George R. R. Martin
Los viajes de Tuf
CATÁLOGO SEIS
ARTÍCULO NÚMERO 37433-800912-5442894
CENTRO SHANDELLOR PARA EL PROGRESO DE LA CULTURA Y EL CONOCIMIENTO
DEPARTAMENTO XENOANTROPOLÓGICO
Descripción artículo: cristal codificado vocalmente
Artículo encontrado en: H’Ro Brana (co/ords SQ19, V7715, 121)
Fecha aproximada: grabado unos 276 años normales antes de la actualidad
Clasificar en:
razas esclavas, Hranganos
leyendas y mitos, Hruun
medicina
—enfermedad, no identificada
bases comerciales abandonadas
¿Oiga? ¿Oiga?
Sí, ya veo que funciona. Estupendo.
Soy Rarik Hortvenzy, agente no graduado, advirtiendo a quien pueda descubrir en el futuro mis palabras.
Está anocheciendo y para mí este crepúsculo es el último, El sol se ha hundido tras los riscos occidentales, manchando la tierra con un color rojo sangre, y ahora la noche avanza hacia mí, devorándolo todo sin piedad. Las estrellas se asoman una a una, pero la única estrella que me importa arde día y noche, noche y día. Esa estrella siempre está conmigo y es el objeto más brillante del cielo aparte del sol. Es la estrella de la plaga.
Hoy enterré a Janeel. La enterré con mis propias manos, cavando en el duro suelo rocoso desde el alba hasta la tarde, hasta que los brazos me ardieron a causa del dolor. Una vez terminada mi penosa labor, una vez hube arrojado sobre su cabeza la última palada de este maldito polvo desconocido y hube colocado la última piedra sobre su túmulo, entonces me puse en pie y escupí sobre su tumba.
Todo ha sido culpa suya. Se lo dije no una sola vez, sino muchas, mientras agonizaba y, cuando al final estuvo muy cerca, acabó admitiendo su culpabilidad. Vinimos aquí por su culpa y fue culpa suya que no nos marcháramos de aquí cuando aún podíamos hacerlo, así como que ahora esté muerta (sí, de eso no cabe duda alguna) y que yo vaya a pudrirme sin haber sido sepultado cuando llegue mi hora. Mi carne será un buen banquete para las bestias de la oscuridad, para los voladores y los cazadores nocturnos con los que en tiempos tuvimos la esperanza de comerciar.
La estrella de la plaga brilla con una blancura feroz iluminando toda esta tierra. Una vez le dije a Janeel que había algo equivocado en su luz; que una estrella como ésa debería arder con una llama rojiza. Tendría que envolverse en velos de una fantasmagórica luz escarlata y debería susurrar en la noche vagas historias de fuego y sangre. Pero esta pureza clara y blanca, ¿qué relación guarda con la plaga? Eso fue en los primeros días, cuando nuestra nave nos había depositado aquí para abrir nuestro pequeño y orgulloso centro de comercio, dejándonos luego para partir hacia nuevos destinos. Por aquel entonces, la estrella de la plaga era solamente una de las cincuenta estrellas de primera magnitud que brillaban en estos cielos ignotos, y resultaba incluso difícil distinguirla a primera vista. En esos días sonreíamos al contemplarla, nos reíamos de las supersticiones de los primitivos, de esas bestias atrasadas capaces de suponer que la enfermedad caía del cielo.
Y, sin embargo, la estrella de la plaga empezó a brillar más y más. A cada noche que pasaba su llama se hacía más fuerte, hasta ser visible incluso de día. Pero mucho antes de que eso ocurriera la epidemia ya había empezado.
Los voladores revolotean bajo el nublado cielo. En realidad su vuelo se reduce a un simple planeo y vistos desde lejos no carecen de belleza. Me recuerdan las gaviotas de sombra de mi hogar, del mar viviente que palpita en Budakhar, en el planeta Razyar. Pero aquí no hay mar, sólo cordilleras, colinas y desolación reseca, y sé demasiado bien que vistos de cerca los voladores resultan muy poco hermosos. Son criaturas flacas y terribles, la mitad de altas que un hombre. Tienen la piel áspera como el cuero y sus tendones cubren una extraña osamenta hueca. Sus alas son duras y secas como la piel de un tambor y sus garras son afiladas cual cuchillos. Bajo la gran cresta huesuda que nace como los dientes de una sierra en sus angostos cráneos, arden ojos horribles y rojizos.
