Stanislaw Lem - Retorno de las estrellas

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Retorno de las estrellas: краткое содержание, описание и аннотация

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La nave interplanetaria Prometeo llega a la Tierra tras un viaje científico de diez años, aunque por la relatividad, en el planeta han pasado ciento veintisiete. Los supervivientes llegan a un mundo en que se ha implantado la betrización, operación que hace imposible concebir la agresividad. Es una sociedad segura, cómoda, pero en la que han desaparecido las ansias de aventura. El protagonista, Hal Bregg, se siente como un cavernícola en un mundo que no entiende, tras dedicar su vida a algo que al resto de la gente le parece una locura. Compra una casa apartada y se dedica a estudiar y a boxear con su compañero Olaf, hasta que se enamora de su vecina, con la que acaban juntos tras un inicio en que él intenta suicidarse y ella le teme. Cuando descubre que el resto de astronautas se prepara para otra misión, él decide quedarse.

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VIII

Entretanto, Olaf seguía sin dar señales de vida. Mi inquietud se convirtió en remordimientos de conciencia. Temía que hubiera hecho alguna locura. Estaba solo, todavía más de lo que yo lo había estado. No me gustaba mezclar a Eri en incidentes imprevisibles que pudieran surgir como consecuencia de la operación de búsqueda que pensaba iniciar, por lo que decidí ir primero a visitar a Thurber. No estaba seguro de si quería pedirle un consejo; sólo quería verle. Olaf me había dado su dirección; Thurber residía en el centro universitario de Maíleolan.

Le envié un telegrama notificándole mi visita y me separé de Eri por primera vez. En los últimos días había estado intranquila y silenciosa; yo lo atribuí a su preocupación por Olaf. Le prometí volver lo antes posible, probablemente en un par de días, y no dar ningún paso tras la conversación con Thurber sin consultarlo con ella.

Eri me llevó hasta Houl, donde tomé un ulder directo. Las playas del Pacífico ya estaban vacías, pues no tardarían en llegar las tormentas otoñales; de los lugares de veraneo desaparecieron los jóvenes vestidos de alegres colores, y no me sorprendió ser el único pasajero del proyectil plateado. El vuelo entre nubes, que hacía irreal la región, duró apenas una hora y terminó hacia el atardecer.

La ciudad se perfilaba en la penumbra gracias a sus luces multicolores; los edificios más altos, casas cáliz, brillaban en la niebla como llamas delgadas e inmóviles; sus siluetas, entre los blancos desgarrones de niebla, tenían la forma de mariposas gigantescas, unidas por los arcos de los más elevados niveles del tráfico, que colgaban del aire. Los planos inferiores de las calles formaban ríos policromos, que se cruzaban entre sí. Quizá se debía a la niebla, quizá a la influencia de los edificios de cristal; en todo caso, el centro semejaba desde aquella altura una masa de esmalte precioso rodeado de agua, una isla de cristal cubierta de joyas, erigida en un océano cuya superficie repetía los pisos cada vez menos luminosos, hasta los que eran casi invisibles, los últimos. Como si iluminara toda la ciudad un armazón rojo como el rubí, procedente de sus entrañas. Era difícil creer que aquella paleta de llamas y colores mezclados entre sí fuese simplemente el lugar de residencia de varios millones de personas.

El centro universitario se encontraba en las afueras de la ciudad. Mi ulder aterrizó allí, sobre la pista de cemento de un gran parque. De la ciudad cercana venía un débil resplandor, que iluminaba el cielo y el muro negro de los viejos árboles. Una larga avenida me condujo hasta el edificio principal, que estaba oscuro y como muerto.

Apenas abría la gran puerta de cristal, en el interior se encendieron las luces. Me encontraba en una gran sala abovedada, cubierta de intarsias azul pálido. Un sistema de pasillos insonorizados me llevó a un largo corredor, recto y como severo, abrí una puerta y luego otra, pero todas las habitaciones estaban vacías y daba la impresión de que nadie las habitaba desde hacía mucho tiempo. Subí por una escalera corriente al piso superior; probablemente había un ascensor, pero no tenía ganas de buscarlo; además, esta escalera ya era de por sí algo digno de verse, ya que no era automática. Arriba, un pasillo se bifurcaba, conduciendo a ambos lados. También allí estaban desiertas las habitaciones; entonces vi en una puerta una pequeña tarjeta con las palabras: «¡Aquí, Bregg!» escritas a mano. Llamé y oí en seguida la voz de Thurber.

