Algis Budrys - El laberinto de la Luna

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El laberinto de la Luna: краткое содержание, описание и аннотация

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El científico Ed Hawks ha creado el transmisor de materia, una máquina increíblemente poderosa que puede enviar a un hombre a la Luna al tiempo que crea un duplicado suyo aquí en la Tierra. Pero todos los voluntarios que son enviados a la Luna mueren unos pocos minutos más tarde en el laberinto alienígena que ha sido descubierto allí, mientras que sus duplicados terrestres, unidos tlepáticamente a ellos, se ven sumidos en la locura. Hasta que aparece Al Barker, un aventurero que ha pasado toda su vida desafiando a la muerte, y que ahora está dispuesto a desentrañar definitivamente ese desafío alienígena…

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—Quizá tu problema sea con la muerte.

La expresión de él se hizo infinitamente lejana. La compostura de su cara y de su cuerpo se modificó.

—Sí —corroboró—, así es.

Finalmente se puso de pie, con las manos en los bolsillos, después de haber permanecido sentado durante largo tiempo sin pronunciar palabra.

—Es tarde. Será mejor que me marche —anunció.

Elizabeth alzó la vista de su trabajo.

—¿Aún sigues con ese proyecto?

Sonrió con un gesto torcido.

—Supongo que sí. Doy por hecho que toda la gente que necesito aparecerá en el trabajo mañana.

—¿Es que algunos se quedan en casa los sábados?

—¿Oh? ¿Mañana es sábado?

—Pensé que era eso lo que querías dar a entender.

—No. No, no lo recordaba. Y pasado mañana será domingo.

Elizabeth enarcó las cejas y repuso inocentemente:

—Sí, normalmente es así.

—Cobey estará bastante irritado —murmuró Hawks, perdido en sus pensamientos—. Tendrá que pagarle a los técnicos horas extra.

—¿Quién es Cobey?

—Un hombre, Elizabeth. Otro hombre que conozco.

Ella le condujo a casa, al edificio de apartamentos estucado con una tonalidad pastel construido a mediados de los años 20 donde él tenía su vivienda de batalla de una habitación y media.

—Nunca antes había visto el lugar donde vivías —dijo ella, mientras ponía el freno de mano.

—No —admitió él. Su rostro estaba tenso por la fatiga. Permaneció sentado con la barbilla apoyada sobre el pecho y las rodillas contra la guantera—. Es… —Con un gesto vago de la mano indicó el edificio con techo de tejas, en cuyas paredes se veían unas grietas que habían sido enyesadas en repetidas ocasiones y pintadas de nuevo por encima de la pintura original—. Es un lugar.

—¿Nunca echas de menos el campo y la granja? ¿Los territorios abiertos? ¿Los bosques? ¿El cielo despejado?

—No había muchos campos abiertos —contestó él—. En su mayor parte se criaban pollos, y todo estaba lleno de gallineros de una o dos plantas. —Miró fuera de la ventanilla—. Gallineros. —La observó de nuevo—. ¿Sabes? Los pollos son muy proclives a los problemas respiratorios. Estornudan y roncan toda la noche, por millares…, es un sonido que pende sobre pueblos enteros, como el gemido de una multitud lejana que llorara. Los pollos. Solía preguntarme si sabían lo que éramos nosotros…, por qué los teníamos encerrados y los hacíamos comer de unos abrevaderos y beber de unas espitas. Por qué los protegíamos de la lluvia y nos rompíamos las espaldas para llevarles una mezcla húmeda de granos. Por qué entrábamos cada semana a su gallinero y les quitábamos los excrementos de debajo de sus nidos e intentábamos mantener los gallineros tan limpios de cualquier enfermedad como fuera posible. Me preguntaba si lo sabían, y si ésa era la causa por la que cacarearaban mientras dormían. Pero, por supuesto, los pollos sonabismalmente estúpidos. De todas las cosas vivas del mundo, sólo el Hombre piensa como el Hombre.

Abrió la puerta del coche, se volvió a medias para salir, y luego se detuvo.

—¿Sabes?… ¿Sabes? —comenzó de nuevo—. Cuando estamos juntos, hablo mucho. —La miró con una expresión de disculpa—. Debes aburrirte mucho con mi charla.

—No me importa.

Él sacudió la cabeza.

—No te entiendo. —Le sonrió con gentileza.

—¿Te gustaría hacerlo?

Él parpadeó.

—Sí. Mucho.

—Puede que yo también sienta lo mismo hacia ti.

Volvió a parpadear.

