios? — preguntó Ellie, cuando iban a cenar con el abad.

— Según parece, ellos afirman — repuso Vaygay con cierta aspereza — que Dios es tan grande que ni siquiera tiene necesidad de existir.

A medida que avanzaban velozmente por el campo, conversaron sobre Utsumi, abad del famoso monasterio budista del Japón. Unos años antes, en ocasión de conmemorarse el quincuagésimo aniversario de la destrucción de Hiroshima, Utsumi pronunció un discurso que concitó la atención del mundo entero. Tenía buenos contactos con los dirigentes políticos de su país y actuaba como una especie de asesor espiritual del partido gobernante, pero pasaba la mayor parte de su tiempo dedicado a sus ritos monásticos.

— Su padre también fue abad de un monasterio — mencionó Sukhavati.

Ellie enarcó las cejas.

— No te sorprendas tanto, porque tenían permitido contraer matrimonio, como los sacerdotes ortodoxos rusos. ¿No es así, Vaygay?

— Eso fue antes de mi época — respondió él, distraído.

El restaurante estaba enclavado en un bosquecillo de bambúes y se llamaba Ungetsu, la Luna Oculta; de hecho, en ese momento unas nubes ocultaban la luna en el cielo nocturno. Los anfitriones japoneses no habían invitado a otras personas. Ellie y sus compañeros se descalzaron y entraron en el comedor.

El abad tenía la cabeza rasurada y vestía una túnica de color negro y plata. Los saludó en un perfecto inglés coloquial, y su dominio del chino — según le comentó Xi a Ellie — también era discreto. El ambiente era apacible; la conversación, amable. Cada plato que se sirvió era una pequeña obra de arte, una joya comestible. Ellie comprendía que la nouvelle cuisine había tenido su origen en la tradición cultural nipona. Si la costumbre fuera ingerir los alimentos con los ojos vendados, Ellie no se habría sentido molesta. Si, por el contrario, esas exquisiteces fueran sólo para admirar y no llevárselas a la boca, también hubiera quedado satisfecha. El hecho de poder mirarlas, y además comerlas, le resultaba una invitación del cielo.

Ellie estaba ubicada frente al abad, al lado de Lunacharsky. Entre un bocado y otro, la charla terminó centrándose en la misión.

— Pero, ¿por qué nos comunicamos? — preguntó el abad.

— Para intercambiar información — respondió Lunacharsky quien, al parecer, dedicaba toda su atención a los rebeldes palitos chinos.

— Porque nos alimentamos de ella. La información es imprescindible para nuestra supervivencia, puesto que si no la tuviéramos, moriríamos.

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