Encendiendo un nuevo cigarrillo con la colilla del anterior prosiguió Vaygay.
— Hay algo más que decir. Se trata apenas de una teoría, ni siquiera tan factible como la idea de que el Mensaje habrá de repetirse, idea que muy adecuadamente el profesor Valerian definió como una conjetura. Normalmente yo no me inclinaría por manifestar semejante hipótesis tan al comienzo, pero si fuera válida, habría que ir pensando de inmediato en futuras medidas. No tendría coraje para plantear esta posibilidad si el académico Arkhangelsky no hubiese llegado a la misma conclusión. Él y yo hemos discrepado respecto del corrimiento al rojo de los cuasar, respecto de la física del cuar en las estrellas de neutrón… muchas veces no hemos coincidido. Debo reconocer que en ocasiones tenía razón él, y a veces yo. Tengo la sensación de que casi nunca hemos estado de acuerdo en la etapa teórica de ningún tema. Sin embargo, en esto pensamos igual.
— Genrik Dmit'ch, ¿por qué no explica por favor?
Arkhangelsky parecía tolerante, casi divertido. Hacía años que tenía con Lunacharsky una rivalidad personal, traducida en acaloradas discusiones científicas y una celebrada controversia acerca del apoyo que debía prestársele a la investigación soviética sobre la fusión.
— Nosotros suponemos que el Mensaje contiene las instrucciones para fabricar una máquina. Por supuesto, no sabemos cómo hacer para descifrarlo, pero la prueba está en las referencias internas. Les doy un ejemplo. En la página 15441 hay una clara alusión a una página anterior, la 13097, que, por suerte, tenemos. Esta última página se recibió aquí, en Nuevo México, y la primera en nuestro observatorio de Tashkent. En la página 13097 hay otra referencia a algo que no conocemos porque en esa época no cubríamos todas las longitudes. Hay muchos casos de estas citas de páginas anteriores. En general, y esto es lo importante, vienen instrucciones complicadas en la página reciente, y otras más sencillas en la anterior. En un caso hay, en una sola página, ocho citas de material previo.
— A lo mejor — sugirió Ellie — son ejercicios matemáticos que se resuelven graduando progresivamente las dificultades. También podría ser una novela — deben de vivir una existencia mucho más larga que la nuestra — en la que los hechos se relacionen con las experiencias de la niñez, o como fuere que se llame en Vega el primer período de vida.
Tal vez sea incluso un manual religioso.
— Los Diez Millones de Mandamientos — acotó Der Heer, riéndose.
— Sí, puede ser — admitió Lunacharsky mirando por la ventana por entre una nube de humo. Los telescopios parecían contemplar anhelantes el firmamento —. Pero observando el esquema de tantas citas, convendrán conmigo en que se asemejan más a un manual de instrucciones para fabricar una máquina que quién sabe para qué será.
Capítulo nueve — Lo sobrenatural
El asombro es la base de la adoración.
THOMAS CARLYLE Sartor Resartus (1833-34)
Sostengo que el sentimiento religioso cósmico es la motivación más fuerte y noble para la investigación científica.
ALBERT EINSTEIN Ideas y Opiniones (1954)
Recordaba el momento exacto en que, en uno de sus numerosos viajes a Washington, se dio cuenta de que estaba enamorándose de Ken der Heer.
Los arreglos para una reunión con Palmer Joss estaban retrasándose una eternidad. Al parecer, Joss era reacio a visitar las instalaciones de Argos. Lo que le interesaba, decía, era la impiedad de los científicos, no la interpretación que ellos dieran del Mensaje, y para indagar en su personalidad era preciso reunirse en terreno más neutral. Ellie estaba dispuesta a ir a cualquier lado y un asesor especial de la Presidenta se había hecho cargo de las negociaciones. No debía asistir ningún otro radioastrónomo pues la Presidenta deseaba que concurriese sólo Ellie.
