Para la construcción de un componente, se pedía una serie de reacciones químicas orgánicas particularmente complejas. El producto resultante fue introducido en un recipiente del tamaño de una piscina, que contenía una mezcla de aldehído fórmico y amoníaco. La masa creció, se diferenció y luego permaneció en ese estado. Poseía una complicada red de delgados tubos huecos, a través de los cuales seguramente habría de circular algún líquido. Era coloidal, pulposa y de una tonalidad roja oscura. No producía copias de sí misma, pero era lo suficientemente biológica como para atemorizar a muchos. Al repetirse el proceso, se obtuvo un producto aparentemente idéntico. El hecho de que el producto terminado fuese muchísimo más complicado que las instrucciones seguidas para su elaboración, era todo un misterio. La masa orgánica no se movió de su sitio, sino que permaneció estática. Su ubicación ulterior sería dentro del dodecaedro, en el sector contiguo superior e inferior a la cabina de la tripulación.
Se estaban elaborando maquinarias idénticas en los Estados Unidos y la Unión Soviética. Ambos países prefirieron realizar la construcción en sitios apartados, no tanto para proteger a la población contra posibles efectos perniciosos, sino más bien para controlar el acceso del periodismo, de los curiosos y los que se oponían a la construcción.
Estados Unidos eligió fabricar la Máquina en Wyoming, y la Unión Soviética, en una zona próxima a los Cáucasos, en la república de Uzbek. Se instalaron nuevos establecimientos fabriles en las cercanías de los lugares de montaje. Cuando los componentes podían elaborarse en fábricas ya existentes, la producción se dispersaba en gran medida. Un subcontratista de artículos ópticos de Jena, por ejemplo, producía y ponía a prueba ciertos componentes destinados tanto a la Máquina norteamericana como a la soviética.
Se temía que el hecho de someter un componente a un ensayo no autorizado por el Mensaje pudiera destruir alguna simbiosis sutil de la totalidad de los componentes al ponerse en funcionamiento la Máquina. Una importante subestructura de la Máquina eran tres cápsulas esféricas concéntricas, exteriores, que debían girar a alta velocidad. Si a una de dichas cápsulas se la sometía a una prueba no autorizada, ¿funcionaría luego correctamente al ser ensamblada en la máquina? Y por el contrario, si no se la ponía a prueba, ¿funcionaría después a la perfección?
El principal contratista norteamericano para la construcción de la Máquina era Hadden.
Su dueño prohibió que se practicara ninguna prueba no autorizada y ordenó que se cumplieran al pie de la letra las instrucciones del Mensaje. A sus empleados les sugería que obraran como los nigromantes del medievo, que interpretaban con precisión las palabras de un hechizo mágico: «No se atrevan siquiera a pronunciar mal una sílaba», les advertía.
Faltaban, según qué doctrina calendaria o escatológica uno prefiriera, dos años para el Milenio. Era tanta la gente que se «retiraba», preparándose para el Fin del Mundo o la Venida — o ambas cosas — que en algunas industrias se notaba la falta de mano de obra cualificada. Una de las claves del éxito obtenido por los norteamericanos hasta ese momento residía en la firme decisión de Hadden de reestructurar su plantel de operarios para que la fabricación de la Máquina alcanzara un óptimo nivel.
Sin embargo, también Hadden se había «retirado», toda una sorpresa teniendo en cuenta las conocidas opiniones del inventor de Predicanex. «Los milenaristas me volvieron ateo», afirmó. Sus empleados aseguraban que las decisiones fundamentales seguía tomándolas él. Sin embargo, la comunicación con Hadden se realizaba mediante una rápida telerred asincrónica: sus subordinados dejaban los informes sobre el progreso de la construcción, los pedidos de autorización y preguntas de cualquier índole en una caja cerrada de un popular servicio de telerred científica, y recibían las respuestas en otra caja similar. El sistema era insólito, pero daba resultado. A medida que se iban resolviendo las etapas más complejas y la Máquina comenzaba ya a tomar forma, cada vez se tenían menos noticias de Hadden. Los ejecutivos del Consorcio Mundial empezaron a preocuparse, pero luego de una larga charla con Hadden, mantenida en un sitio no revelado, regresaron mucho más tranquilos. Nadie más conocía el paradero del industrial.
