—Ciertamente —dijo Haviland Tuf.
—Ciertamente —dijo Jaime Kreen, cada vez más irritado—. Consiguió darle un susto de muerte a Moisés, pero a mí no me engañó ni por un instante, a pesar de todas sus imágenes. El granizo fue la clave. Bacterias, enfermedades, pestilencia. Todo eso queda dentro de los confines de la guerra ecológica. Puede que incluso esa cosa oscura entre en ella, aunque creo que no era sino un invento. Pero el granizo es un fenómeno meteorológico y no tiene nada que ver con la biología o la ecología. Ahí dio un patinazo, Tuf. Pero el resultado final fue muy encomiable y espero que ayude a mantener la humildad de Moisés en el futuro.
—Humildad, cierto —replicó Haviland Tuf. Tendría que haberme tomado un tiempo y trazar mis planes, con más cuidado, para engañar a un hombre dotado de su clarividente percepción, no me cabe duda de ello. Siempre consigue derrotar mis pequeños planes.
Jaime Kreen se rió.
—Me debe cien unidades —le dijo—, a cambio de haber traído y llevado a Moisés.
—Caballero —dijo Haviland Tuf—, jamás olvidaría tal deuda y no es necesario que me la recuerde con semejante brusquedad —abrió la caja que Kreen había traído de Caridad y le entregó cien unidades—. Encontrará una escotilla del tamaño adecuado a su persona en la sección nueve, más allá de las puertas en las que se ve el letrero Control Climático.
Jaime Kreen frunció el ceño.
—¿Escotilla? ¿A qué se refiere?
Haviland Tuf lo miró sin inmutarse.
—Caballero —dijo—, había pensado que le resultaría obvio. Me refiero a una escotilla, un ingenio mediante el cual podrá abandonar el Arca, sin que mi valiosa atmósfera la abandone al mismo tiempo que usted. Dado que no posee nave espacial alguna, resultaría estúpido utilizar una escotilla de mayor tamaño. Tal y como he dicho, en la sección nueve podrá encontrar una escotilla más pequeña y conveniente a su talla.
Kreen parecía atónito.
—¿Piensa expulsarme de la nave?
—No ha elegido usted del modo adecuado sus palabras —dijo Haviland Tuf—, y ésa debe ser la razón de que suenen tan mal al oído. Pero no puedo mantenerle a bordo del Arca y si se marchara en una de mis lanzaderas, no habría nadie capaz de entregármela de nuevo. No puedo permitirme sacrificar una valiosa parte de mi equipo para su conveniencia personal.
Kreen torció el gesto.
Intentó replicar sin denotar inquietud.
—La solución a su dilema es muy simple. Iremos los dos en el Grifo. Me llevará hasta Puerto Fe y luego volverá a su nave.
Haviland Tuf acarició a Dax.
—Interesante —dijo—, pero no creo que tal arreglo pudiera funcionar ya que, naturalmente, debe comprender que el viaje me supondría una grave molestia. Estoy totalmente seguro de que debería recibir cierta compensación a cambio de dicho desplazamiento.
Jaime Kreen contempló durante todo un minuto al pálido e impasible rostro de Haviland Tuf. Luego, con un suspiro, le devolvió las cien unidades.
La flota s’uthlamesa patrullaba los límites del sistema solar, avanzando por la aterciopelada oscuridad del espacio con la callada y majestuosa gracia de un tigre al acecho, en un rumbo que la llevaría directamente hacia el Arca.
Haviland Tuf estaba sentado ante su consola principal, observando las hileras de pantallas y los monitores del ordenador, con leves y cuidadosos giros de cabeza. La flota que ahora se estaba desviando para recibirle, parecía más y más formidable a cada instante que pasaba. Sus instrumentos habían informado sobre unas catorce naves de gran tamaño y abundantes enjambres de cazas. Nueve globos, de un color blanco plateado, erizados con armamento que no le resultaba familiar, formaban las alas del despliegue. Cuatro largos acorazados de color negro iban en los flancos de la cuña, con sus oscuros cascos emitiendo destellos de energía y la nave insignia, situada en el centro, era un colosal fuerte en forma de disco con un diámetro que los sensores de Tuf evaluaban en unos seis kilómetros. Era la nave espacial más grande que Haviland Tuf había visto desde el día en que, diez años antes, había encontrado el Arca a la deriva. Los cazas iban y venían alrededor del disco, como insectos furiosos dispuestos a utilizar su aguijón.