—Bueno —dijo—. Bueno, creo que he dado por sentado eso todo el tiempo, ¿verdad? Nunca lo pensé. Jamás. —Sacudió la cabeza. Añadió con pesar—: Sólo el Hombre piensa como el Hombre. —Salió del coche y se quedó al lado de la puerta, mirándola—. Has sido muy amable conmigo esta noche, Elizabeth. Gracias.

—Quiero que me llames de nuevo tan pronto como puedas.

De repente, él frunció el ceño.

—Sí. Tan pronto como pueda —repitió con voz perturbada. Cerró la puerta y se quedó dándole unos golpecitos al marco de la ventanilla abierta—. Sí —insistió. Sonrió con una mueca—. El tiempo pasa —se quejó en voz baja—. Te…, te llamaré —le confirmó, y se alejó en dirección a la casa de apartamentos, con la cabeza gacha y los brazos colgando a los costados, las manos largas abriéndose y cerrándose al ritmo de sus pasos, siguiendo una trayectoria levemente errática, de modo que había recorrido el sendero de uno a otro extremo antes de alcanzar la puerta del edificio y ponerse a buscar las llaves.

Por fin consiguió abrir la puerta. Dio media vuelta, miró hacia el coche y agitó la mano con un movimiento rígido, como si no estuviera seguro de que hubieran terminado su conversación. Luego dejó caer el brazo y empujó la puerta.

SIETE

Barker llegó al día siguiente al laboratorio con los ojos enrojecidos. Le temblaban las manos mientras se ponía la ropa interior.

Hawks se le acercó.

—Me alegra verle aquí —comentó con cierta incomodidad.

Barker alzó la vista y no replicó nada.

Hawks prosiguió:

—¿Está seguro de que se encuentra bien? Si no se siente bien podemos cancelarlo hasta mañana.

—Deje de preocuparse por mí —repuso Barker.

Hawks se llevó las manos a los bolsillos.

—Bien. ¿Ha ido a ver a los especialistas de navegación?

Barker asintió.

—¿Fue capaz de darles un informe detallado de los resultados de ayer?

—Parecieron felices. ¿Por qué no aguarda hasta que digieran toda la información y le lleven los informes a su escritorio? ¿Qué le importa a usted lo que yo encuentre ahí arriba mientras siga avanzando y no me venga abajo? ¿No es verdad? A usted no le importa lo que me suceda; lo único que yo hago es trazar un camino para que sus inteligentes técnicos no tropiecen con nada cuando suban y lo desmonten todo, ¿cierto? Así que, ¿a usted qué le preocupa, salvo que me pierda y tenga que encontrar a un nuevo tipo? ¿Y cómo lo haría? ¿A cuánta gente cree usted que tenía Connington en sus planes dentro de su cabeza? No eran planes que conducían hasta aquí, ¿verdad? De modo que, ¿por qué no me deja en paz?

—Barker… —Hawks sacudió la cabeza—. No, olvídelo. No tiene ningún sentido que hablemos.

—Espero que lo cumpla.

Hawks suspiró.

—De acuerdo. Hay una cosa más; a partir de ahora, esto va a continuar día tras día, siempre que las condiciones astronómicas lo permitan. No pararemos hasta que usted haya salido por el otro lado de la formación. Una vez que comencemos, nos resultará difícil interrumpir el impulso. Pero, si en alguna ocasión, desea usted tomarse un descanso: trabajar en sus coches, cualquier cosa…, si nos es posible, lo haremos. Nosotros…

Los labios de Barker se tensaron en una mueca.

—Hawks, he venido aquí a hacer algo. Y pretendo llevarlo a cabo. Es lo único que deseo hacer. ¿De acuerdo?

Hawks asintió.

—Muy bien, Barker. —Se sacó las manos de los bolsillos—. Espero que no nos lleve demasiado tiempo cumplirlo.

Hawks bajó por el corredor hasta que llegó a la sección de navegación. Llamó a la puerta y entró. Los hombres del equipo de especialistas alzaron la vista, y luego se apiñaron de nuevo alrededor del mapa a gran escala de la formación que ocupaba la mesa de cuatro metros cuadrados en el centro de la sala. Sólo el oficial de la Guardia Costera que estaba al mando se aproximó a Hawks mientras los demás, pacientemente, marcaban la gran lámina de plástico con tiza de color rojo sujeta a los extremos de unos señaladores de madera. Uno de ellos se hallaba al lado de una grabadora, con la cabeza ladeada mientras escuchaba la voz de Barker.

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