Carl Sagan - Contacto

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Contacto: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela trata sobre lo que podría ser el contacto con una cultura extraterrestre inteligente, sobre cómo se vería afectada la especie humana al conocer que no estamos solos en el universo, lo que sería un gran cambio en la historia de la humanidad. La protagonista, Eleanor
Arrowayw, dirige el proyecto Argus del SETI, dedicado a captar emisiones de radio provenientes del espacio.
Un día, sus radiotelescopios captan una señal compuesta por una serie de números primos, lo que se considera evidencia de una inteligencia extraterrestre. La señal, además, contiene instrucciones para construir una compleja máquina. Una vez construida, cinco tripulantes, incluida la propia Ellie, son transportados a través de varios agujeros de gusano (ellos creen que es por medio de agujeros negros) a un punto en el centro de la Vía Láctea, específicamente en la constelación de Lyra y en Vega donde se reúnen con extraterrestres que adoptan la forma de un ser querido para cada uno de ellos.
Al volver a la Tierra, descubren que su viaje apenas ha durado veinte minutos de tiempo real, y que no quedan pruebas grabadas, por lo que son acusados de fraude y sometidos a frecuentes interrogatorios.
En una especie de epílogo, Ellie actuando según una sugerencia de los emisores de la señal, trabaja en un programa para encontrar patrones ocultos en los decimales del número pi. Finalmente encuentra oculto en la representacion en base 11 un patrón especial en el que los números dejan de variar de forma aleatoria y comienzan a aparecer unos y ceros en una secuencia. La única forma de ocultar semejante mensaje en pi es que el propio creador del universo lo hubiera hecho. Por lo que Ellie empieza una nueva búsqueda análoga al SETI en el aparente ruido de los números irracionales. Esta parte de la trama fue completamente omitida en el film realizado sobre la novela.

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Asombrosamente, el pequeño número de Joss comenzó a dejar pingües ganancias para la feria.

Un día estaba demostrando al público la colisión de la India con Asia y el consiguiente plegamiento que dio origen a los montes Himalaya cuando, del cielo azul, cayó un rayo que le dio muerte. Había habido tornados en el sudeste de Oklahoma y extrañas manifestaciones meteorológicas en todo el sur. Joss experimentó con toda lucidez la sensación de abandonar su cuerpo — tristemente desplomado sobre la tarima cubierta de aserrín, observado con asombro por la escasa concurrencia —, y de elevarse en una suerte de largo túnel oscuro que lentamente se dirigía hacia una luz brillante. En medio del resplandor distinguió una figura de heroicas, y por cierto divinas, proporciones.

Al despertarse, una parte de sí sintió desilusión por el hecho de estar vivo. Se hallaba tendido en un catre, en un dormitorio de modesto mobiliario. Sobre él se inclinaba el reverendo Billy Jo Rankin, no la persona posteriormente conocida por ese nombre sino su padre, venerable predicador de los últimos años del siglo XX.

En un segundo plano, a Joss le pareció distinguir una decena de siluetas encapuchadas que entonaban el Kyrie Eleison, pero no estaba muy seguro.

— ¿Voy a vivir o morir? — preguntó el joven en un susurro.

— Las dos cosas, hijo mío — le respondió el reverendo.

Muy pronto tuvo la impresión de que comenzaba a descubrir la existencia del mundo.

Pero en cierto sentido esa sensación se oponía a la imagen beatífica que antes había contemplado, y la infinita felicidad que esa imagen presagiaba. Percibía ambas sensaciones en pugna dentro de su pecho. En varias ocasiones, a veces en la mitad de una oración, tomaba conciencia de alguna de las dos sensaciones. Al cabo de un tiempo, sin embargo, aprendió a convivir con ambas.

Realmente había estado muerto, le aseguraron con posterioridad. Un médico lo declaró muerto. Pero los demás oraron por él, entonaron himnos e incluso trataron de revivirlo con masajes (principalmente en la zona de Mauritania), y le devolvieron la vida. Literalmente había renacido. Dado que la explicación encajaba tan bien con su propia percepción de la experiencia, aceptó de buen grado el relato, convencido de lo importante que había sido el suceso. No había muerto por nada. Había resucitado para algo.

Bajo la tutela de su protector, comenzó a estudiar las Escrituras. Lo conmovió enormemente la idea de la resurrección y la doctrina de la salvación.

Al principio ayudaba al reverendo Rankin en tareas menores, y con el tiempo llegó a reemplazarlo cuando le tocaba ir a predicar a los sitios más lejanos, en especial cuando el joven Billy Jo Rankin partió rumbo a Odessa (Texas) respondiendo a la llamada de Dios.

Muy pronto Joss encontró su propio estilo oratorio. Con un lenguaje sencillo y metáforas comunes, explicaba el bautismo y la vida en el más allá, la relación entre la revelación cristiana y los mitos de la Grecia y la Roma clásicas, la idea del plan de Dios para el mundo y la concordancia entre la ciencia y la religión cuando a ambas se las entendía como corresponde. No era una predicación convencional — quizá demasiado ecuménica para el gusto de muchos —, pero sí misteriosamente popular.

— Como tú has renacido, Joss — le dijo un día Rankin —, tendrías que cambiarte de identidad, pero Palmer Joss es un nombre tan adecuado para un predicador, que sería muy tonto no conservarlo.

