que la resurrección. ¿Saben ellos cómo pasar un buen momento, o no?
SEGUNDA PARTE — LA MÁQUINA
Al exhibir los principios de la ciencia en la estructura del universo el Todopoderoso invita al hombre al estudio y la imitación. Es como si les hubiera dicho a los habitantes de este mundo que llamamos nuestro: «He hecho una tierra para que allí viva el hombre, he vuelto visibles los cielos estrellados para enseñarle la ciencia y las artes. Ahora él deberá procurar su propio bienestar y aprender de mi munificencia para con todos, a practicar el bien con el prójimo».
THOMAS PAINE La Edad de la Razón (1794)
Capítulo diez — La precesión de los equinoccios
Al sostener que existen los dioses, ¿no será que nos engañamos con mentiras y sueños irreales, siendo que sólo el azar y el cambio mismo controlan el mundo?
EURÍPIDES Hécuba
Todo salió distinto. Ellie supuso que Palmer Joss se presentaría en las instalaciones de Argos, que iba a observar la señal que recogían los radiotelescopios y la enorme sala llena de cintas y discos magnéticos donde se almacenaban los datos de varios meses.
Seguramente haría varias preguntas científicas y luego examinaría algunos de los innumerables impresos de computadoras en los que, con abundancia de ceros y unos, se exhibía el aún incomprensible Mensaje. Nunca pensó que habría de pasarse horas enteras discutiendo sobre filosofía o teología. Sin embargo, Joss se negó a viajar a Argos ya que lo que le interesaba analizar no eran cintas magnéticas, dijo, sino la personalidad humana. Peter Valerian habría sido el ideal para el debate por tratarse de un hombre sencillo, con facilidad para la comunicación y avalado por una profunda fe cristiana. Sin embargo, la Presidenta había rechazado la idea puesto que deseaba una pequeña reunión, con la expresa asistencia de Ellie.
Joss insistió en que el encuentro se realizara en el Centro de Estudios Bíblicos de Modesto (California), donde se hallaban en estos momentos. Ellie posó sus ojos en Der Heer y luego en la pared divisoria de vidrio que separaba la biblioteca de la sala de exposiciones. Allí vio una impresión en piedra arenisca de las pisadas de un dinosaurio del río Rojo entremezcladas con huellas de peatones en sandalias, lo cual demostraba, según se aseguraba en un cartelito indicador, que el dinosaurio y el hombre eran contemporáneos, al menos en Texas. También parecían estar incluidos los fabricantes de zapatos del mesozoico. El cartel apuntaba a una conclusión: que la teoría de la evolución era un engaño. No se mencionaba, según notó Ellie, la opinión de muchos paleontólogos en el sentido de que la impresión en piedra arenisca era falsa. Las huellas entremezcladas formaban parte de una amplia exhibición que llevaba por título «El Error de Darwin». A la izquierda había un péndulo de Foucault que probaba la aseveración científica — ésta, al parecer, no discutida — de que la Tierra gira. A la derecha, Ellie alcanzaba a ver parte de una pieza de holografía matsuyita en el podio de un pequeño teatro, desde donde las imágenes tridimensionales de los más eminentes sacerdotes podían comunicarse con los fieles.
