Robert Silverberg - Muero por dentro

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Muero por dentro: краткое содержание, описание и аннотация

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Muero por dentro es un clásico de referencia y una de las más inspiradas historias de su autor: en ella aborda un tema tan clásico como es la telepatía de manera sutil, ahondando en el lado oscuro del ser humano, rebosa soledad, devastación interior y sensibilidad.
Nombrado para el premio Nebula a la mejor novela en 1972.
Nombrado para el premio Hugo a la mejor novela en 1973.
Nombrado para el premio Locus en 1973.

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11

Hoy el aire comienza a invadirse de los primeros indicios del invierno: pega mordiscos vacilantes en las mejillas. Octubre está muriendo con demasiada rapidez. El cielo está jaspeado y tiene un aspecto enfermizo, cubierto de una confusa masa de nubes tristes, pesadas y bajas. Ayer llovió, y la lluvia arrancó de los árboles sus amarillas hojas, que ahora yacen pegadas al pavimento de College Walk, junto con las ramas rotas por el fuerte viento. Por todas partes hay charcos. Antes de sentarme junto a la enorme figura verde de Alma Mater, sobre los fríos y húmedos escalones de piedra, extiendo cuidadosamente hojas de diario, secciones escogidas del ejemplar de hoy del Columbia Daily Spectator. Veintitantos años atrás, cuando era un estudiante tontamente ambicioso que soñaba con hacer carrera en el periodismo—¡qué sagaz, un reportero que lee mentes!—el Spec me parecía algo fundamental en mi vida; ahora sólo me sirve para no mojarme el trasero.

Tomo asiento. Horario de oficina. Sobre mis rodillas hay una gruesa carpeta cerrada con una cinta de goma ancha. En su interior están los cinco trabajos, los productos de mi atareada semana; cada una escrita esmeradamente a máquina y sujeta con un clip. Las novelas de Kafka. Shaw como dramaturgo. El concepto de los apriorismos sintéticos. Odiseo con símbolo de la sociedad. Esquilo y la tragedia aristotélica. La vieja mierda académica, corroborada con su irremediable fecalidad por el deseo de estos brillantes jóvenes de que un viejo graduado realice el trabajo por ellos. Éste es el día acordado para entregar los trabajos y, posiblemente, para conseguir más.

Las once menos cinco, mis clientes no tardarán en llegar. Mientras espero, examino a la gente que pasa. Estudiantes cargados de libros que caminan de prisa. Pelos que se agitan al viento, pechos que se mueven. Todos parecen alarmantemente jóvenes, incluso los barbudos. Especialmente los barbudos. ¿Se dan cuenta de que cada año hay más gente joven en el mundo? Su tribu no deja de aumentar en tanto que los viejos fastidiosos mueren al final del camino y yo me dirijo hacia la tumba. Hoy en día, incluso los profesores, me parecen jóvenes. Hay personas con título de doctor que tienen quince años menos que yo. ¿No es increíble? Imaginen a un chico nacido en 1950 que ya tiene un doctorado. En 1950 yo me afeitaba tres veces por semana y me masturbaba los miércoles y los sábados; era un robusto bulyak púber de un metro setenta y tres, con ambiciones, penas y conocimientos, con una identidad. En 1950 los doctores en Filosofia novatos de hoy eran criaturas sin dientes que acababan de salir del útero, con la cara arrugada y la piel pegajosa con jugos amnióticos. ¿Cómo esas criaturas pueden haber obtenido doctorados tan pronto? Esas criaturas me han tomado la delantera en mi andar trabajoso a lo largo del sendero.

Cuando caigo en la autocompasión mi propia compañía me resulta tediosa. Me distraigo tratando de tocar la mente de la gente que pasa y averiguar lo que puedo. Mi viejo y único juego. Selig el fisgón, el vampiro de almas que roba la intimidades de gentes extrañas e inocentes sólo para alegrar su frío corazón. Pero no, hoy mi cabeza está llena de algodón. Sólo me llegan murmullos apagados, confusos, sin contenido. Ninguna palabra clara, ningún destello de identidad, ninguna visión de la esencia de las almas. Éste es uno de esos días malos. Todas las emisiones cerebrales convergen en la ininteligibilidad; cada fragmento de información es idéntico a todos los demás. Es el triunfo de la entropía. Esto me recuerda a la señora Moore de Forster que escuchaba tensa para recibir la revelación en las cavernas retumbantes de Marabar, y solamente oía el mismo ruido monótono, el mismo sonido sin sentido, disolvente: Bum. La suma y esencia de la lucha fervorosa de la humanidad: Bum. Las mentes que ahora pasan como un relámpago junto a mí en el College Walk me dan sólo eso: Bum. Quizá es cuanto merezco. Amor, miedo, fe, hosquedad, hambre, presunción, cada especie de monólogo interior me llega con idéntico contenido. Bum. Debo esforzarme por corregir esto, todavía no es demasiado tarde para librar una guerra contra la entropía. Gradualmente, con sudor, con esfuerzo, escarbando para conseguir algo sólido, agrandando la abetura, instando a mis percepciones a que funcionen. Sí. Si. Vuelve a la vida. ¡Despierta, espía miserable! ¡Dame mi droga! En mi interior el poder se mueve. Poco a poco se aclara la oscuridad interior; fragmentos perdidos de pensamientos aislados pero coherentes hallan el camino hacia mi mente. Neurótico pero todavía no psicópata del todo. Iré a ver al jefe de departamento y le diré que le dé un empujón. Entradas para la ópera, pero tengo que hacerlo. Hacer el amor es divertido, hacer el amor es muy importante, pero hay algo más. Como estar parado sobre un trampolín a punto de zambullirse. Este caótico y estridente parloteo no me dice nada salvo que el poder aún no está muerto, lo cual no deja de ser un consuelo. Imagino al poder como una especie de gusano que me rodea el cerebro, un pobre gusano cansado, arrugado y encogido, con la piel que una vez fue brillante y que ahora es ulcerosa, con parches raídos y escamados. Esta imagen es relativamente nueva, pero incluso en épocas más felices siempre consideré el don como algo aparte de mí, como un intruso. Un habitante. Él y yo, yo y él. Este tipo de cosas acostumbraba a discutirlas con Nyquist. (¿Ya he entrado en estas exhalaciones? Quizá no. Una persona que conocí alguna vez, un tal Tom Nyquist, un antiguo amigo mío. Alguien que tenia un intruso o algo similar dentro del cráneo.) A Nyquist no le gustaba mi punto de vista.