Al igual que los médicos y los abogados, los vendedores de religión no suelen criticar la mercancía de sus colegas, observó Joss. No obstante una noche concurrió a una iglesia a escuchar a Billy Jo Rankin hijo, que gloriosamente había regresado de Odessa y tenía que dirigir una homilía ante una multitud. Billy enunciaba una severa doctrina de recompensa, castigo y éxtasis. Sin embargo, esa noche estaba destinada a las curaciones. El instrumento de curación — según se le dijo a la feligresía — era la más santa de las reliquias, más sagrada que una astilla de la verdadera cruz, incluso que el hueso del brazo de Santa Teresa de Ávila que el generalísimo Francisco Franco guardaba en su despacho para intimidar a los piadosos. Lo que Billy Jo Rankin exhibía era, ni más ni menos, el líquido amniótico que había rodeado a Nuestro Señor, cuidadosamente conservado en un antiguo recipiente de barro que perteneció — se decía — a Santa Ana.

La más mínima gota de ese líquido, prometía el reverendo, servía para sanar todas las dolencias mediante un acto especial de la gracia divina. Esa noche estaba ahí presente la más bendita de las aguas.

Joss quedó anonadado, no tanto por el hecho de que Rankin fraguara un engaño tan obvio, sino porque los fieles fueran tan crédulos como para aceptarlo. En su vida anterior, había presenciado numerosos intentos de estafar al público. Pero aquello era entretenimiento, y esto, supuestamente, religión. La religión era demasiado importante para colorear la verdad, y mucho menos para inventar milagros. Así, pues, se consagró a denunciar esa mentira desde el pulpito.

A medida que crecía su fervor, comenzó a denostar otras formas desviadas del fundamentalismo cristiano, incluso a los aspirantes a herpetólogos que ponían a prueba su fe acariciando víboras para cumplir con el precepto bíblico según el cual los puros de corazón no deben temer al veneno de las serpientes. En un sermón que fue ampliamente citado, parafraseó a Voltaire. Nunca pensó — sostuvo — que conocería clérigos tan venales como para prestar su apoyo a los blasfemos para quienes el primer sacerdote había sido el primer delincuente que se topó con los dedo en el aire.

Joss aseguraba que cada culto tenía una línea doctrinaria que no había que sobrepasar para no insultar la inteligencia de los creyentes. Las personas sensatas quizá no se pusieran de acuerdo respecto de dónde debía trazarse tal línea, pero las religiones se excedían en su marcación, y eso constituía un riesgo. La gente no era tonta, decía. El día antes de morir, cuando ponía sus asuntos en orden, el mayor de los Rankin le mandó a avisar a Joss que no quería volver a verlo jamás.

Al mismo tiempo, Joss comenzó a predicar que tampoco la ciencia tenía todas las respuestas. Encontraba puntos débiles en la teoría de la evolución. Según su parecer, las cosas que los científicos no podían explicarse, las barrían debajo de la alfombra. No tenían cómo probar que la Tierra tuviese cuatro mil seiscientos millones de años de antigüedad. Nadie había visto suceder la evolución ni nadie había marcado el tiempo desde la creación.

Tampoco se había demostrado la teoría de la relatividad, de Einstein, quien había asegurado que es imposible viajar a más velocidad que la de la luz. ¿Cómo lo supo? ¿A qué velocidad cercana a la luz había viajado él? La relatividad era sólo un modo de entender el mundo. Einstein no podía poner límites a lo que el hombre fuese capaz de hacer en el futuro. Y por cierto, tampoco podía ponerle límites a las acciones de Dios.

¿Acaso Dios no podría viajar más rápido que la luz si lo deseara? ¿Acaso Dios no podría hacernos viajar a nosotros más rápido que la luz si lo deseara? Había excesos en la ciencia tanto como en la religión. El hombre sensato no debía dejarse atemorizar por ninguna de las dos. Había muchas interpretaciones de las Escrituras y otras tantas de la naturaleza. Dado que ambas habían sido creadas por Dios, no podían contradecirse una a otra. Si se produce cualquier discrepancia, eso quiere decir que un científico o un teólogo — quizás ambos — no han hecho bien su trabajo.

Palmer Joss empleó un estilo de crítica imparcial a la ciencia y la religión, unido a una ardiente defensa de la rectitud moral y respeto por la inteligencia de su grey. Poco a poco fue adquiriendo fama en el plano nacional. En los debates sobre la enseñanza del «creacionismo científico» en las escuelas, sobre el aspecto ético del aborto y los embriones congelados, o sobre la licitud de la ingeniería genética, procuraba a su manera encontrar un punto medio de conciliación entre la religión y la ciencia. Los partidarios de ambas fuerzas contendientes se indignaban con sus intervenciones, pero su popularidad iba en aumento. Llegó a ser confidente de primeros mandatarios. Los periódicos escolares publicaban fragmentos de sus sermones. Sin embargo, rechazó muchas invitaciones y la sugerencia de fundar una iglesia electrónica. Siguió llevando una vida sencilla, y raras veces abandonaba la zona rural del sur, salvo cuando lo convocaba algún presidente o cuando debía asistir a congresos ecuménicos. No se metía en política; hasta el punto de que apenas hacía gala de un convencional patriotismo. En un campo minado de competidores, muchos de dudosa probidad, Palmer Joss se convirtió — por su erudición y autoridad moral — en el más importante predicador fundamentalista cristiano de su época.

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