En ese instante, el que se comunicaba con ella en forma mucho más directa era el reverendo Billy Jo Rankin. Ellie no supo hasta el último momento que Joss había invitado a Rankin, lo cual la sorprendió. Ambos tenían una antigua controversia teológica acerca de si se aproximaba una Venida, si este advenimiento necesariamente llegaría acompañado por el Juicio Final y respecto del papel que desempeñaban los milagros en la predicación, entre otras cosas. No obstante, en épocas recientes habían efectuado una muy publicitada reconciliación, según ellos, para el bien de la comunidad fundamentalista de Norteamérica. Los indicios de un acercamiento entre los Estados Unidos y la Unión Soviética producían efectos mundiales en cuanto al arbitraje de disputas. El hecho de realizar la reunión en ese sitio probablemente fuera el precio que Palmer Joss había tenido que pagar en aras de la reconciliación. Cabía suponer que, para Rankin, los objetos en exhibición servirían de sustento para su posición si se llegaban a tratar temas científicos. Al cabo de dos horas de debate, sin embargo, Rankin alternaba entre un tono reprobatorio y de súplica. Llevaba un traje de perfecto corte, las uñas arregladas, y su amplia sonrisa contrastaba con el aspecto más descuidado de Joss. Éste, con apenas una sonrisita en su rostro, tenía los ojos entrecerrados y la cabeza baja, en aparente actitud de oración. Hasta ese momento, casi no había intervenido en la conversación. Los conceptos vertidos por Rankin no diferían demasiado, en cuanto a doctrina, de la disertación televisiva de Joss.
— Ustedes, los científicos, son muy tímidos — decía en ese instante Rankin —. Al leer el título de sus artículos, uno nunca se entera del contenido. El primer trabajo de Einstein sobre la teoría de la relatividad se llamaba «La Electrodinámica de los Cuerpos en Movimiento». No: E = mc2. No, señor. «La Electrodinámica de los Cuerpos en Movimiento.» Yo supongo que si Dios se apareciera ante un grupo de científicos, quizás en uno de esos multitudinarios congresos profesionales, publicarían una nota titulada «Sobre la Combustión Dendriforme Espontánea en el Aire». Seguramente aportarían gran cantidad de ecuaciones; hablarían sobre la «economía de hipótesis», pero jamás mencionarían ni una palabra acerca de Dios.
«Porque ustedes, los científicos, son demasiado escépticos. — A juzgar por la forma en que movió la cabeza hacia un lado Ellie supuso que esa afirmación también incluía a Der Heer —. Dudan de todo, o al menos lo intentan. Siempre quieren verificar si las cosas son lo que denominan «verdades». Pero por verdadero entienden sólo lo empírico, lo que se puede ver y tocar. En su mundo, no queda lugar para la inspiración ni la revelación.
Desde el comienzo, descartan todo lo que pueda tener que ver con la religión. Yo desconfío de los científicos porque ellos a su vez desconfían de todo.
A pesar de sí misma, a Ellie le pareció que Rankin había expuesto bien su posición. Y pensar que a él se le consideraba el más tonto de los modernos evangelistas del vídeo.
«No, no es el tonto», se corrigió; «es el que toma por tontos a sus feligreses». ¿Debía responderle? Tanto Der Heer como los anfitriones del museo estaban grabando la sesión, y si bien ambos grupos habían acordado de antemano que no se daría un uso público de las grabaciones, Ellie no sabía si debía expresar sus opiniones por miedo a hacerle pasar vergüenza a la Presidenta. Sin embargo, las palabras de Rankin se habían vuelto ultrajantes, y no había el menor indicio de reacción por parte de Joss ni de Der Heer.
— Supongo que usted pretende una réplica — sostuvo Ellie —. No existe una postura científica «oficial» respecto de ninguna de estas cuestiones, y no puedo permitirme hablar por todos los científicos, ni siquiera por los que intervienen en el proyecto Argos. Sí puedo hacer algunos comentarios, si lo desea.
Rankin asintió enérgicamente, con una sonrisa de aliento. Joss se limitó a aguardar.
— Quiero que comprenda que no estoy atacando las creencias de nadie. En lo que a mí respecta, usted tiene todo el derecho de apoyar la doctrina de su agrado, por más que se pueda demostrar su falacia. Muchas de las cosas que sostienen usted y el reverendo Joss — vi su charla por televisión hace unas semanas — no pueden descartarse de un plumazo; por el contrario, va a costarme un poco rebatirlas. Pero permítame explicar por qué las considero improbables.
«Hasta ahora», pensó Ellie, he sido un modelo de mesura.
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