Robert Silverberg - Muero por dentro

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Muero por dentro: краткое содержание, описание и аннотация

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Muero por dentro es un clásico de referencia y una de las más inspiradas historias de su autor: en ella aborda un tema tan clásico como es la telepatía de manera sutil, ahondando en el lado oscuro del ser humano, rebosa soledad, devastación interior y sensibilidad.
Nombrado para el premio Nebula a la mejor novela en 1972.
Nombrado para el premio Hugo a la mejor novela en 1973.
Nombrado para el premio Locus en 1973.

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—No te habrás matriculado en la facultad de medicina, ¿verdad? —le pregunto.

—¿Lo dices por los libros? Son de Karl.

¿Karl? El nombre nuevo. El doctor Karl F. Silvestri. Ligeramente toco su mente y extraigo su imagen: un hombre alto, robusto, de expresión seria, hombros anchos, mentón fuerte con un hoyuelo, de cabellera ondeada y canosa. Diría que de unos cincuenta años. A Judith le gustan los hombres maduros. Mientras le invado la conciencia me cuenta sobre él. Su actual “amigo”, el último “tío” del chico. Es alguien muy importante en el Centro Médico de Columbia, una verdadera autoridad en anatomía humana. Incluyendo la de ella, supongo. Recientemente divorciado tras veinticinco años de matrimonio. Ajá: le gustan los de segunda mano. Se conocieron hace tres semanas a través de un amigo común, un psicoanalista. Tan sólo se han visto cuatro o cinco veces; él siempre está ocupado en reuniones de comité en este o aquel hospital, seminarios, consultas. No hace mucho Judith me dijo que estaba tomándose un descanso respecto a los hombres, que quizá había terminado con ellos para siempre. Evidentemente, no es así. Si está tratando de leer sus libros, debe de ser una relación seria. A mí me dan la impresión de ser absolutamente ininteligibles, llenos de cuadros y tablas estadísticas y difícil terminología en latín.

Sale del cuarto de baño vestida con un elegante traje pantalón color púrpura y con los pendientes de cristal de roca que le regalé cuando cumplió veintinueve años. Siempre que la visito trata de dar algún pequeño toque sentimental que nos una; esta noche son los pendientes. En estos días nuestra amistad se encuentra en un estado de recuperación, mientras caminamos por el jardín en el que está enterrado nuestro viejo odio. Nos abrazamos, es el abrazo entre un hermano y una hermana. Un perfume agradable.

—¡Hola!—dice—. Lamento no haber podido estar por ti cuando llegaste.

—Es culpa mía, me presenté en casa demasiado pronto. De cualquier forma todo fue bien.

Nos dirigimos a la sala. Tiene buen aspecto. Judith es una mujer hermosa, alta y sumamente delgada, de aspecto exótico pelo y tez oscuros, pómulos salientes. El tipo de mujer delgada y sensual. Supongo que se la podría considerar muy erótica, salvo por el hecho de que hay algo cruel en sus finos labios y en sus brillantes ojos castaños, y esa crueldad, que se hace cada vez más intensa en estos años de divorcio y disgustos, desalienta a la gente. Aunque ha tenido amantes por docenas, al por mayor, no ha tenido mucho amor. Tú y yo, hermanita, tú y yo. De tal palo tal astilla.

Mientras le preparo algo de beber, lo de siempre, ella pone la mesa. Pernod con hielo es su bebida. Gracias a Dios, el chico ya ha comido; odio tenerlo en la mesa. Juega con su cosita de plástico y, ocasionalmente, me lanza miradas de rencor. Judith y yo entrechocamos nuestros vasos para brindar, un gesto teatral. Esboza una sonrisa helada.

—Salud —decimos al unísono.

—¿Por qué no te mudas al centro? —me pregunta—. Podríamos vernos más a menudo.

—Aquí todo es más caro. ¿Verdaderamente crees que queremos vernos con más frecuencia?

—¿A quién más tenemos?

—Tienes a Karl.

—No lo tengo, ni a él ni a nadie. Sólo a mi hijo y a mi hermano.

Pienso en la vez que traté de asesinarla en la cuna, ella no lo sabe.

—¿Somos realmente amigos, Jude?

—Por fin, ahora sí.

—No se puede decir que durante todos estos años nos hayamos profesado demasiado cariño.

—La gente cambia, Duv. Crece. Yo era tonta, una verdadera estúpida, tan enfrascada en mí misma que lo único que podía dar a los que me rodeaban era odio. Pero eso ya se ha terminado. Si no me crees, mira dentro de mi cabeza y verás.

