George Martin - Los viajes de Tuf

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Haviland Tuf es un ser curioso: un mercader independiente de gran tamaño, obeso, calvo y con la piel blanca como el hueso. Es vegetariano, bebe montones de cerveza, come demasiado y le encantan los gatos. Y además es completa y absolutamente honesto. Tuf logra poseer una enorme nave espacial, el Arca, la única superviviente del antiguo Cuerpo de Ingeniería Ecológica de la Vieja Tierra. Al Arca es un artilugio desaparecido hace más de mil años, pero que revive gracias a Tuf y a sus gatos. A lo largo de los siete relatos que forman este libro, Tuf consigue la nave, la repara y resuelve un sinfín de problemas espaciales con la ayuda de la ingeniería ecológica, una profesión que él recupera y a la que añade la impronta de su personalidad, astucia e ironía.

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En la cúpula y en las paredes de la estancia, rodeándoles, vieron las aldeas y a gentes de rostro sombrío que iban por ellas. Echaban los cuerpos de las ranas muertas en las trincheras para incinerarlos. Vieron también el interior de las cabañas, donde los enfermos ardían en las garras de la fiebre.

—Después de la segunda plaga —anunció Haviland Tuf—, la situación actual. Las ranas sangrientas han desaparecido consumidas por su propia voracidad —sus manos bailaron sobre el panel. Los piojos —dijo.

Y entonces llegaron los piojos. El polvo pareció hervir a causa de ellos y en unos segundos estuvieron por todas partes. En las imágenes, los Altruistas empezaron a rascarse frenéticamente y Jaime Kreen (que se había estado rascando durante cierto tiempo antes de partir para K’theddion) se rió en voz baja. Unos instantes después dejó de reírse. Los piojos no tenían el aspecto de los piojos corrientes. Los cuerpos de los Altruistas se cubrieron de heridas ensangrentadas y muchos tuvieron que guardar cama, aullando a causa de¡horrible escozor que sentían. Algunos llegaron a abrirse hondas heridas en la piel y se arrancaron las uñas en su furioso delirio.

—Las moscas —dijo Haviland Tuf Y vieron enjambres de moscas de todos los tamaños, desde las moscas de la Vieja Tierra con sus casi olvidadas enfermedades, hasta las hinchadas moscas con aguijón de Dam Tullian, pasando por los moscardones grises de Gulliver y las lentas moscas de Pesadilla que depositan sus huevos en el tejido viviente. Las moscas cayeron como inmensos nubarrones sobre las aldeas y las Colinas del Honesto Trabajo y las cubrieron como si no fueran más que un estercolero algo más grande de lo normal, depositando sobre ellas una pestilente capa negra de cuerpos que se retorcían zumbando.

—La peste —dijo Haviland Tuf Y vieron cómo los rebaños morían a millares. Las gigantescas bestias de carne, que yacían inmóviles bajo la Ciudad de Esperanza, se convirtieron en montañas nauseabundas. Ni tan siquiera quemarlas sirvió de nada. Muy pronto no hubo carne y los escasos sobrevivientes vagaron de un lado para otro como flacos espectros de mirada enloquecida. Haviland Tuf pronunció algunos nombres: ántrax, la enfermedad de Ryerson, la peste rosada, la calierosia.

—Las llagas —dijo Haviland Tuf Y de nuevo la enfermedad se hizo incontenible, pero esta vez sus víctimas eran los seres humanos y no los animales. Las víctimas sudaban y gemían a medida que las llagas cubrían sus rostros, sus manos y su pecho, hinchándose hasta reventar entre borbotones de sangre y pus. Las nuevas llagas crecían apenas las viejas se habían esfumado. Los hombres y las mujeres andaban a tientas por las calles de las aldeas, ciegos y cubiertos de cicatrices, con los cuerpos repletos de llagas y costras, con el sudor corriendo sobre su piel como si fuera aceite. Cuando caían en el polvo, entre los piojos muertos y los restos del ganado cubierto de moscas, se pudrían allí sin que hubiera nadie para darles sepultura.

—El granizo —dijo Haviland Tuf Y el granizo llegó entre truenos y relámpagos, con gotas de hielo grandes como guijarros, lloviendo del cielo durante un día y una noche, a los que siguieron otro día y otra noche y luego otro y otro más, sin parar nunca. Y entre el granizo vino también el fuego. Los que salieron de sus cabañas murieron aplastados por el granizo y muchos de los que permanecieron dentro de ellas murieron, Cuando el granizo se detuvo por fin, apenas sí quedaba una cabaña en pie.