—Establecer una dualidad como ésa —decía—, es esquizoide, viejo. Tu poder eres tú. Tú eres tu poder. ¿Por qué tratas de apartarte de tu propio cerebro?

Probablemente Nyquist tenía razón, pero ya es demasiado tarde. El y yo estaremos siempre juntos, hasta que la muerte nos separe.

Aquí está mi cliente, el medio zaguero corpulento, Paul F. Bruno. Tiene la cara hinchada y amoratada, y no sonrie, como si el partido del sábado le hubiera costado más de un diente. Quito la cinta elástica, saco Las novelas de Kafka y le entrego el trabajo.

—Seis páginas —le digo. Me ha dado un adelanto de diez dólares—. Me debes otros once dólares. ¿Quieres leerlo primero?

—¿Es bueno?

—No te vas a arrepentir.

—Confiaré en tu palabra.

Con la boca cerrada y con gran esfuerzo, logra esbozar una sonrisa. Saca su abultada billetera y coloca sobre la palma de mi mano varios billetes. Rápidamente me deslizo dentro de su mente, sólo para comprobar que de nuevo mi poder está funcionando, un robo psíquico rápido. Llego a los niveles superficiales: dientes flojos tras el partido de rugby, un acto sexual dulce y compensatorio ese mismo sábado por la noche, planes imprecisos para acostarse con alguien después del partido del próximo sábado, etcétera, etcétera. Con respecto a la presente transacción detecto un sentimiento de culpa, vergüenza, hasta algo de irritación hacia mí por haberlo ayudado. Ah, bueno: la gratitud del cristiano. Me guardo el dinero en el bolsillo. Me dedica una breve inclinación de cabeza y coloca Las novelas de Kafka bajo su enorme antebrazo. Avergonzado, baja de prisa los escalones y se dirige hacia Hamilton Hall. Mientras se aleja, observo su amplia espalda. Una repentina ráfaga de viento malévolo, que se levanta desde el Hudson, sopla con violencia hacia el este y me llega hasta los huesos.

Al llegar junto al reloj de sol, un delgado estudiante negro de unos dos metros de altura ha interceptado a Bruno que se ha detenido. Un jugador de baloncesto, sin duda. El negro lleva una chaqueta azul con el distintivo de la universidad, zapatillas verdes y ajustados pantalones amarillos. Sólo sus piernas parecen medir metro y medio. Él y Bruno hablan unos instantes. Bruno me señala. El negro asiente. Me doy cuenta de que estoy a punto de conseguir un nuevo cliente. Bruno desaparece y el negro trota con agilidad por el paseo y sube los escalones. Su piel es muy oscura, casi violácea, pero sus facciones son angulosas, de aspecto caucásico: pómulos feroces, orgullosa nariz aguileña, labios delgados y finos. Es verdaderamente apuesto, una especie de estatua ambulante, una especie de ídolo. Quizá sus genes no son en absoluto negroides: ¿un etíope, tal vez, el miembro de alguna tribu del Nilo? Sin embargo, lleva su ensortijado pelo negro en un halo de afro amplio y agresivo de treinta o más centímetros de diámetro, cuidadosamente recortado. No me habría sorprendido verle tatuajes en las mejillas o un hueso atravesando sus fosas nasales. A medida que se acerca, mi mente, apenas entreabierta, recibe emanaciones periféricas y generalizadas de su personalidad. Todo es fácil de predecir, incluso estereotiparlo: supongo que es quisquilloso, arrogante, desconfiado, hostil, y lo que me llega es una bullabesa de feroz orgullo racial, vanidosa y arrolladora satisfacción de su cuerpo, desconfianza explosiva de otros…, especialmente blancos. Muy bien. Patrones familiares. De repente, mientras las nubes atraviesan momentáneamente el sol, su alargada sombra cae sobre mí. Se balancea con elasticidad sobre las plantas de sus pies.

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