¿Cómo puedo romper ese vínculo?
Me levanto con dificultad, vacilante. Me tambaleo, tengo los pies torcidos, siento náuseas. La habitación gira velozmente alrededor de mi. ¿Dónde está la puerta? La perilla de la puerta se aleja de mí. Voy directamente hacia ella.
—¿David? —Su voz retumba interminablemente—. David David David David David David David. …
—Aire fresco —musito—. Sólo salgo afuera un minuto…
No sirve de nada. Las imágenes espeluznantes me persiguen incluso cuando abandono la habitación. Sudoroso, me apoyo contra la pared, me aferro a la oscilante pared. El chino pasa junto a mi como un fantasma. A lo lejos oigo el teléfono que suena. La puerta de la nevera se abre y se cierra, se abre y se cierra, el chino pasa junto a mi por segunda vez desde la misma dirección, y la perilla de la puerta se aleja de mi, mientras el universo se pliega sobre sí, encerrándome en un momento lleno de ondas. La entropía disminuye. La pared verde transpira sangre verde. Una voz áspera dice:
—¿Selig? ¿Pasa algo malo?
Es Donaldson, el drogadicto. Su rostro es el rostro de una calavera. Su mano sobre mi hombro es puro hueso.
—¿Estás enfermo? —pregunta.
Sacudo la cabeza. Se inclina hacia mi hasta que sus órbitas vacías quedan a sólo centímetros de mi cara, y me observa detenidamente. Luego añade:
—¡Estás viajando, viejo! ¿No es cierto? Escucha, si estás en un mal viaje, ven a nuestro cuarto, tenemos algo que te podría ayudar.
—No. No hay ningún problema.
Con paso vacilante entro en mi habitación. La puerta, de repente flexible, no quiere cerrarse; la empujo con ambas manos, manteniéndola en su lugar hasta que el pestillo hace clic. Toni está sentada en el mismo sitio donde la dejé. Parece desconcertada. Su cara es algo monstruoso, puro Picasso; me alejo de ella consternado.
—¿David?
Su voz suena cascada y ronca, y parece estar afinada en dos octavas simultáneas con un relleno de lana áspera entre el tono más agudo y el más grave. Agito las manos con desesperación, tratando de hacerla callar, pero sigue hablando, manifestando preocupación por mí, queriendo saber qué ocurre, por qué he estado entrando y saliendo de la habitación como un loco. Cada sonido que emite es un tormento para mi. Y las imágenes no dejan de fluir de su mente a la mía. Ese murciélago peludo lleno de dientes, que tiene mi cara, sigue mirando con cólera desde un rincón de su cráneo. Toni, creía que me amabas. Toni, pensaba que te hacía feliz. Caigo de rodillas y exploro la alfombra llena de tierra, de un millón de años, una pieza desteñida, raída y gastada del periodo pleistoceno. Se acerca a mí, se agacha solícita, ella, que está viajando, preocupada por el bienestar de su compañero que no quiso viajar y que misteriosamente también está viajando.
—No comprendo —susurra—. Estás llorando, David. Tu cara está llena de manchas. ¿Dije algo malo? Por favor, no sigas, David. Estaba teniendo un viaje tan bueno, y ahora… no entiendo…
El murciélago. El murciélago abre sus alas elásticas. Muestra sus colmillos amarillos.
Muerde. Chupa. Bebe.
Pronuncio con dificultad algunas palabras:
—Yo… también… estoy… viajando…
Mi cara golpea contra la alfombra. El olor a tierra penetra en mi nariz seca. Trilobites que se arrastran por mi cerebro. Un murciélago que se arrastra por el de ella. Risas chillonas en el pasillo. El teléfono. La puerta de la nevera: ¡bum, bum, bum! En el piso de arriba los caníbales bailan. El techo que hace presión sobre mi espalda. Mi mente hambrienta que saquea el alma de Toni. El que espíe por un agujero quizá vea cosas que le disgusten. Toni dice:
—¿Tragaste el otro pedazo con ácido? ¿Cuándo?
—No lo hice.
—Entonces, ¿cómo puedes estar viajando?
