Ken obligó a una hermosa oruga azul a trepar a una ramita. El animal caminó con paso ágil, su cuerpo iridiscente ondulándose por el movimiento de sus catorce pares de patas.
Al llegar al extremo de la varita se sostuvo con sus cinco últimos segmentos y se aventuró en el aire en un intento por encontrar donde sostenerse. Al no tener éxito, giró en redondo para desandar varios pasos. Der Heer luego sostuvo el palito por la otra punta, de modo que cuando la oruga llegó al extremo, de nuevo no pudo avanzar más. Al igual que muchos mamíferos carnívoros enjaulados, empezó a ir y venir, según le pareció a Ellie, cada vez con mayor resignación. Sintió pena por la pobre criatura, por más que se tratara de una plaga que arruinaba las cosechas de cebada.
— ¡Qué maravilloso programa tiene este bichito en la cabeza! — exclamó él —. Siempre le da resultado. Es el software más perfecto. Se da mafia para no caerse nunca. El palito realmente está suspendido en el aire, y eso la oruga jamás lo vive en la naturaleza porque la ramita siempre está conectada a algo. ¿Nunca pensaste, Ellie, cómo sería tener ese programa en la cabeza, darte cuenta en forma espontánea de lo que debes hacer al llegar al final de la ramita? ¿Te preguntarías por qué sabes que debes extender tus diez patas delanteras en el aire pero al mismo tiempo aferrarte con fuerza con las otras dieciocho?
Ellie inclinó levemente la cabeza para observarlo a él, no a la oruga. Ken parecía no tener el menor problema de imaginarla a ella como un insecto. Trató de responder con naturalidad, sin olvidar que, para él, se trataba de un asunto interés profesional.
— ¿Qué vas a hacer ahora con la oruga?
— Voy a ponerla de nuevo en el césped. ¿Qué otra cosa podría hacer?
— Algunos quizá la matarían.
— Es difícil matar a una criatura una vez que ésta te ha demostrado su inteligencia. — No soltó la ramita con el insecto.
Siguieron caminando un rato en silencio, pasando frente a los casi cincuenta y cinco mil nombres grabados en el granito negro.
— Todo gobierno que se prepara para la guerra pinta a sus adversarios como monstruos — comentó Ellie —. No quieren que uno los vea como seres humanos. Si el enemigo no puede pensar ni sentir, no vacilaremos en darle muerte. Y matar es muy importante. Es preferible, entonces, verlos como monstruos.
— Eh, mira esta belleza — exclamó él —. Obsérvala atentamente.
Ellie trató de contener el asco para examinar el insecto con los ojos de Ken.
— Mira lo que hace. Si fuera tan grande como tú o yo, aterrorizaría a todo el mundo.
Sería un verdadero monstruo, ¿no? Pero es pequeña. Se alimenta de hojas, no molesta a nadie y añade un poco de hermosura a la naturaleza.
Ellie le tomó la mano que no tenía ocupada con la oruga, y continuaron paseando en silencio junto a las hileras de nombres, inscritos en orden cronológico de fallecimiento.
Desde luego, eran sólo las bajas de los norteamericanos. No existía un monumento semejante en todo el planeta, salvo en el corazón de sus familiares y amigos, para conmemorar a los dos millones de asiáticos que también habían muerto en la lucha. En los Estados Unidos, el comentario que más se oía respecto de la guerra era acerca del debilitamiento militar debido a causas políticas, explicación del mismo tenor psicológico que la «puñalada en la espalda» con que los militaristas alemanes pretendían justificar su derrota en la Primera Guerra Mundial. La guerra de Vietnam era una pústula en la conciencia nacional que ningún presidente había tenido el coraje de extirpar. (La subsiguiente política adoptada por la República Democrática de Vietnam no facilitó en nada la tarea.) Ellie recordaba lo habitual que era oír a los soldados norteamericanos referirse a sus adversarios vietnamitas llamándolos «mugrientos», «ojos torcidos» o cosas peores. ¿Seríamos capaces de alcanzar la próxima etapa de la historia humana sin erradicar primero esta tendencia a deshumanizar al adversario?
