—Espero que haya traído también un poco de comida para gatos —dijo secamente Tolly Mune. Ese teórico suministro «para cinco años» que me dejó, se agotó hace ya dos —suspiró. Supongo que no sentirá deseos de retirarse y vendernos el Arca.
—No, ciertamente —replicó Tuf.
—Ya me lo pensaba. De acuerdo, Tufi vaya abriendo la cerveza. Hablaré con usted tan pronto llegue a la telaraña.
—Sin la menor intención de ser irrespetuoso, debo confesar que en este momento no me encuentro en el estado anímico más propicio para atender a una huésped tan distinguida. El comandante Ober me ha informado, hace muy poco, que fui juzgado y declarado criminal y hereje, concepto que me resultaba de lo más curioso dado que, ni soy ciudadano de S’uthlam, ni profeso su religión dominante, pero no por ello ha dejado de inquietarme. En estos momentos me encuentro dominado por el miedo y la preocupación.
—Oh, eso —dijo ella—. Era sólo una formalidad carente de todo significado práctico.
—Ya veo —dijo Tuf.
—¡Infiernos y maldición! Tuf, si vamos a robar su nave necesitamos una buena excusa legal, ¿no? Somos un condenado gobierno. Se nos permite robar todo lo que nos venga en gana, siempre que podamos adornarlo con una reluciente cobertura legal.
—Rara vez durante mis viajes me he encontrado con un funcionario político dotado de una franqueza como la suya, debo admitirlo. La experiencia me resulta más bien refrescante. Con todo, y pese a encontrarme ahora algo más tranquilo, ¿qué garantías tengo de que no continuará en sus esfuerzos por apoderarse del Arca una vez esté a bordo?
—¿Quién, yo? —dijo Tolly Mune. Vamos, ¿cómo podría hacer algo semejante? No se preocupe, vendré sola —sonrió—. Bueno, casi sola. Espero que no tendrá objeción a que me acompañe un gato, ¿verdad?
—Ciertamente que no —dijo Tuf—, y me complace saber que los felinos entregados a su custodia han prosperado durante mi ausencia. Estaré esperando ansiosamente su llegada, Maestre de Puerto Mune.
—Tuf, para usted ahora soy la Primera Consejera Mune —dijo ella con cierta irritación antes de apagar la pantalla.
Nadie había acusado en toda su vida a Haviland Tuf de ser un temerario. Escogió una posición, doce kilómetros más allá del final de uno de los grandes muelles radiales que emanaban de la comunidad orbital conocida como el Puerto de S’uthlam, y mantuvo sus pantallas conectadas mientras aguardaba. Tolly Mune acudió a la cita, en la pequeña nave espacial que Tuf le había entregado cinco años antes con ocasión de su visita anterior a S’uthlam.
Tuf desconectó las pantallas para dejarla pasar y luego abrió la gran cúpula de la cubierta de aterrizaje para que pudiera posarse en ella. Los instrumentos del Arca indicaban que su nave estaba llena de formas vitales, sólo una de las cuales era humana en tanto que el resto mostraban los parámetros correspondientes a la especie felina. Tuf fue a recibirla con uno de sus vehículos de tres ruedas. Vestía un traje de terciopelo verde oscuro que sujetaba con un cinturón alrededor de su amplio estómago. Sobre la cabeza llevaba una algo maltrecha gorra decorada con la insignia dorada del Cuerpo de Ingeniería Ecológica. Dax le acompañaba, tendido sobre las grandes rodillas de Tuf, como una enorme piel negra que alguien hubiera dejado olvidada.
Cuando la escotilla se abrió por fin, Tuf aceleró decididamente por entre el confuso montón de maltrechas naves espaciales que se habían ido acumulando durante los años en la cubierta y fue en línea recta la rampa de la nave recién llegada, por la cual ya estaba bajando Tolly Mune, la antigua Maestre del Puerto de S’uthlam.
Junto a ella venía un gato.
Dax se incorporó al instante con su negro pelo erizado y su gorda cola tan hinchada como si acabara de introducirla en un enchufe. Su habitual aletargamiento se había esfumado y de un salto abandonó el regazo de Tuf para subirse a la capota del vehículo, con las orejas pegadas al cráneo y bufando enfurecido.