No respondo. Me acurruco, me agazapo, transpiro, gimo. Esto es el descenso al infierno. Huxley me lo advirtió. No quería el viaje de Toni. No pedí ver nada de esto. Ahora mis defensas han quedado destruidas. Toni me abruma. Me hunde.
Toni dice:
—¿Me estás leyendo la mente, David?
—Sí. —La última confesión miserable—. Te estoy leyendo la mente.
—¿Qué has dicho?
—He dicho que te estoy leyendo la mente. Puedo ver cada uno de tus pensamientos, de tus experiencias. Me veo del modo en que tú me ves. ¡Dios mío, Toni, Toni, Toni, es espantoso!
Me agarra y trata de levantarme para que la mire. Finalmente me incorporo. Su cara está terriblemente pálida; los ojos rígidos. Pide una explicación. ¿Qué es eso de leer la mente? ¿Lo ha dicho de verdad, o es algo que su mente ofuscada por la droga ha inventado? Lo he dicho de verdad, le contesto. Me has preguntado si te estaba leyendo la mente y te he dicho que sí, que lo estaba haciendo.
—Nunca te he preguntado nada por el estilo —me dice.
—He oído cómo lo preguntabas.
—Pero no lo he dicho…—Ahora tiembla. Temblamos los dos. El tono de su voz es de desolación—. Estás tratando de arruinarme el viaje, ¿no es cierto, David? No entiendo. ¿Qué motivos tienes para querer hacerme daño? ¿Por qué me estás confundiendo? Era un buen viaje. Era un buen viaje.
—No para mí—le digo.
—Tú no estabas viajando.
—Pero lo estaba haciendo.
Sus ojos se clavan en mi llenos de una total incomprensión se aleja de mí y se deja caer sobre la cama, sollozando. Desde su mente, a través de las imágenes grotescas producidas por el ácido, me llega una ráfaga de emociones amargas: miedo, resentimiento, dolor, furia. Piensa que he tratado deliberadamente de hacerle daño. Nada de lo que pueda decirle cambiará las cosas. Ya nada podrá cambiar las cosas jamás. Me desprecia. Para ella soy un vampiro, una sanguijuela, un parásito; sabe qué clase de don es el mío. Hemos cruzado un umbral fatal y jamás volverá a pensar en mí sin sentir angustia y vergüenza. Ni yo en ella. Corriendo, salgo de la habitación, atravieso el pasillo hacia la habitación que comparten Donaldson y Aitken.
—Un mal viaje —murmuro—. Siento molestarlos, pero…
El resto de la tarde la pasé con ellos. Me dieron un tranquilizante y me ayudaron a llegar al final del viaje con suavidad. Durante una media hora más me siguieron llegando de Toni las imágenes psicodélicas, como si un inexorable cordón umbilical nos uniera a través del pasillo; pero luego, para mi alivio, la sensación de contacto empezó a debilitarse y declinar y, de repente, con una especie de clic audible en el momento de la separación, desapareció por completo. Mi alma dejó de sentirse acosada por los extravagantes fantasmas. El color, la dimensión y la textura retomaron a sus estados normales. Y por fin quedé libre de esa despiadada imagen mía reflejada. Cuando por fin volví a estar completamente solo en mi cráneo, tuve ganas de llorar para celebrar mi liberación, pero las lágrimas no brotaban. Así que permanecí sentado pasivamente, sorbiendo un Bromo-Seltzer. El tiempo pasó muy lentamente. Donaldson, Aitken y yo hablamos de una manera normal y civilizada sobre Bach, el arte medieval, Richard M. Nixon, marihuana y otros muchos temas. Aunque apenas los conocía, estaban dispuestos a perder un poco de su tiempo para aliviar el dolor de un desconocido. Al cabo de un rato me sentí mejor. Poco antes de las seis de la tarde, les di las gracias por todo lo que habían hecho por mí y regresé a mi habitación. Toni ya no estaba allí. El lugar parecía extrañamente distinto. En las estanterías faltaban libros, en las paredes cuadros; la puerta del armario estaba abierta y faltaba la mitad de las cosas. Dado mi confuso y fatigado estado, tardé un momento en comprender lo que había ocurrido. Al principio imaginé que se trataba de un robo, un secuestro, pero luego vi la verdad. Se había marchado.
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