—Las langostas —dijo Haviland Tuf. Cubrieron la tierra y el cielo, en nubes aún más inmensas que las formadas por las moscas. Aterrizaron por todas partes, arrastrándose, tanto sobre los vivos como sobre los muertos, devorando los escasos alimentos que aún quedaban, hasta que no hubo nada que comer.

—La oscuridad —dijo Haviland Tuf Y la oscuridad avanzó, parecida a una espesa nube de gas negro que vagaba empujada por el viento. Era un líquido que fluía como un río de azabache reluciente. Era el silencio y era la noche y estaba vivo. Por donde iba no quedaba nada que alentara a su paso. Las malezas y la hierba se volvían amarillentas y morían. El suelo se cubría de grietas negruzcas. La nube era más grande que las aldeas, más inmensa que las Colinas del Trabajo Honesto y aún mayor que las anteriores nubes de langosta. Lo cubrió todo, y durante un día y una noche, nada se movió bajo su manto. Después, la oscuridad viviente se marchó y tras ella sólo quedaron el polvo y la tierra reseca.

Haviland Tuf tocó nuevamente sus instrumentos y las visiones se esfumaron. Las luces volvieron a encenderse iluminando la blancura de los muros.

—La décima plaga —dijo entonces Moisés lentamente, con una voz que ya no parecía tan dulce, ni tan segura como antes.— La muerte de los primogénitos.

—Sé admitir mis fracasos —dijo Haviland Tuf—, y soy incapaz de hacer tal tipo de distinciones. Sin embargo, me gustaría indicar que en esas escenas, que nunca llegaron a ser realidad, todos los primogénitos murieron, al igual que los nacidos en último lugar dentro de cada familia. Debo confesar que en cuanto a materias tan delicadas, soy un dios más bien torpe. Tengo que matarles a todos.

Moisés tenía el rostro lívido, pero en su interior ardía aún una chispa de su indomable tozudez.

—No eres más que un hombre —susurró.

—Un hombre —dijo Haviland Tuf con voz impasible. Su pálida manaza seguía acariciando a Dax. Nací hombre y viví durante largos años como tal, Moisés. Pero luego encontré el Arca y he dejado de ser hombre. Los poderes que tengo en mi mano superan a los de casi todos los dioses adorados por la humanidad. No hay hombre alguno a quien no pueda quitarle la vida. No hay mundo en el que me detenga, al cual no pueda destruir por completo o remodelar según mi voluntad. Soy el Señor, tu Dios, o al menos soy lo más parecido a Él que vas a encontrar en tu vida. Tienes mucha suerte de que sea por naturaleza bondadoso, benévolo e inclinado a la piedad y de que me aburra con demasiada frecuencia. Para mí no sois más que fichas, peones y piezas de juego que habría dejado de jugar hace unas cuantas semanas si de mí hubiera dependido. Las plagas me parecieron un juego interesante y lo fueron durante un tiempo, pero no tardaron en hacerse aburridas. Bastaron dos plagas para dejar muy claro que no tenía delante enemigo alguno y que Moisés era incapaz de hacer nada que me sorprendiera. Mis objetivos se habían cumplido. Había rescatado al pueblo de Ciudad de Esperanza y lo demás sería meramente un ritual carente de significado. Por ello, he preferido ponerle fin.

»Márchate, Moisés, deja de molestarme y de jugar con tu plagas. He terminado contigo.

»Y tú, Jaime Kreen, cuida de que tus caritanos no tomen venganza sobre él. Ya habéis tenido victorias suficientes. Dentro de una generación, su cultura, su religión y su modo de vida habrán muerto.

»Recordad quién soy y recordad que Dax es capaz de ver en vuestros pensamientos. Si el Arca volviera a estos lugares y me encontrara con que mis órdenes no han sido cumplidas, todo ocurrirá tal y como os he mostrado. Las plagas barrerán vuestro pequeño planeta hasta que nada aliente sobre él.

Jaime Kreen utilizó el Grifo para devolver a Moisés al planeta y luego, siguiendo las instrucciones de Tuf, recogió cuarenta mil unidades de Rej Laithor y se las llevó al Arca. Haviland Tuf le recibió en la cubierta de aterrizaje, con Dax en brazos.

Aceptó su paga con un leve pestañeo que no habría desentonado en el rostro de un rey.

Jaime Kreen parecía algo pensativo.

—Está fanfarroneando, Tuf —le dijo—. No es ningún dios. Lo que nos enseñó eran meramente simulaciones. jamás podría haber logrado todo eso, pero a un ordenador se le puede programar para que muestre cualquier cosa.

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