—Tuf, nuestra última advertencia. Dentro de unos cuatro minutos nos encontraremos a la distancia de tiro. Ríndase ahora o será destruido.
—Caballero —dijo Tuf—, le ruego consulte con sus jefes antes de que cometa un lamentable error. Estoy seguro de que se ha dado alguna confusión en las comunicaciones y…
—Ha sido juzgado en ausencia y se le ha considerado culpable de ser un criminal, un hereje y un enemigo del pueblo de S’uthlam.
—He sido espantosamente malinterpretado —protestó Tuf.
—Hace diez años escapó a nuestra flota, Tuf No crea que podrá hacerlo de nuevo. La tecnología s’uthlamesa no se ha quedado quieta y nuestras nuevas armas pueden hacer trizas sus anticuados escudos defensivos, se lo prometo. Nuestros mejores historiadores estudiaron esa pesada reliquia del CIE que tiene usted Y Yo mismo supervisé las simulaciones. Tenemos su bienvenida perfectamente preparada.
—No tengo el menor deseo de parecer poco agradecido, pero no era necesario tomarse tales molestias —dijo Tuf Volvió la cabeza hacia las pantallas que había a los dos lados de la angosta sala de comunicaciones y estudió la falange de naves s’uthlamesas que se iba cerrando rápidamente sobre el Arca—. Si esta hostilidad no provocada hunde sus raíces en mi cuantiosa deuda para con el Puerto de S’uthlam, puedo tranquilizarle y asegurarle que estoy dispuesto a efectuar su pago de forma inmediata.
—Dos minutos —dijo Wald Ober.
—Lo que es más, caso de que S’uthlam necesite más servicios de ingeniería ecológica me siento repentinamente inclinado a ofrecérselo por un precio sumamente reducido.
—Ya hemos tenido bastante con sus soluciones. Un minuto.
—Al parecer sólo se me permite una opción viable —dijo Haviland Tuf.
—Entonces, ¿se rinde? —le preguntó con suspicacia el comandante.
—Creo que no —dijo Haviland Tuf Extendió la mano y sus largos dedos bailaron sobre una serie de teclas holográficas, levantando las viejas pantallas defensivas del Arca.
El rostro de Wald Ober no resultaba visible, pero en su voz era fácilmente perceptible un matiz sarcástico.
—Pantallas imperiales de la cuarta generación, con triple redundancia y frecuencias superpuestas, con todas las fases de protección coordinadas por los ordenadores de su nave. Su casco está hecho con placas de aleación especial. Le dije que habíamos estado investigando.
—Su avidez de conocimientos me parece de lo más encomiable —dijo Tuf.
—Puede que su siguiente sarcasmo sea el último que profiera, mercader. Así que más le valdría intentar que, al menos, sea bueno. Lo que intento decirle es que conocemos a la perfección todos sus recursos y sabemos, hasta el decimocuarto decimal, la cantidad de castigo que pueden absorber las defensas de una sembradora del CIE y que estamos preparados para darle más de lo que puede manejar —giró la cabeza a un lado—. Listos para empezar el fuego —le ordenó secamente a un subordinado invisible. Cuando el oscuro casco giró nuevamente hacia Tuf, Ober añadió. Queremos el Arca y no podrá impedir que la consigamos. Treinta segundos.
—Me temo que no estoy de acuerdo con ello —dijo Tuf con voz tranquila.
—Harán fuego cuando yo dé la orden —dijo Ober. Si insiste en ello, me encargaré de ir contando los últimos segundos de su vida. Veinte. Diecinueve. Dieciocho…
—Jamás había oído contar con tal vigor —dijo Tuf—. Por favor, le ruego que no se deje distraer por mis malas noticias y no cometa ningún error.
—… Catorce. Trece. Doce.
Tuf cruzó las manos sobre el estómago.
—Once. Diez. Nueve —Ober miró con cierta inquietud a un lado y luego nuevamente hacia la pantalla.
—Nueve —anunció Tuf—, un número precioso. Normalmente le sigue el ocho y luego el siete.
—Seis —dijo Ober, con voz algo vacilante—. Cinco.
Tuf aguardó en silencio.
