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Robert Silverberg: Muero por dentro

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Robert Silverberg Muero por dentro

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Muero por dentro es un clásico de referencia y una de las más inspiradas historias de su autor: en ella aborda un tema tan clásico como es la telepatía de manera sutil, ahondando en el lado oscuro del ser humano, rebosa soledad, devastación interior y sensibilidad. Nombrado para el premio Nebula a la mejor novela en 1972. Nombrado para el premio Hugo a la mejor novela en 1973. Nombrado para el premio Locus en 1973.

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Sabía que el doctor Hittner —desconcertado, totalmente apabullado por el extraño chico Selig— pensaba que lo mejor para todos sería que los padres de David tuvieran un vástago. Esa fue la palabra que usó, vástago, y David tuvo que buscar, como en un diccionario, su significado en la cabeza de Hittner. Vástago: un hermano o una hermana para él. ¡Ah, el maldito traidor con cara de caballo! Aquello había sido lo único que el joven David le había pedido a Hittner que no sugiriera y, naturalmente, lo había sugerido. Pero, ¿qué otra cosa podía esperar? La conveniencia de un vástago había estado alojada allí, en la mente de Hittner, durante todo el tiempo como una granada. Una noche, mientras David leía la mente de su madre, había encontrado el texto de una carta de Hittner. El hijo único es un niño emocionalmente desposeído. Sin las peleas y la influencia recíproca entre los hermanos no es posible que aprenda las mejoras técnicas para relacionarse con sus semejantes, creándose una relación peligrosamente opresiva con sus padres, para quienes se convierte en un compañero en lugar de un dependiente. La panacea universal de Hittner: montones de vástagos. Como si en las familias numerosas no hubieran neuróticos.

David era perfectamente consciente de los desesperados esfuerzos de sus padres por seguir la prescripción de Hittner. No hay tiempo que perder; cada día que pasa el chico crece, sin hermanos, sin los medios para aprender las mejoras técnicas para relacionarse con sus semejantes. Así pues, noche tras noche, los pobres cuerpos envejecidos de Paul y Martha Selig tratan de resolver el problema. Sudorosos, se esfuerzan para seguir adelante con los prodigios contraproducentes de la sensualidad, y todos los meses, en un flujo de sangre, llega la mala noticia: no habrá vástago esta vez. Pero por fin la semilla echa raíces. No le dijeron nada sobre eso, quizá avergonzados de tener que admitir a un chico de ocho años que cosas como el acto sexual ocurrían en sus vidas. Pero él lo sabia. Sabía por qué el vientre de su madre estaba comenzando a abultarse y por qué aún vacilaban en explicárselo. También supo que el misterioso ataque de “apendicitis” de su madre en julio de 1944 fue en realidad un aborto. Supo por qué durante los meses siguientes la tragedia se dibujaba en sus rostros. Supo que ese otoño, el médico de Martha le dijo que en realidad no era prudente que tuviera hijos a los treinta y cinco años, que si insistían en tener un segundo hijo lo mejor seria que lo adoptaran. Supo cuál fue la traumática respuesta de su padre a esa sugerencia : ¿Qué, traer a casa a un bastardo abandonado por alguna sirvienta? Todas las noches, durante semanas, el pobre y viejo Paul permaneció despierto, dando vueltas en la cama, sin confesarle ni siquiera a su mujer por qué estaba tan perturbado; pero, sin saberlo, se lo estaba revelando a su entremetido hijo. Las inseguridades, las hostilidades irracionales. ¿Por qué tengo que criar al mocoso de un extraño, sólo porque ese psiquiatra dice que le hará algún bien a David? ¿Qué clase de basura estaré trayendo a la casa? ¿Cómo puedo querer a este niño que no es mío? ¿Cómo puedo decirle que es judío cuando —¿quién sabe?— quizá lo haya engendrado algún inmigrante irlandés, algún limpiabotas italiano, algún carpintero? Todo esto lo percibe David, que todo lo percibe. Por fin, el viejo Selig habla con su mujer de sus temores, cuidadosamente repasados, diciendo: Quizá Hittner está equivocado, quizá esto sólo es una etapa por la que está pasando David y otro hijo no es la solución indicada. Diciéndole que tenga en cuenta los gastos, los cambios que deberán hacer en su modo de vida; no son jóvenes, tienen muy arraigadas ya sus costumbres, un hijo en este momento de sus vidas, el levantarse a las cuatro de la mañana, los llantos, los pañales. En silencio, David va alentando a su padre porque ¿quién necesita a ese intruso, a ese vástago, a ese enemigo de la paz? Pero, entre llantos, Martha se defiende hablando de la carta de Hittner, leyendo importantes pasajes de su extensa biblioteca sobre psicología infantil, citando condenables estadísticas sobre la incidencia de neurosis, inadaptación, camas mojadas y homosexualidad entre hijos únicos. Para Navidad, el viejo cede. Está bien, está bien, adoptaremos un hijo, pero no aceptaremos cualquier cosa, ¿entiendes? Tiene que ser judío.