—Vaya, Dax —dijo Tolly Mune—, ¿ése es modo de recibir a un condenado pariente? —sonrió y se agachó para acariciar al enorme animal que estaba a su lado.
—Había esperado ver a Ingratitud o a Duda —dijo Haviland Tuf.
—Oh, se encuentran muy bien —dijo ella—, al igual que toda su maldita descendencia que ya se cuenta por varias generaciones. Tendría que haberlo supuesto cuando me entregó una pareja. Un macho fértil y una hembra. Ahora tengo… —frunció el ceño, hizo unos rápidos cálculos con los dedos y añadió… veamos, creo que tengo dieciséis. Sí. Y dos embarazadas —señaló con el pulgar la nave espacial que tenía a la espalda—. Mi nave se ha convertido en un inmenso asilo de gatos. A la mayoría la gravedad les preocupa tan poco como a mí. Han nacido y se han criado sin ella. Pero nunca entenderé cómo pueden estar llenos de gracia, en un momento dado, y al siguiente cometer las más hilarantes torpezas.
—La herencia felina abunda en contradicciones —dijo Tuf.
—Éste es Blackjack —le cogió en brazos y luego se incorporó con él—. Maldición, pesa. Eso es algo que nunca se nota en gravedad cero.
Dax miró fijamente al otro felino y le echó un bufido.
Blackjack, pegado al viejo y algo maltrecho dermotraje de Tolly Mune, bajó la vista hacia el gran gato negro, con desinteresada altivez.
Haviland Tuf tenía dos metros y medio de alto y su corpulencia corría pareja a su talla, en tanto que, comparado cor los demás gatos, Dax era tan grande como Tuf lo era, en relación a los demás hombres.
Blackjack lo era más aún.
Tenía el pelo largo y sedoso, gris en la parte superior y de un leve tono plateado en los flancos. Sus ojos eran también de un gris plateado y al mirarlos daba la impresión de que se contemplaban dos inmensos lagos sin fondo, llenos de serenidad, pero algo inquietantes al mismo tiempo. Era el animal más increíblemente hermoso que existiría jamás en el Universo, por mucho que éste se expandiera, y lo sabía. Tenía los modales de un príncipe de la realeza.
Tolly Mune se instaló con cierta torpeza en el asiento contiguo al de Tuf.
—También es telepático —le dijo con voz alegre—, igual que el suyo.
—Ya veo —dijo Haviland Tuf Dax había vuelto a su regazo, pero seguía tenso e irritado y no paraba de bufar.
—Jack me dio el modo de salvar a los demás gatos —dijo Tolly Mune y en su rostro apareció una expresión de reproches—. Dijo que me dejaba comida para cinco años.
—Para dos gatos, señora —dijo Tuf—. Es obvio que dieciséis felinos consumen bastante más que Duda e Ingratitud por sí solos —Dax se acercó un poco más al recién llegado, le enseñó los dientes y volvió a bufar.
—Tuve bastantes problemas cuando se terminó la comida. Dada nuestra eterna falta de provisiones, me resultaba bastante difícil justificar que estuviera malgastando calorías en unas alimañas.
—Quizá pudiera haber considerado la posibilidad de poner ciertos frenos a la reproducción de sus felinos —dijo Tuf—. Opino que dicha estrategia habría dado indudablemente sus resultados y de ese modo su hogar podría haberse convertido en un microcosmos educativo de los problemas s’uthlameses y de sus posibles soluciones.
—¿Esterilización? —dijo Tolly Mune—. Tuf, eso va contra la vida. Descartado. Tuve una idea mejor. Les describí cómo era Dax a ciertos amigos, técnicos en biología y cibertecs, ya sabe y me fabricaron mi propio ejemplar, a partir de células de Ingratitud.
—Cuán adecuado —replicó Tuf.
Tolly Mune sonrió.
—Blackjack ya casi tiene dos años. Me ha sido tan útil que me ha permitido conseguir un permiso alimenticio para los otros. Además, ha sido una preciosa ayuda en mi carrera política.
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