Robert Silverberg - Muero por dentro

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Muero por dentro: краткое содержание, описание и аннотация

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Muero por dentro es un clásico de referencia y una de las más inspiradas historias de su autor: en ella aborda un tema tan clásico como es la telepatía de manera sutil, ahondando en el lado oscuro del ser humano, rebosa soledad, devastación interior y sensibilidad.
Nombrado para el premio Nebula a la mejor novela en 1972.
Nombrado para el premio Hugo a la mejor novela en 1973.
Nombrado para el premio Locus en 1973.

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Repentinamente malhumorado, sintiendo una inmensa envidia, con violencia, David libera su mente, la hace girar, la proyecta hacia los bosques y vuelve a descender sobre Bárbara Stein. Está acostada, con el cuerpo pegajoso de sudor, exhausta. A través de su nariz, David percibe el hedor a semen que ya se está poniendo rancio. Ella se frota la piel con las manos, sacudiéndose restos de hojas que han quedado en su cuerpo. Se toca con indolencia los pezones otra vez blandos. En este momento, su mente funciona con lentitud, está casi tan vacía como la de la trucha: el sexo parece haberle absorbido la personalidad David se traslada a Hans y allí no encuentra nada mejor. Tendido junto a Bárbara, respirando aún con dificultad tras los esfuerzos, está aletargado y deprimido. Ya ha eyaculado y todo deseo lo ha abandonado; al mirar con somnolencia a la chica que acaba de poseer, tan sólo tiene conciencia de los olores del cuerpo y el desorden de su pelo. Por los niveles superiores de su mente vaga un pensamiento nostálgico, en un inglés torpe con acento alemán, sobre una chica de una granja vecina que le hará algo con la boca que Bárbara se niega a hacerle. Hans la verá el sábado por la noche. Pobre Bárbara, piensa David, y se pregunta qué diría si supiera lo que está pensando Hans. Con pereza trata de establecer un puente entre sus dos mentes, penetrando en los dos con la malévola esperanza de que los pensamientos fluyan del uno al otro, pero calcula mal la distancia y se encuentra de nuevo dentro del viejo Schiele, absorto en su éxtasis, a la vez que mantiene el contacto con Hans. Padre e hijo, viejo y joven, sacedorte y profanador. Por un momento, David mantiene el doble contacto. Se estremece. Nota cómo una sensación fragorosa de la totalidad de la vida le invade.

En aquellos días siempre era así: un viaje interminable, una travesía ostentosa. Pero los poderes decaen. El tiempo disuelve los colores de la mejor de las visiones. El mundo se vuelve más gris. La entropía nos vence. Todo se desvanece. Todo se va. Todo muere.

13

El oscuro y mal construido apartamento de Judith se llena de olores penetrantes. La oigo en la cocina, moviéndose de aquí para allá, echando especias dentro de la olla: pimienta, orégano, estragón, clavo de olor, ajo, mostaza en polvo, ajonjolí, curry, Dios sabe qué más. El fuego arde y el caldero bulle. Está preparando su famosa salsa picante para tallarines, un producto compuesto de misteriosas influencias de inspiración en parte mexicana, en parte Szechwan, en parte de Madrás, en parte Judith pura. Aunque mi desdichada hermana tiene muy poco de eso que se llama ser ama de casa, los pocos platos que sabe cocinar los prepara extraordinariamente bien, y sus tallarines son famosos, por lo menos, en tres continentes. Incluso estoy convencido de que hay hombres que se acuestan con ella sólo para tener la oportunidad de comerlos.

Inesperadamente he llegado temprano, media hora antes de lo acordado, y Judith no está lista, ni siquiera vestida; así que estoy solo mientras termina con los preparativos de la cena.

—Prepárate algo de beber —me grita.

Me dirijo al mueble bar, me sirvo un vaso de ron y directamente voy a la cocina a coger uno cubitos de hielo. Judith, nerviosa, con una bata de estar por casa y una cinta en el pelo, corre enloquecida y sin aliento de un lado para otro, seleccionando especias. Se mueve a una velocidad increíble.

—En tres minutos estoy contigo —dice jadeando, mientras coge el pote de pimienta—. ¿Te está molestando mucho el chico?

Se refiere a mi sobrino. Se llama Paul, en honor a nuestro padre que en paz descanse, pero Judith nunca lo llama así, le dice “el bebé”, “el chico”. Tiene cuatro años, hijo de un divorcio, destinado a ser tan nervioso como su madre.

—No me está molestando en absoluto —le aseguro, y regreso a la sala.

