— La pregunta tiene una estructura peculiar. Si contesto que no, ¿lo que digo es que estoy convencida de que Dios no existe o que no estoy convencida de que Dios sí existe?
— Pienso que no hay tanta diferencia, doctora Arroway. ¿Puedo llamarla doctora?
Usted cree, como Occam, que el fundamento del saber se halla en la ciencia ¿verdad? Si se le presentan dos explicaciones igualmente buenas, pero totalmente distintas, de una misma experiencia, escoge la más sencilla. Diría incluso que la historia de la ciencia avala su proceder. Ahora bien, si tiene serias dudas acerca de la existencia de Dios — lo suficiente como para no querer comprometerse con la fe —, entonces trate de imaginar un mundo sin Dios, un mundo que se creó sin intervención de Dios, un mundo en el que transcurre la vida cotidiana sin Dios, un mundo donde la gente muere sin Dios. Donde no hay castigo ni recompensa. No le quedaría más remedio que creer que todos los santos y profetas, todos los hombres de fe que alguna vez vivieron, fueron unos tontos, que se engañaron. No habría ninguna buena razón, ningún sentido trascendente que justificara nuestro paso por la Tierra. Todo sería apenas una compleja colisión de átomos, ¿correcto? Hasta los átomos que se hallan dentro de los seres humanos.
«Para mí, sería un mundo aborrecible e inhumano, donde no me darían ganas de vivir.
Pero si usted es capaz de imaginar un mundo semejante, ¿por qué vacila? ¿Por qué adopta una posición intermedia? Si ya cree todo eso, ¿no es mucho más simple asegurar que Dios no existe? ¿Cómo es posible que una científica escrupulosa se considere una agnóstica si puede aunque mas no sea imaginar un mundo sin Dios? ¿No tendría que ser manifiestamente atea?
— Pensé que iba a decir que Dios es la hipótesis más fácil — expresó Ellie —, pero este enfoque es mucho más interesante. Si se tratara sólo de una discusión científica, coincidiría con usted, reverendo. La ciencia se ocupa principalmente de examinar y corregir hipótesis. Si las leyes de la naturaleza explican todos los hechos sin la intervención sobrenatural, por el momento me consideraría atea. Después, si se descubriera una mínima prueba que no concordara, renegaría de mi ateísmo. Tenemos la capacidad de registrar cualquier falla en las leyes de la naturaleza. El motivo por el cual no me denomino atea es que esto no constituye una cuestión científica. Se trata de un tema religioso y político, y el carácter provisional de la hipótesis no se extiende hasta estos campos. Usted no se refiere a Dios como una hipótesis. Como cree haber encontrado la verdad, yo me permito señalarle que quizá no ha tomado en cuenta una o dos cosas. Pero si me lo pregunta, le contesto con la mayor serenidad: no estoy segura de tener razón.
— Siempre pensé que un agnóstico es un ateo sin el coraje de sus convicciones.
— También podría decir que un agnóstico es una persona profundamente religiosa, con un conocimiento al menos rudimentario de la falibilidad humana. Cuando afirmo ser agnóstica me refiero a que no hay pruebas contundentes de que Dios existe. Dado que más de la mitad de los habitantes de la Tierra no son judíos, cristianos ni musulmanes, pienso que no hay argumentos de fuerza que sustenten la existencia de su Dios. De lo contrario, toda la humanidad se habría convertido. Le repito, si su Dios pretendía convencernos, podría haberlo hecho mucho mejor.
«Mire qué claro y auténtico es el Mensaje, que se recibe en el mundo entero. Zumban los radiotelescopios de países con historias, lenguas y religiones distintas. Todos registran los mismos datos provenientes del mismo punto del espacio, en las mismas frecuencias, con la misma modulación de polarización. Hindúes, musulmanes, cristianos y ateos reciben el mismo mensaje. Cualquier escéptico puede instalar un radiotelescopio — y no es necesario que sea muy grande —, para obtener datos idénticos.