—Tú no quieres que ande husmeando por ahí.

—Hazlo —insiste—. Observa bien y fíjate si no he cambiado con respecto a ti.

—No. Prefiero no hacerlo. —Me sirvo otro vaso de ron. La mano me tiembla un poco—. ¿No deberías echarle una mirada a la salsa de tallarines? Quizá se está quemando.

—Deja que se queme. No he terminado mi bebida. Duv, ¿sigues teniendo problemas? Con tu poder, quiero decir.

—Sí. Los sigo teniendo, ahora más que nunca.

—¿Qué crees que está pasando?

Me alzo de hombros, típico gesto de ignorancia.

—Lo estoy perdiendo, eso es todo. Es como el pelo, supongo. Se tiene mucho cuando uno es joven, luego cada vez menos y, finalmente, nada. ¡Al diablo! Nunca me hizo ningún bien.

—No lo dices en serio.

—Dime uno, aunque sólo sea un bien que me haya hecho, Jude.

—Te convirtió en alguien especial, en alguien único. Cuando todo te iba mal, siempre podías recurrir a él y penetrar en las mentes, podías ver lo invisible, te podías acercar al alma de la gente. Un don de Dios.

—Un inútil don, a menos que hubiera entrado en algún circo.

—Te ha convertido en una persona más rica. Más compleja, más interesante. Sin él no hubieras dejado de ser alguien vulgar y corriente.

—Con él resulté ser alguien bastante común. Un don nadie, un cero a la izquierda. Sin él podría haber sido un don nadie feliz, en lugar de un desdichado.

—Sientes demasiada compasión por ti mismo, Duv.

—Tengo mucho de qué compadecerme. ¿Más Pernod, Jude?

—No, gracias. Voy a ver cómo va la cena. ¿Quieres servir el vino?

Mientras va a la cocina, yo sirvo el vino y llevo la fuente de ensalada a la mesa. Detrás de mí el chico comienza a cantar disparatadas sílabas burlonas con su extraña voz de barítono adulto. Siento la presión del odio frío del chico contra la parte posterior de mi cráneo. Judith regresa, trayendo una colmada bandeja: tallarines, pan de ajo, queso. Cuando nos sentamos, me sonríe cálidamente, evidentemente es un gesto sincero. Entrechocamos los vasos de vino. Durante unos minutos comemos en silencio. Elogio los tallarines. Por fin, dice:

—¿Puedo leerte a ti la mente, Duv?

—Cómo no.

—Dices que te alegra que el poder esté desapareciendo. ¿Esa mentira quieres que me la crea yo, o creértela tú mismo?Porque estás tratando de engañar a alguien. Odias la idea de perderlo, ¿no es cierto?

—Un poco.

—Muchísimo, Duv.

—De acuerdo, muchísimo. No sé qué prefiero. Me gustaría que desapareciera por completo. Dios, me gustaría no haberlo tenido nunca. Pero, por otro lado, si lo pierdo, ¿quién soy? ¿Dónde está mi identidad? Soy Selig, el adivinador del pensamiento, ¿verdad? El Increíble Hombre Mental. Así que si dejo de serlo… ¿comprendes, Jude?

—Comprendo. El dolor que sientes se refleja en tu cara. Lo lamento, Duv.

—¿Qué lamentas?

—Que lo estés perdiendo.

—Me odiaste por atreverme a usarlo contigo, ¿no es así?

—Eso es diferente, fue algo que sucedió hace mucho tiempo. Imagino por lo que debes de estar pasando ahora. ¿Tienes alguna idea de por qué lo estás perdiendo?

—No. Supongo que debe de ser una consecuencia de la edad.

—¿Se podría hacer algo para evitar que desaparezca?

—Lo dudo, Jude. En primer lugar, ni siquiera sé por qué tengo el don, y mucho menos cómo alimentarlo ahora. No sé cómo funciona. Simplemente es algo que tengo en la cabeza, un accidente genético, algo con lo que nací, como quien tiene pecas. Si tus pecas comienzan a desaparecer y quieres evitarlo ¿puedes imaginar algún modo de hacerlo?

—Nunca dejaste que te estudiaran, ¿verdad?

—¿Por qué no?

—No me gusta más que a ti que la gente husmee dentro de mi cabeza —digo con suavidad—. No quiero convertirme en una rata de laboratorio. Siempre traté de pasar inadvertido. Si el mundo descubre lo que soy, me convertiré en un paria. Lo más probable es que me linchasen. ¿Sabes a cuánta gente le dije abiertamente la verdad sobre mí mismo? ¿A cuánta en toda mi vida?

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