El apartamento es uno de esos viejos y enormes edificios del West Side, espacioso y de techos altos, con una atmósfera de distinción intelectual por el simple hecho de que muchos críticos, poetas, dramaturgos y coreógrafos han vivido en apartamentos parecidos en este mismo barrio. Una gigantesca sala con grandes ventanales que dan a la avenida West End; un comedor normal; una cocina espaciosa; un dormitorio principal; el cuarto del chico; el cuarto de servicios; dos cuartos de baño. Todo para Judith y su cachorro. El alquiler es muy caro, pero Judith se las arregla para pagarlo. Al mes recibe más de mil dólares de su ex marido, y gana un sueldo que no está mal trabajando de revisora y traductora. Además, obtiene los intereses de unas acciones que le eligió astutamente hace unos años un amante de Wall Street; las compró con su parte heredada de los ahorros sorprendentemente cuantiosos de nuestros padres. (Lo que yo heredé sirvió para pagar deudas acumuladas; todo se derritió como la nieve en junio.)

Una mitad del apartamento está amueblada al estilo del Greenwich Village de 1960 y la otra al de la Elegancia Urbana de 1970: negras lámparas de pie, sillas grises de cuerda, estanterías para libros de ladrillo rojo, grabados baratos y botellas de Chianti cubiertas de cera, por un lado; sillones de cuero, cerámicas Hopi, serigrafías psicodélicas, mesitas de café con tablero de vidrio y cactos dentro de macetas enormes, por el otro. Sonatas de clavicordio de Bach tintinean desde el sistema de altavoces de mil dólares. El piso, oscuro como el ébano y brillante como un espejo, reluce entre las espesas y tupidas alfombras. Un montón de libros de tapas rotas están desordenadamente colocados en una pared. Frente a ella hay dos cajones cerrados de madera que contienen botellas de vino. Ésta sí que es una buena vida. Buena y desgraciada.

Sentado a unos seis metros de mí, junto a la ventana, Paul está jugando con un complicado juguete de plástico, no deja de mirarme con aire de desconfianza. Un chico moreno, delgado y tenso como su madre, reservado, frío. No nos queremos: he estado dentro de su cabeza y sé lo que piensa sobre mí. Para él sólo soy uno de los muchos hombres que hay en la vida de su madre; en mí no ve a un verdadero tío que sea totalmente diferente de los innumerables tíos sustitutos que siempre se quedan a dormir. Supongo que piensa que soy simplemente otro de sus amantes, pero que se deja ver con más asiduidad que el resto. Un error totalmente comprensible. Pero mientras siente resentimiento hacia los otros sólo porque compiten con él por el afecto de su madre, a mí me mira con frialdad porque cree que le he causado dolor; me tiene antipatía en consideración a ella. ¡Con qué sagacidad ha percibido la red de hostilidades y tensiones que durante décadas ha delineado y definido mi relación con Judith! Así que soy un enemigo, si pudiera me destriparía.

Bebo un sorbo, escucho a Bach, le sonrío falsamente al chico e inhalo el aroma de la salsa de tallarines. Mi poder está prácticamente inmóvil; trato de no usarlo mucho aquí, pero de cualquier forma hoy su recepción es débil. Al cabo de un rato, Judith sale de la cocina y, cruzando la sala como un relámpago, dice:

—Ven, mientras me visto, hablamos, Duv.

La sigo hasta su dormitorio y me siento sobre la cama; coge su ropa y la lleva al cuarto de baño contiguo, dejando la puerta abierta sólo un par de centímetros. La última vez que la vi desnuda tenía siete años.

—Me alegra que al fin te hayas decidido a venir —me dice.

—A mí también.

—Aunque no tienes muy buen aspecto.

—Sólo estoy un poco hambriento, Jude.

—Eso se arregla en cinco minutos.

Sonido de agua que corre. Dice algo más; el ruido del desagüe ahoga sus palabras. Le echo una mirada perezosa a la habitación. Una camisa blanca de hombre, demasiado grande para Judith, cuelga descuidadamente de la perilla del armario. Sobre la mesita de noche hay dos gruesos volúmenes con aspecto de libros de texto, Neuroendocrinología analítica y Estudios de la psicología de la termorregulación . Lectura impropia de Judith. Quizá le han encargado que los traduzca al francés. Aunque son ejemplares nuevos, uno fue publicado en 1964 y el otro en 1969. Ambos del mismo autor: K. F. Silvestri, doctor en Medicina, doctor en Filosofía.

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