El arsenal mundial descendió a menos de tres mil doscientas armas nucleares por primera vez desde mediados de la década de 1950. Se notaba un adelanto en las conversaciones multilaterales vinculadas con los aspectos más difíciles del desarme.
Aparte, al utilizar nuevos sistemas automáticos para verificar el cumplimiento del tratado, había perspectivas alentadoras de una mayor reducción de armamentos. El proceso había generado una suerte de impulso propio en la mente tanto de los expertos como del público. Como ocurre en toda carrera armamentista, cada potencia procuraba marchar al mismo ritmo que la otra, pero en este caso la diferencia estaba en que se trataba de disminuir la cantidad de armas. En términos prácticos militares, no habían renunciado a mucho ya que conservaban la capacidad de destruir la civilización planetaria. No obstante, en el optimismo con que se miraba el futuro y en las esperanzas que se cifraban sobre la nueva generación, ya era notable lo que se había logrado. Quizá debido a los inminentes festejos mundiales del Milenio, tanto seculares como canónicos, también había decaído enormemente la cantidad de conflictos bélicos anuales entre los países.
«La Paz de Dios», la denominó el cardenal arzobispo de Ciudad de México.
En Wyoming y Uzbekistán se crearon nuevas industrias, al tiempo que surgían ciudades enteras. Desde luego, el costo recaía en forma desproporcionada sobre los hombros de los países industrializados, pero el costo prorrateado por cada habitante del planeta era de aproximadamente cien dólares por año. Para un cuarto de la población mundial, cien dólares representaban una parte considerable de su ingreso anual. Aunque la inversión de dinero en la Máquina no producía bienes ni servicio directos, se la consideraba un excelente negocio puesto que daba impulso a nuevas tecnologías.
En opinión de muchos, se avanzaba con demasiada prisa, y era menester comprender acabadamente cada paso antes de iniciar el siguiente. ¿Qué importaba, decían, que la fabricación de la Máquina se realizara en el curso de varias generaciones? La posibilidad de repartir los costos en varias décadas aliviaría, según ellos, los problemas económicos que acarreaba a los países la construcción. Se trataba, desde cualquier punto de vista, de un consejo prudente pero difícil de llevar a la práctica. ¿Acaso podía elaborarse un solo componente de la Máquina? En todo el mundo, científicos e ingenieros pretendían que se les diera rienda suelta al encarar aspectos de la fabricación para los cuales estaban capacitados.
Algunos temían que, si no se obraba con rapidez, jamás habría de construirse la Máquina. La Presidenta de los Estados Unidos y el Premier soviético se habían comprometido a llevar a cabo la tarea, pero nadie podía garantizar que sus sucesores respetaran el convenio. Además, por motivos personales muy comprensibles, los que estaban a cargo del proyecto deseaban verlo terminado mientras ellos conservaran aún cargos de responsabilidad. Había quienes percibían cierta urgencia intrínseca en un Mensaje propalado en tantas frecuencias, durante tanto tiempo. No se nos pedía que fabricáramos una Máquina cuando estuviéramos listos, sino en ese preciso momento.
Como todos los subsistemas de la etapa inicial se basaban en tecnologías elementales que se describían en la primera parte de la cartilla, pudieron aprobarse los ensayos prefijados. Sin embargo, al ponerse a prueba los subsistemas posteriores, más complejos, se advirtieron algunas fallas. Si bien eso sucedió en ambos países, fue más frecuente en la Unión Soviética. Dado que nadie sabía cómo funcionaban los componentes, por lo general resultaba imposible identificar la falla en el proceso de elaboración. En algunos casos, eran dos fabricantes distintos los que construían en forma paralela los componentes, compitiendo por una mayor velocidad y precisión. Si había dos componentes, y ambos habían aprobado las necesarias pruebas, cada nación se inclinaba por elegir el producto nacional. Por lo tanto, las Máquinas que se construían en los dos países no eran absolutamente idénticas.
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