Semanas invernales recorriendo las agencias de adopción, diciéndole a David que estos viajes a Manhattan son simples salidas de compras. No lo engañaron. ¿Cómo podría alguien engañar al niño omnisciente? Con sólo mirar detrás de sus frentes podía saber que iban a comprar un vástago. Su único consuelo, su única esperanza era que no pudieran encontrar ninguno. Aún estaban en tiempos de guerra: si no era posible comprar un coche nuevo, quizá tampoco se pudiera conseguir un vástago. Al menos durante varias semanas ése pareció ser el caso. No había muchos bebés disponibles, y los que había parecían tener algún defecto grave: no del todo judíos, o de aspecto demasiado frágil, o demasiado irritables, o del sexo que no buscaban. Había algunos niños disponibles, pero Paul y Martha habían decidido conseguirle a David una hermanita. Eso limitaba mucho las cosas, puesto que la gente tendía a dar con más facilidad niños que niñas para adoptar.

Una nevada noche del mes de marzo David detectó una siniestra nota de satisfacción en la mente de su madre cuando acababa de regresar de otro viaje de compras. Mirando con más atención se dio cuenta de que la búsqueda había terminado. Había encontrado una hermosa niñita de cuatro meses. La madre, de 19 años, no sólo era una judía auténtica. sino que además era estudiante universitaria, la agencia la había descrito como una joven “sumamente inteligente”. No tan inteligente, por supuesto, como para evitar ser fertilizada por un joven y apuesto capitán de la fuerza aérea, también judío, mientras disfrutaba de un permiso en febrero de 1944. Aunque él sintió remordimiento por su descuido, no quiso casarse con la víctima de su lujuria, y estaba ahora de servicio activo en el Pacífico donde, según los padres de la chica, sólo merecía que lo mataran a tiros. La habían obligado a entregar a la criatura para la adopción David se preguntó por qué Martha no había traído al bebé a casa esa misma tarde, pero de pronto descubrió que por delante había varias semanas de formalidades legales, y sólo a mediados de abril por fin su madre le anunció:

—Papá y yo tenemos una maravillosa sorpresa para ti, David.

En honor a la madre de su padre adoptivo, recientemente fallecida, la llamaron Judith Hannah Selig. David la odió al instante Había temido que la pusieran en su cuarto, pero no, colocaron la cuna en la habitación de sus padres; sin embargo noche tras noche, sus llantos llenaron todo el apartamento de estridentes e incesantes gemidos. Era increíble que pudiera hacer tanto ruido, Paul y Martha se pasaban la mayor parte del tiempo alimentándola o jugando con ella o cambiándole los pañales. Eso a David no le importó mucho, ya que los mantenía ocupados y no les permitía ejercer tanta presión sobre él. Pero detestaba tener a Judith en la casa. No veía nada de bonito en sus regordetes miembros, su pelo rizado y sus mejillas con hoyuelos. Al observarla mientras le cambiaban los pañales, encontró algún interés académico en su pequeña hendidura rosada, tan ajena a su experiencia; pero una vez que la vio, su curiosidad quedó satisfecha. Así que tienen una hendidura en vez de una cosa. Muy bien, pero ¿y qué? Por lo general era una distracción irritante. La lectura era su único placer, pero debido al ruido que hacía no podía leer tranquilamente. El apartamento siempre estaba lleno de parientes y amigos que hacían las rituales visitas al nuevo bebé, y sus estúpidas mentes convencionales inundaban el lugar con pensamientos tontos que, como mazos, hacían impacto en la conciencia vulnerable de David. Alguna que otra vez trató de leer la mente del bebé, pero allí no encontró nada salvo glóbulos vagos, borrosos y amorfos de sensaciones nebulosas; le había resultado más interesante leer las mentes de los perros y los gatos. Parecía no tener ningún pensamiento. Todo lo que pudo encontrar fueron sensaciones de hambre, de somnolencia y de débiles liberaciones orgásmicas cuando se mojaba los pañales.

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