—Cuatro. Tres —dejó de contar— ¿Qué malas noticias? —rugió súbitamente encarándose con la pantalla.
—Caballero —dijo Tuf—, si piensa usted gritar, tenga la bondad de ajustar el volumen de su comunicación —alzó un dedo. Las malas noticias son que el mero acto de abrir un agujero en las pantallas defensivas del Arca, lo cual no tengo duda alguna de que le resultará fácil conseguir, pondrá en funcionamiento un pequeño dispositivo termonuclear que he situado con anterioridad en la biblioteca celular de la nave, destruyendo con ello todo el material de clonación que hacen del Arca una nave sin parangón, de valor incalculable y ampliamente codiciada por todos.
Hubo un largo silencio. Los relucientes sensores escarlata que ardían bajo el oscuro visor de Wald Ober parecieron arder aún más ferozmente al clavarse en la pantalla que mostraba los impasibles rasgos de Tuf.
—Está mintiendo —dijo por último el comandante.
—Ciertamente —dijo Tuf—, me ha descubierto. Qué idiotez por mi parte el suponer que me resultaría fácil engañar a un hombre de su perspicacia con un engaño tan clara mente infantil. Y ahora me temo que abrirá fuego contra mí, haciendo pedazos mis pobres y anticuadas defensas, con lo cual demostrará que he mentido. Permítame un instante para despedirme de mis gatos —cruzó las manos lentamente sobre su gran estómago y esperó a que el comandante le contestara. La flota de S’uthlam, según indicaban sus instrumentos, se encontraba ahora a distancia de tiro.
—¡Eso es justamente lo que haré, condenado aborto! —gritó Wald Ober.
—Aguardaré con abatida resignación —dijo Tuf sin moverse.
—Tiene veinte segundos —dijo Ober.
—Me temo que mis noticias le han confundido, ya que la cuenta anterior se había detenido en el número tres. Sin embargo, aprovecharé sin vergüenza alguna su error para saborear todos los instantes de vida que aún me quedan.
Durante un tiempo que pareció interminable se contemplaron en silencio. Cómodamente instalado en el regazo de Tuf, Dax empezó a ronronear. Haviland Tuf movió la mano y empezó a pasarla suavemente sobre su largo pelaje negro. Dax aumentó el volumen de su ronroneo y empezó a clavar sus garras en las rodillas de Tuf.
—¡Oh! ¡Váyase al infierno, condenado aborto! —dijo Wald Ober señalando con un dedo la pantalla. Puede que haya logrado detenernos por el momento, Tuf, pero le advierto que ni sueñe con la posibilidad de irse. Su biblioteca celular se perdería igualmente para nosotros si escapara y caso de tener que elegir entre su huida y su muerte, me quedo con su muerte.
—Comprendo su posición —dijo Haviland Tuf—, aunque yo, por supuesto, optaría por la huida. Sin embargo, tengo una deuda que saldar con el Puerto de S’uthlam y no puedo huir tal y como usted teme sin perder mi honor, con lo cual le ruego acepte mis garantías de que tendrá todas las oportunidades del mundo para contemplar mi rostro, y yo su temible máscara, mientras permanecemos atrapados en esta incómoda situación.
Wald Ober nunca tuvo la ocasión de replicar. Su máscara de combate se esfumó de la pantalla y fue reemplazada por un rostro femenino, no demasiado agraciado. Tenía labios anchos; una nariz que había sido rota en más de una ocasión; una piel aparentemente dura como el cuero y con el tono entre azul y negro que es resultado de una prolongada exposición a las radiaciones duras y de muchas décadas consumiendo píldoras anticarcinoma, y unos ojos claros que brillaban entre una red de pequeñas arrugas. Todo ello iba rodeado por una asombrosa aureola de cabellos grises.
—Eso es lo que pasa por hacernos los duros —dijo ella. Ha ganado, Tuf Ober, a partir de ahora es usted una escolta honorífica. Cambie la formación y acompáñele a la telaraña, ¡maldición!
—Qué amabilidad y consideración —dijo Haviland Tuf—. Me complace informarle de que estoy en condiciones de efectuar el último pago que se le debe al Puerto de S’uthlam por las reparaciones del Arca.
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