Stanislaw Lem - Retorno de las estrellas

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Retorno de las estrellas: краткое содержание, описание и аннотация

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La nave interplanetaria Prometeo llega a la Tierra tras un viaje científico de diez años, aunque por la relatividad, en el planeta han pasado ciento veintisiete. Los supervivientes llegan a un mundo en que se ha implantado la betrización, operación que hace imposible concebir la agresividad. Es una sociedad segura, cómoda, pero en la que han desaparecido las ansias de aventura. El protagonista, Hal Bregg, se siente como un cavernícola en un mundo que no entiende, tras dedicar su vida a algo que al resto de la gente le parece una locura. Compra una casa apartada y se dedica a estudiar y a boxear con su compañero Olaf, hasta que se enamora de su vecina, con la que acaban juntos tras un inicio en que él intenta suicidarse y ella le teme. Cuando descubre que el resto de astronautas se prepara para otra misión, él decide quedarse.

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De nuevo el silencio y el creciente y prolongado rumor de las olas, que volvían a bañar todas las playas sin dejarse amilanar por la derrota de las infinitas olas que las habían precedido. Al aplanarse, se arqueaban, rompían; se oía su chasquido suave, cada vez más tenue y cercano, hasta que se rendía en el nuevo silencio.

— ¿Os alejasteis?

— No. Esperamos. Al cabo de dos días la nube se posó, y yo volé de nuevo hacia allí, solo.

¿Comprendes por qué, aparte de todos los demás motivos?

— Sí, lo comprendo.

— Le encontré en seguida porque su traje brillaba en la oscuridad. Yacía bajo una pared de rocas. No se le veía el rostro, ya que el visor estaba cubierto de escarcha por dentro. Cuando le levanté, tuve la impresión de sostener una escafandra vacía… casi no pesaba nada. Pero era él, sin duda alguna. Le dejé allí y volví en su cohete. Más tarde lo examiné con atención y comprendí por qué había pasado aquello. Su reloj, un reloj corriente, se paró, y perdió la noción del tiempo. Aquel reloj indicaba los días además de las horas. Lo reparé y coloqué de nuevo, para que nadie pudiera descubrir el secreto.

Abracé a Eri. Sentí que mi aliento movía ligeramente sus cabellos. Ella tocó mi cicatriz, y de pronto esta caricia se convirtió en una observación:

— Tiene una forma tan singular…

— Sí, ¿verdad? Es porque hubo de coserla dos veces; la primera no cicatrizaron los puntos…

Thurber me curó. Entonces Venturi, nuestro médico, ya no vivía.

— ¿El que te dio un libro rojo?

— Sí. ¿Cómo lo sabes, Eri? ¿Te lo he contado yo? No, es imposible.

— Se lo dijiste a Olaf… aquel día… ¿sabes?

— Es verdad. ¡Pero que te hayas acordado! Es una bagatela. Ah, soy realmente un cerdo.

Este libro se quedó en el Prometeo junto con todas las otras cosas.

— ¿Es allí donde tienes tus cosas? ¿En la Luna?

— Sí, pero no vale la pena ir a recogerlas.

— Claro que sí, Hal.

— Amor mío, todo ello formaría un museo de recuerdos, y esto me parece horrible. Si las recojo, será sólo para quemarlas. Sólo me guardaré un par de tonterías que he heredado de otros. Esta piedrecita…

— ¿Qué piedrecita?

— Tengo más como ella. Una es de Kerenea, otra del planetoide de Thomas…, ¡pero no pienses que he hecho una colección! Estas piedrecitas se metieron simplemente en las ranuras de mis suelas. Olaf las extrajo, les puso el letrero correspondiente y las conservó. No pude quitarle la idea de la cabeza. Es una tontería, pero… tengo que contarte esto. Sí, he de hacerlo para que no pienses que allí todo era horrible y no ocurría nada más que accidentes mortales.

Verás…, imagínate una reunión de mundos. Primero rosa, un espacio infinito del rosa más fino y pálido, y en él, penetrando en él, un segundo espacio ya más oscuro, y después, de un rojo ya casi azulado, pero muy lejos, y rodeándolo todo, la fosforescencia, sin gravedad, no como una nube ni como la niebla…, diferente. No encuentro palabras para explicarlo. Salimos los dos del cohete y lo contemplamos. Eri, no lo comprendo. Verás, incluso ahora siento un nudo en la garganta, de tan hermoso que era. Piensa esto: allí no hay vida. No hay plantas, ni animales, ni pájaros, nada, ningunos ojos que puedan contemplarlo. Estoy completamente seguro que desde la creación del mundo nadie lo había visto, y Arder y yo fuimos los primeros. Y si nuestro graví metro no se hubiera estropeado, por lo que tuvimos que aterrizar allí; para arreglarlo, pues el cuarzo estaba roto y se había escapado el mercurio. Nadie habría estado allí hasta el fin del mundo, nadie lo habría visto. ¡Es realmente misterioso! Se tienen unos deseos directos… Oh, no sé… No podíamos irnos, sencillamente. Olvidamos por qué habíamos aterrizado y permanecimos quietos, mirando. — ¿Qué era, Hal?