Jaleen me dijo que eran inteligentes. Dijo que poseían un lenguaje. He oído sus voces, esos gemidos tan agudos que parecen destrozarte los nervios. Nunca he aprendido a hablar su lenguaje y tampoco ¡aleen lo aprendió. Dijo que tenían sentimientos y que podríamos comerciar con ellos, pero ellos no deseaban comerciar con nosotros. Sabían lo bastante para robarnos, cierto, y ahí terminaba su inteligencia. y pese a todo, tanto ellos como nosotros tenemos algo en común: la muerte.
Los voladores mueren. Los cazadores nocturnos, con sus miembros enormes y retorcidos, con sus nudosas manos provistas de dos pulgares, con sus ojos que arden, en sus cráneos llenos de protuberancias, como las ascuas de una hoguera agonizante. Sí, también ellos mueren. Su fuerza es aterradora yesos ojos, tan enormes como extraños, son capaces de ver en la negrura absoluta que reina cuando las nubes de tormenta cubren incluso el brillo de la estrella de la plaga. En sus cavernas los cazadores hablan en susurros de las grandes Mentes, los amos a los cuales sirvieron en la antigüedad, aquellos que un día volverán para conducirles nuevamente a la guerra. Pero las Mentes no acuden y los cazadores nocturnos mueren, igual que los voladores, igual que esas razas más tímidas y furtivas cuyos cuerpos encontramos en las colinas de pedernal, igual que los animales desprovistos de toda inteligencia, igual que la hierba y los árboles, igual que Janeel y que yo.
Janeel me dijo una vez que este mundo sería para nosotros un tesoro de oro y joyas, pero no ha sido más que un mundo de muerte. H’Ro Brana era su nombre en los viejos mapas, pero yo no pienso llamarlo así. Ella conocía el nombre de todas sus razas pero yo sólo recuerdo uno, Hruun. Ése es el nombre auténtico de los cazadores nocturnos. Dijo que eran una raza esclava de los Hranganos, el gran enemigo ahora desaparecido, derrotado hace un millar de años y cuyos esclavos fueron quedando abandonados en esa larga decadencia. Dijo que este mundo era una colonia perdida, que ahora sólo albergaba un puñado de seres inteligentes ansiosos de comerciar. Sabía muchas cosas ya la vez muy pocas, pero hoy la he enterrado, he escupido sobre su tumba y conozco la verdad. Si fueron esclavos, estoy seguro de que no lo fueron demasiado buenos, pues sus amos hicieron caer sobre ellos el infierno y la cruel claridad de esta estrella enferma.
Nuestra última nave de aprovisionamiento llegó hace medio año. Podríamos habernos marchado. Las plagas ya habían empezado. Los voladores se arrastraban sobre las cimas de los montes, desplomándose por los riscos. Fue allí donde les encontré, con la piel ardiendo y rezumando un extraño fluido, con el cuero de sus alas cubierto de enormes grietas. Los cazadores nocturnos acudieron a nosotros con el cuerpo lleno de heridas purulentas y nos compraron enormes cantidades de paraguas y lonas para protegerse de los rayos de la estrella. Cuando la nave aterrizó podríamos habernos marchado, pero Janeel dijo que nos quedáramos. Tenía nombres para esas enfermedades que mataban a los voladores ya los cazadores nocturnos. Tenía nombres para las drogas capaces de curarlas. Ella creía que cuando le das un nombre a una cosa eres capaz de comprenderla. Creía que podíamos ser sus médicos, que podíamos ganarnos su confianza de bestias y que de ese modo haríamos nuestra fortuna. Compró todas las medicinas que venían en la nave y pidió más, y entonces empezamos a tratar todas esas plagas a las cuales había dado nombre.
Cuando llegó la plaga siguiente también le dio nombre. Ya la siguiente, y a la siguiente, ya la siguiente… pero las plagas nunca cesaban. Primero se le acabaron las drogas y después se le acabaron los nombres y esta mañana he cavado su tumba. Era delgada y nunca estaba quieta, pero durante su agonía se le paralizaron los miembros y, al final, se hincharon hasta el doble de su tamaño normal. Le he dado un nombre a la cosa que la mató: la llamo Plaga de Janeel. No soy demasiado bueno con los nombres. Mi plaga es distinta de la suya y carece de nombre. Cada vez que me muevo siento correr por mis huesos una llama que parece estar viva y mi piel se ha vuelto gris y quebradiza. Cada mañana, al despertarme, encuentro las ropas de la cama cubiertas con trozos de carne que se me han caído de los huesos, empapadas con la sangre de las heridas que han dejado al caer.
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