Unos diez días después de su llegada decidió tratar de matarla telepáticamente. Mientras sus padres estaban ocupados en otras cosas, se dirigió a su habitación, fijó la mirada en el interior de la cuna de su hermana y se concentró con toda la fuerza que pudo en drenar su mente aún no formada fuera del cráneo. Si al menos hubiera algún modo de aspirar la chispa de intelecto que poseía, atraer su conciencia dentro de él, transformarla en un caparazón vacío y sin mente, seguramente moriría. Trató de clavar sus garfios en el alma de la niña. La miró fijamente a los ojos y abrió al máximo su poder recibiendo toda su débil emisión cerebral y tratando de sacar aún más. Ven… ven… tu mente se está deslizando hacia mí… la estoy recibiendo, la estoy recibiendo toda… ¡zam! ¡Tengo tu mente! Aquel conjuro no la alteró, así que siguió gorjeando y moviendo los brazos. La miró con mayor intensidad, redoblando el vigor de su concentración. La sonrisa de su hermana vaciló y desapareció. Frunció el entrecejo. ¿Era consciente de que la estaba atacando, o sólo se sentía molesta por las caras que ponía? Ven… ven… tu mente se está deslizando hacia mí…
Por un momento pensó que lo conseguiría de verdad. Pero luego la niña le lanzó una fría mirada de malevolencia, increíblemente feroz, verdaderamente aterradora por ser la de una criatura, y retrocedió, asustado, temiendo algún contraataque repentino. Al instante siguiente, ella estaba gorjeando de nuevo. Lo había vencido. Aunque siguió odiándola, nunca volvió a tratar de dañarla. Cuando creció y fue lo bastante grande como para saber lo que significaba el concepto del odio, tuvo plena conciencia de lo que su hermano sentía por ella. Y también lo odió. Demostró saber odiar con mucha más eficacia que él. ¡Ah, sí, era una experta odiando!
El tema de esta composición es “Mi primer viaje con ácido”. El primero y el último, tuvo lugar ocho años atrás. En realidad, fue el viaje de Toni y no el mío. A decir verdad, la dietilamida de ácido lisérgico jamás pasó a través de mi aparato digestivo. Lo que hice fue hacerme llevar en el viaje deToni. En cierto sentido aún sigo en ese viaje, ese viaje tan malo. Dejen que les cuente.
Esto ocurrió en el verano del 68. En sí, ese verano fue un mal viaje. ¿Recuerdan el 68? Ese fue el año en el que todos nos dimos cuenta de que todo el asunto se estaba yendo a pique. Me refiero a la sociedad norteamericana. Esa sensación omnipresente de derrumbe inminente y de deterioro que nos resulta tan familiar a todos. Creo que en verdad data del 68, cuando el mundo que nos rodeaba se convirtió en una metáfora del proceso de aumento entrópico violento que tenía lugar en nuestras almas —por lo menos en la mía— desde hacía tiempo.
Ese verano Lyndon Baines MacBird todavia estaba en la Casa Blanca, pero por poco tiempo puesto que había dimitidoen el mes de marzo. Por fin Bobby Kennedy había encontrado la bala que llevaba su nombre, lo mismo que le había sucedido a Martin Luther King. Ninguno de los dos asesinatos fue una sorpresa; lo sorprendente fue que hubieran tardado tanto en cometerlos Los negros estaban incendiando las ciudades; por aquel entonces, sólo quemaban sus barrios, ¿recuerdan? La gente normal y corriente comenzaba a vestir ropas estrafalarias para acudir al trabajo, pantalones acampanados, camisetas y miniminifaldas, estaba de moda dejarse el pelo cada vez más largo, incluso los que pasaban de los veinticinco. Fue el año de las patillas y los bigotes a lo Buffalo Bill. Gene McCarthy, un senador —¿de dónde? ¿Minnesota? ¿Wisconsin?— en las conferencias de prensa citaba poesías como parte de un intento de ganar la nominación presidencial demócrata, pero no cabía duda de que los demócratas, cuando se reunieran para su convención en Chicago, se la darían a Hubert Horatio Humphrey. (¿Y no fue esa convención un hermoso festival de patriotismo norteamericano?) En el otro campo, Rockefeller corría a toda velocidad para alcanzar a Dick, el Tramposo, pero todos sabían a dónde le estaba llevando eso. Seguramente no recuerden un lugar llamado Biafra, donde las criaturas morían de desnutrición, y los rusos movían sus tropas por Checoslovaquia en otra demostración de hermandad socialista. En un lugar llamado Vietnam, que