Ellie por su parte también esperaba el momento en que debería viajar a París con motivo de la primera reunión del Consorcio Mundial para el Mensaje. Ella y Vaygay coordinaban el programa de recolección de datos en el mundo entero. Como la recepción de la señal se había vuelto una tarea ya de rutina, con sorpresa comprobó que le quedaba cierto tiempo libre. Se propuso tener una larga conversación con su madre y no perder la serenidad por más que ella la provocara. Tenía una cantidad impresionante de correspondencia para poner al día, no sólo felicitaciones o críticas de colegas, sino también exhortaciones religiosas, teorías pseudocientíficas propuestas con una gran confianza y cartas de admiradores de todo el mundo. Hacía meses que no leía The Astrophysical Journal, aunque era autora de uno de los últimos trabajos, el artículo más extraordinario jamás editado en tan augusta publicación. La señal de Vega era tan potente que muchas personas, cansadas ya de ser radioaficionados, habían empezado a construir sus pequeños radiotelescopios y analizadores de señales propios. En la primera etapa de recepción del Mensaje, ellos habían encontrado datos interesantes, y a Ellie seguían acosándola aficionados que creían haber descubierto información desconocida por los profesionales del SETI. Ella se sentía obligada a escribirles cartas de aliento. Había también en Argos otros meritorios programas de radioastronomía — la exploración de los cuasar, por ejemplo — a los que había que prestar atención. Sin embargo, pese a todo, pasaba la mayor parte de su tiempo con Ken.
Desde luego, era obligación suya suministrar al asesor presidencial todos los datos vinculados con el proyecto Argos, puesto que la Presidenta debía contar con la información más completa posible. Ojalá los mandatarios de otras naciones, pensaba ella, estuvieran tan enterados sobre todo lo atinente a Vega como lo estaba la Presidenta de los Estados Unidos. Si bien no tenía estudios de ciencia, la Presidenta sentía un gusto genuino por la materia, y estaba dispuesta a apoyar a la ciencia no sólo por sus beneficios prácticos, sino, al menos en parte, por el placer de saber. Lo mismo había ocurrido con anteriores dirigentes norteamericanos desde James Madison y John Quincy Adams.
Así y todo, llamaba la atención la cantidad de tiempo que Der Heer podía pasar en Argos. Dedicaba una hora o más al día a comunicarse con su Oficina de Ciencia y Política Tecnológica, de Washington, pero el resto del tiempo se limitaba a… andar por ahí.
Investigaba el mecanismo del sistema de computación o visitaba los radiotelescopios. A veces se le veía acompañado por algún colaborador de Washington, aunque en general iba solo. Ellie lo divisaba por la puerta abierta del despacho que le habían asignado, con las piernas sobre el escritorio, leyendo algún informe o hablando por teléfono. La saludaba alegremente con la mano y seguía con lo suyo. Solía encontrarlo dialogando con Drumlin o Valerian, pero también con los técnicos y las secretarias, quienes en más de una ocasión lo habían descrito como «encantador».
Der Heer le planteaba muchas preguntas también a Ellie. Al principio eran puramente técnicas y programáticas, pero muy pronto comenzaron a incluir una amplia gama de previsibles acontecimientos futuros, y más tarde, meras especulaciones. Daba la impresión de que hablar sobre el proyecto era tan sólo un pretexto para estar juntos.
Una hermosa tarde de otoño en Washington, la Presidenta tuvo necesidad de postergar una reunión del Grupo de Tareas para Contingencias Especiales debido a una crisis de política internacional. Después de haber llegado desde Nuevo México, y al enterarse de que les quedaban varias horas libres, Ellie y Der Heer decidieron visitar el Memorial de Vietnam, diseñado por Maya Ying Lin, cuando ella no se había graduado aún de arquitecta en Yale. Rodeados de tan doloroso recordatorio de una guerra sin sentido, a Der Heer se le notaba inadecuadamente alegre, lo cual le hizo pensar a Ellie una vez más si no tendría fallas de carácter. Un par de guardaespaldas, con invisibles audífonos, los seguían a una distancia prudencial.
Читать дальше