Entré. Estaba sentado encorvado frente a la oscuridad de una ventana grande como la pared, a la luz de una lámpara baja. La mesa donde trabajaba estaba repleta de papeles y libros — libros verdaderos —, y sobre una mesita auxiliar había montones de «granos» de cristal y aparatos diversos. Tenía ante sí un fajo de papeles y escribía notas al margen… ¡con una pluma mojada en tinta!

— Siéntate — ordenó sin mirarme —. En seguida termino.

Me senté en una silla baja que había ante la mesa y la empujé un poco hacia el lado, porque el rostro de Thurber era sólo una mancha bajo la luz, y yo quería verle bien.

Trabajaba a su manera, lentamente, con la cabeza baja y el ceño fruncido, defendiéndose de la luz. Era una de las habitaciones más modestas que había visto hasta el momento, con paredes mates, puertas grises, sin un solo adorno ni la menor huella del antipático oro; a ambos lados de la puerta había pantallas cuadrangulares, ahora ciegas; bajo la ventana había estanterías, y en una de ellas reposaba un gran rollo de mapas o dibujos técnicos, y esto era todo. Miré a Thurber. Calvo, macizo, pesado… escribía, y de vez en cuando se secaba una lágrima con el dorso de la mano. Sus ojos siempre lloraban, y Gimma (que gustaba de traicionar los secretos ajenos, sobre todo los que uno prefería no revelar) dijo una vez que Thurber temía por su vista. Por eso yo comprendía que fuese el primero en acostarse cuando cambiábamos la aceleración, y que más tarde confiara a otros el trabajo que siempre solía realizar él solo.

Reunió sus papeles con las dos manos, los golpeó contra la mesa, para igualar los bordes, los metió en una carpeta, la cerró y dijo, dejando caer sus manos de dedos gruesos y rígidos:

— Hola, Hal. ¿Cómo te va?

— No puedo quejarme. ¿Estás… solo?

— ¿Quieres decir si Gimma está aquí? No, no está aquí; ayer se fue a Europa.

— ¿Trabajas?

— Sí.

Siguió un breve silencio. Yo no sabía cómo reaccionaría a lo que iba a decirle… Antes quería saber su opinión sobre las cosas que habíamos observado en este mundo nuevo. Como le conocía bien, no esperaba ningún sentimentalismo. Siempre guardaba para sí la mayor parte de sus opiniones.

— ¿Hace tiempo que estás aquí?

— Bregg — me interpeló, impasible —, dudo de que esto te interese. Te estás yendo por las ramas.

— Es posible — asentí —. ¿Quieres decir que debo ir al grano?

Sentí de nuevo la misma discrepancia, algo entre la excitación y la timidez, lo mismo que siempre me había separado de él… y también a los demás. Nunca supe con seguridad si bromeaba, se burlaba o hablaba en serio; por mucha serenidad y atención que mostrara a su interlocutor, nunca fue totalmente transparente.

— No — repuso —. Quizá más tarde. ¿De dónde vienes?

— De Houl.

— ¿Directamente de allí?

— Sí… ¿Por qué lo preguntas?

— Bien — dijo, como si no hubiera oído mis últimas palabras. Me miró fijamente durante unos cinco segundos, como si quisiera asegurarse de mi presencia; su mirada carecía totalmente de expresión… Pero ahora yo ya había adivinado que había ocurrido algo; sólo ignoraba si él me lo diría. Su conducta no había sido nunca fácil de prever. Medité sobre la mejor manera de empezar, y entretanto él me contempló con atención creciente, como si me hubiera presentado a él en una forma completamente desconocida, — ¿Qué hace Vabach? — pregunté cuando esta contemplación muda se prolongó más de lo debido.

— Se ha ido con Gimma.

Mi pregunta no se refería a esto, y él lo sabía; pero al fin y al cabo yo no había venido a preguntar por Vabach. Otro silencio. Empecé a arrepentirme de mi decisión.

— Tengo entendido que te has casado — dijo de pronto, como a la ligera.

— En efecto — contesté, quizá con sequedad excesiva.

— Lo celebro por ti.

Traté por todos los medios de encontrar otro tema. Pero no se me ocurrió nada aparte de Olaf, y todavía no quería preguntarle acerca de él. Temía la sonrisa de Thurber; aún recordaba que era capaz de desesperar con ella a Gimma, y no sólo a él; pero se limitó a enarcar las cejas y preguntar:

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