— No estará sugiriendo que el mensaje de radio procede de Dios — aventuró Rankin.
— En absoluto. Sólo pienso que la civilización de Vega, con poderes infinitamente menores que los que se le atribuyen a Dios, fue capaz de enviar información precisa. Si su Dios deseaba hablarnos por medios tan inciertos como la transmisión oral y las antiguas escrituras a través de miles de años, podría haberlo hecho de forma tal de no dar lugar a que se dudase de su existencia.
Hizo una pausa, pero como ninguno de los dos pastores habló, trató de desviar la conversación hacia el tema de los datos.
— ¿Por qué no esperamos un poco para emitir un juicio, hasta que hayamos adelantado en la decodificación del Mensaje? ¿No quieren ver algunos de los datos?
Esa vez aceptaron de buen grado. Sin embargo, Ellie sólo pudo mostrarles infinita cantidad de ceros y unos, que no transmitían una impresión demasiado alentadora. Con sumo cuidado explicó la supuesta división del Mensaje en páginas, y la esperanza de llegar a recibir algunas instrucciones. Por acuerdo tácito, ni ella ni Der Heer mencionaron la opinión soviética en el sentido de que se trataba del diseño de una máquina. Era apenas una conjetura en el mejor de los casos, y aún no había sido dada a publicidad por los soviéticos. Luego Ellie presentó una descripción sobre Vega: su masa, su temperatura de superficie, color, distancia de la Tierra, antigüedad y el anillo de deyecciones que giraba en torno de ella, descubierto en 1983 por el satélite astronómico de rayos infrarrojos.
— Además de ser una de las estrellas más luminosas del firmamento, ¿tiene algún otro rasgo especial? — quiso saber Joss —. ¿Algo que la vincule directamente a la Tierra?
— Bueno, no se me ocurre nada relativo a las propiedades estelares, pero sí hay un dato casual: Vega era el norte hace dos milenios, y volverá a serlo aproximadamente dentro de catorce mil años.
— Yo creía que el norte lo marcaba la estrella polar — comentó Rankin, aún haciendo garabatos en su anotador.
— Lo marcará durante varios miles de años, pero no eternamente. La Tierra es como un trompo cuyo eje tiene un lento movimiento de precesión en círculo. — Lo demostró utilizando un lápiz como eje de la Tierra —. Este fenómeno se llama la precesión de los equinoccios.
— Descubierta por Hiparco, de Rodas — añadió Joss —. Siglo II antes de Cristo. — A Ellie le pareció asombroso que pudiera citar en el momento semejante información.
— Exacto. En este momento — prosiguió ella —, una flecha desde el centro de la Tierra hacia el Polo Norte señala la estrella polar de la constelación de la Osa Menor. Creo que usted se refería a esta constelación cuando hablábamos antes del almuerzo. A medida que el eje de la Tierra se desplaza lentamente, va apuntando hacia otra dirección, no hacia la estrella polar. Esto da lugar a que, en un período de unos veintiséis mil años, cada polo celeste describa un cono con centro en el polo de la eclíptica. En la actualidad, el Polo Norte apunta muy cerca de la estrella polar, lo suficiente como para resultar útil para la navegación. Hace doce mil años, por casualidad apuntaba hacia Vega. Sin embargo, no existe una relación física. La forma en que las estrellas están distribuidas dentro de la Vía Láctea no tiene nada que ver con el hecho de que el eje de rotación de la Tierra tenga una inclinación de veintitrés grados y medio.
— Diez mil años antes de Cristo es más o menos la época en que se inició la civilización, ¿no? — preguntó Joss.
— A menos que usted crea que la Tierra se creó en el 4004 antes de Cristo.
— No, no creemos eso, ¿verdad, hermano Rankin? Pero también pensamos que no se sabe la edad del planeta con tanta certeza como suponen ustedes, los científicos. En este tema somos lo que se podría denominar agnósticos — declaró, con una sonrisa simpática.
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