— No lo sé. Cuando volvimos y lo explicamos, Biel quería volar hacia allí inmediatamente, pero no pudimos: no teníamos demasiada energía de reserva. Tomamos muchas fotografías, pero no salió nada. En las imágenes todo era leche rosada con estacas lilas, y Biel disparó sobre la fosforescencia de las exhalaciones silihidrógenas, aunque me parece que ni él mismo lo creía; pero la desesperación de no poder investigarlo le inducía a buscar alguna explicación. Era como… como nada en el mundo. No conocemos nada semejante. No se parecía a ninguna cosa conocida. Tenía una profundidad gigantesca, pero no era un paisaje.

Ya te he mencionado esos matices que se alejaban y oscurecían hasta que la vista se nos iba.

Un movimiento…, no, no lo era. Fluía y al mismo tiempo estaba inmóvil. Cambiaba, como si respirase, pero continuaba siendo igual. Quién sabe si lo más importante de todo ello era tal vez aquella gigantesca magnitud. Como si detrás de la pavorosa negrura existiera una segunda eternidad, un segundo infinito, tan concentrado y grande, tan claro, que cuando el hombre cerraba los ojos dejaba de creer en él. Cuando nos miramos el uno al otro… Tendrías que haber conocido a Arder. Te enseñaré una foto suya. Era un muchacho más alto que yo, daba la impresión de poder atravesar cualquier muro y, además, sin darse cuenta de hacerlo.

Hablaba siempre con lentitud. ¿Has oído hablar del agujero… de Kerenea? — Sí.

— Estaba atrapado entre dos rocas; debajo de él borbotaba un pantano hirviente que en cualquier momento podía llenar el sifón donde él se encontraba. Y me hablaba: «Hal, espera.

Quiero observar un poco más lo que me rodea. Tal vez podría quitarme la botella… no. No me la quito, las correas se han enredado. Pero espera un poco.» Cosas así, como si hablara por teléfono en una habitación de hotel. No estaba fingiendo, es que era así. El más sensato de todos nosotros. Siempre lo calculaba todo. Por eso más tarde voló conmigo y no con Olaf, que era amigo suyo…, pero de esto ya nos has oído hablar…

— Sí.

— Pues bien… Arder. Cuando le miré allí… tenía lágrimas en los ojos. Tom Arder. Pero nunca se avergonzó de ellas, ni entonces, ni después. Cuando hablábamos de todo más adelante, y lo hacíamos con frecuencia, los otros se enfadaban. Porque entonces nos poníamos tan… tan serios. Cómico, ¿verdad? Bueno, continúo. Nos miramos y a los dos se nos ocurrió la misma idea, aunque no sabíamos si podríamos arreglar bien la escala del gravímetro. Y era preciso, pues de otro modo no volveríamos a encontrar el Prometeo. Pero pensamos que había valido la pena. Sólo estar allí y contemplar aquella sublimidad en colores.

— ¿Estabais sobre una montaña?

— No lo sé, Eri, allí la perspectiva era muy distinta. Mirábamos desde arriba, pero no era una montaña. Espera. ¿Has visto el gran Cañón del Colorado?

— Sí.

— Pues imagínatelo ampliado a mil veces su tamaño real. O a un millón de veces. Rojo y oro rosado, casi completamente transparente, todos los estratos, depresiones y capas geológicas de su formación, y todo ello sin gravedad, fluido, y casi son-riéndote, pese a carecer de rostro.

No, no es esto. Amor mío, tanto Arder como yo realizamos ímprobos esfuerzos para contárselo a los demás, pero no pudimos. Esta piedrecita procede de allí… Arder se la llevó como amuleto, y siempre la llevaba encima. También la tenía en Kerenea. Dentro de una cajita para vitaminas. Cuando empezó a desmoronarse, la envolvió;En algodón. Después…, cuando regrese solo, la encontré: estaba bajo la litera de su camarote. Seguramente se le había caído.

Olaf, según creo, pensaba que todo había ocurrido por esta causa, pero se guardaba de manifestarlo en voz alta, porque hubiera sonado a pura estupidez… ¿Qué relación podía haber entre una piedrecita tan pequeña y el hilo que causó la avería en la radio de Arder…?

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