En la vida diaria, Der Heer no hablaba como académico. Si alguien lo encontraba en el quiosco de la esquina comprando el periódico, jamás se daría cuenta de que era un hombre de ciencia. No había perdido su acento de las calles de Nueva York. Al principio, a sus colegas les resultaba divertida la incongruencia que había entre su lenguaje y la calidad de sus trabajos científicos. Después, a medida que lo conocían mejor como persona y como investigador, tomaban su manera de hablar sólo como una peculiaridad suya.
Tardaron en darse cuenta de que se estaban enamorando, pese a lo obvio que era para los demás. Unas semanas antes, cuando se hallaba aún en Argos, Lunacharsky comenzó a despotricar contra la irracionalidad del lenguaje. Esta vez le tocó el turno al inglés norteamericano.
— Ellie, ¿por qué la gente dice «cometer nuevamente el mismo error»? ¿Qué le agrega «nuevamente» a la oración? ¿Y acaso no es cierto que burn up y burn down* significan lo mismo?
Asintió con desgana. Más de una vez le había oído quejarse ante sus colegas soviéticos por las incoherencias del idioma ruso y estaba segura de que lo mismo le oiría respecto del francés en la conferencia de París. Ella aceptaba de buen grado que los idiomas tuvieran ciertos rasgos poco felices, pero pensando que se habían formado a partir de tantas fuentes, como respuesta a tantas presiones, sería un milagro que fuesen del todo coherentes y precisos. No obstante, como a Vaygay le gustaba tanto despotricar, por lo general no solía polemizar con él.
— Tomemos también esta frase: estar enamorado «de la cabeza a los pies» — continuó él —. Es una expresión muy común, ¿verdad? Pero es exactamente al revés. Lo habitual es que uno esté con la cabeza sobre los pies. Cuando nos enamoramos, nos sentimos trastocados, ¿no? Tú deberías saber bien lo que se siente al enamorarse. Sin embargo, la persona que acuñó la expresión no conocía el amor. Suponía que uno anda caminando como siempre, en vez de sentirse flotando boca abajo en el aire, como la obra de ese pintor francés… ¿cómo se llamaba?
— Era ruso — respondió Ellie. Marc Chagall le daba en ese momento oportunidad de escapar de una conversación que se estaba volviendo densa. Más tarde Ellie se preguntó si Vaygay le estaría tomando el pelo o sólo deseaba sonsacarle una respuesta. Quizás hubiese reconocido en forma inconsciente los fuertes lazos que la unían con Der Heer.
La actitud algo esquiva de Der Heer tenía una explicación. Él era un asesor presidencial que le estaba dedicando una enorme cantidad de tiempo a un tema inédito, delicado. Por tanto, enamorarse de una de las principales ejecutoras de la idea constituía un riesgo. Como la Presidenta esperaba de él un juicio imparcial, debía ser capaz de recomendar cursos de acción que Ellie no deseara, e incluso propiciar que se rechazaran medidas propuestas por ella. En cierto sentido, el hecho de enamorarse de Ellie comprometería su eficacia.
Para ella, la situación era aún más complicada. Antes de adquirir la respetabilidad que le confería el cargo de directora de un importante observatorio, había tenido varias parejas. Si bien llegó a sentirse enamorada, jamás la tentó la idea del matrimonio.
Recordaba vagamente un cuarteto — ¿era de William Butler Yeats? — que en otras épocas utilizó para consolar a sus desdichados amantes porque, como siempre, ella decidía poner fin a la relación.
Dices que no hay amor, mi amor, a menos que dure para siempre.
Tonterías; hay episodios mucho mejores que la obra entera.
No se olvidaba de lo encantador que era John Staughton cuando cortejaba a su madre y lo rápido que abandonó esa pose no bien se convirtió en su padrastro. Después de casarse con un hombre, éste podía sacar a luz una personalidad de monstruo, hasta ese entonces oculta. Pensó que sus propias inclinaciones románticas la volvían vulnerable.
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