probablemente les gustaría no recordar, descargábamos napalm sobre todo lo que había a la vista con el fin de promover la paz y la democracia, y un teniente llamado William Calley acababa de coordinar la liquidación de más de 100 siniestros y peligrosos viejos, mujeres y niños en la ciudad de Mylai, sólo que aún no sabíamos nada de eso. Los libros que leía todo el mundo eran Parejas, Myra Breckinridge, Las confesiones de Nat Turner y El juego del dinero. No recuerdo las películas de ese año. Aún no habían filmado Busco mi destino y El graduado era del año anterior. Quizá fue el año de El bebé de Rosemary. Sí, creo que sí: 1968 fue, sin duda, el año del diablo. También fue el año en el que mucha gente madura de clase media comenzó a usar tímidamente palabras como “pot” y “yerba” cuando se referían a la marihuana. Algunos de ellos, además de hablar de ella, la fumaban. (Yo. Por fin comencé a fumar a los treinta y tres años.) Veamos, ¿qué más? El Presidente Jonson nombró a Abe Fortas presidente de la Corte Suprema para que reemplazara en el cargo a Earl Warren. ¿Dónde estás ahora, presidente Fortas, cuando te necesitamos? Créase o no, las conversaciones de paz de París acababan de empezar ese verano. Años más tarde nos llegó a parecer que las conversaciones se habían mantenido desde el principio de los tiempos, que eran tan eternas y perpetuas como el Gran Cañón y el Partido Republicano, pero no, las inventaron en 1968. Esa temporada Denny McLain estaba a punto de ganar 31 partidos. Supongo que McLain fue el único ser humano al que 1968 le resultó una experiencia provechosa. Sin embargo, su equipo perdió la Serie Mundial. (No. ¿Qué estoy diciendo? Los Tigers ganaron, 4 partidos a 3. Pero la estrella fue Mickey Lolich, no McLain.) Ésa es la clase de año que fue.
Dios, he olvidado una parte de historia significativa. En la primavera de 1968 tuvimos los disturbios en Columbia, cuando los estudiantes radicales ocuparon la ciudad universitaria (¡Kirk debe irse!), las clases fueron suspendidas (¡Ciérrenla!), los exámenes finales fueron aplazados y hubo altercados nocturnos con la policía, en los que varios cráneos universitarios fueron abiertos y mucha sangre de alta calidad fue a parar a los desagües. Resulta extraño que haya borrado ese acontecimiento de mi mente, cuando de todas las cosas que enumeré aquí fue la única que viví de cerca. Parado en Broadway y la calle Ciento Dieciséis, observando cómo pelotones de polis de mirada dura corrían a toda velocidad hacia la Biblioteca Butler. (Llamábamos “polis” a los policias antes de comenzar a llamarlos “cerdos”, lo que ocurrió ese mismo año un poco más tarde.) Con la mano en alto haciendo el signo V de la Paz y gritando consignas estúpidas como el que más. Agazapado en el pasillo de Furnald Hall mientras la brigada con porras vestida de azul cometia desmanes. Debatiendo tácticas con un barbudo y andrajoso activista que terminó escupiéndome en la cara y llamándome un apestoso soplón liberal. Observando cómo dulces muchachas de Barnard se desgarraban las blusas y agitaban sus desnudos pechos delante de policías lujuriosos y exasperados, mientras lanzaban feroces epítetos anglosajones que las muchachas de Barnard de mi época remota ni siquiera habían oído pronunciar. Observando cómo un grupo de jóvenes y melenudos estudiantes de Columbia orinaban cual ritual sobre una pila de documentos de investigación robados del fichero de algún desafortunado profesor que preparaba su doctorado. Cuando me di cuenta de que incluso los mejores de nosotros éramos capaces de cometer excesos por la causa del amor, la paz y la igualdad humana, entonces supe que no podía haber esperanza para la humanidad. Durante aquellas oscuras noches miré dentro de las mentes de muchas personas y lo único que encontré fue histeria y locura. En una ocasión, desesperado al darme cuenta de que estaba viviendo en un mundo en el que dos bandos de locos luchaban para obtener el control del manicomio, fui a vomitar a Riverside Park tras unos disturbios especialmente sangrientos y me tomó desprevenido (¡a mí, desprevenido!) un hábil asaltante negro de catorce años que, con una gran sonrisa, me robó 22 dólares.
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