El largo y pálido rostro de Haviland Tuf seguía tan inmóvil e indescifrable como siempre pero Dax, sentado en su regazo, emitió un leve sonido de inquietud y Tuf juntó sus manos formando un puente con los dedos.
Una luz se encendió indicando una comunicación.
Haviland Tuf pestañeó, extendió la mano con tranquila decisión y conectó el receptor.
Había esperado que en la pantalla se materializaría un rostro, pero quedó decepcionado. Los rasgos de su interlocutor estaban ocultos por un visor de plastiacero negro formando parte de un traje de combate que relucía como un espejo. Una estilizada representación del globo de S’uthlam adornaba la cresta metálica que brotaba encima del casco y, detrás del visor, grandes sensores rojizos ardían dando la impresión de dos ojos. A Haviland Tuf la imagen le hizo acordarse de un hombre muy desagradable que había conocido en el pasado.
—No resultaba necesario vestirse con tal formalidad por mi causa —dijo Haviland Tuf con voz átona. Aún más, en tanto que el tamaño de la guardia de honor que han enviado para recibirme, halaga un poco mi vanidad, con un escuadrón mucho más pequeño y no tan imponente habría sido más que suficiente. La formación actual es tan grande y formidable que invita a pensar, y un hombre de naturaleza menos confiada que la mía podría sentir la tentación de malinterpretar su propósito y ver en ella alguna intención intimidatoria.
—Aquí Wald Ober, comandante de la Flota Defensiva Planetaria de S’uthlam, Ala Siete —dijo la imagen de la pantalla con una voz grave, electrónicamente distorsionada.
—Ala Siete —repitió Tuf. Ciertamente. Ello sugiere la posibilidad de que existan como mínimo otros seis escuadrones igualmente dignos de temor. Al parecer las defensas planetarias de S’uthlam han aumentado un tanto desde mi última visita.
Wald Ober no pareció nada interesado en sus palabras.
—Ríndase de inmediato o será destruido —le dijo secamente.
Tuf pestañeó.
—Me temo que existe un lamentable malentendido.
—Se ha declarado un estado de guerra entre la República Cibernética de S’uthlam y la alianza de Vandeen, Jazbo, el Mundo de Henry, Skrymir, Roggandor y el Triuno Azur. Ha entrado en una zona restringida. Ríndase o será destruido.
—No me ha entendido usted, señor —dijo Tuf—. En tan desgraciada confrontación yo soy neutral, aunque no me hubiera dado cuenta de tal calidad hasta ahora mismo. No formo parte de facción, cábala ni alianza alguna y sólo me represento a mí mismo, un ingeniero ecológico con los motivos más benignos que imaginarse puedan. Por favor, no se alarme ante el tamaño de mi nave. Estoy seguro de que en el pequeño lapso de cinco años, los afamados trabajadores y cibertecs del Puerto de S’uthlam no pueden haber olvidado por completo mis previas visitas a su interesantísimo mundo. Soy Haviland.
—Sabemos quién es, Tuf —dijo Wald Ober—, Reconocimos el Arca apenas desconectó el hiperimpulso. La alianza no tiene acorazados que midan treinta kilómetros de largo, alabada sea la vida. Tengo órdenes específicas del Consejo, el cual me indicó que vigilara la zona esperándole.
—Ya veo —dijo Haviland Tuf.
—¿Por qué cree que nuestra ala le está rodeando? —dijo Ober.
—Tenía la esperanza de que fuera un gesto afectuoso de bienvenida —dijo Tuf—. Pensaba que podía tratarse de una escolta amistosa que me trajera sus saludos y cestillas de regalo consistentes en hongos frescos y suculentos, abundantemente sazonados. Pero veo que mis suposiciones carecían de todo fundamento.
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