A pesar de todo, cuando pienso en el dragón, siento que mi destino es mejor que el suyo. Al menos yo poseo un cierto grado de libertad, y lo tuve casi desde el momento en que llegué a la nave. Desde la muerte de la gatita me pregunté a menudo por qué todos los otros prisioneros están encerrados, mientras que a mí se me permite vagabundear libremente entre las cubiertas. Por alguna razón decidieron que yo no representaba ningún peligro para ellos. Quizá sus amos sean parecidos a mí. Me confiaron a la gatita; me permitieron ingresar en la huerta, y me mostraron dónde se guardaban las semillas. Tuve acceso incluso al laboratorio. Hasta los glupys me obedecen. Cualquiera que lea estas páginas se preguntará qué son los glupys. Yo los llamo tortugas de hierro. Tan pronto como comprendí que eran máquinas, y que no podían asimilar las cosas más simples, comencé a llamarlos glupys. Para mí misma, claro.
A pesar de todo, cuando reflexiono acerca de mi situación aquí, creo que no estoy en mejores circunstancias que las demás criaturas, encerradas detrás de las barras, o confinadas en pequeños cuartos. La única ventaja de que dispongo, es que mi prisión es un poco más espaciosa que la de ellos. Y eso es todo. Por intermedio de los glupys traté de explicar a la Máquina, el Cerebro Principal, que era simplemente criminal raptar a una persona y retenerla de esta forma. Quería explicarle que sería más provechoso para ellos establecer contactos con nosotros, con la Tierra. Pero pronto me convencí que no había ninguno de Ellos aquí —sólo máquinas—. Y a ellas sólo se les había ordenado volar a través del Universo, recoger todo lo que encontraran a su paso, y luego informar sobre sus hallazgos a su base de origen. Pero el vuelo de retorno se hace demasiado largo. Todavía tengo esperanzas de poder sobrevivirlo, y si lo hago, me encontraré con Kilos, y les contaré todo. Quizás Ellos desconozcan totalmente la existencia de otro tipo de vida inteligente fuera de su propio planeta.
Cuando Pavlysh finalizó la lectura de la página en alta voz, Dag comentó:
— Yo diría que su razonamiento, en lo fundamental, es bastante lógico.
— Por supuesto que la Nave era un robot de investigación — dijo Pavlysh—, pero hay un elemento intrigante aquí, y Natasha lo descubrió.
—¿Cuál? — preguntó Sato.
— Pienso que es muy extraño que una nave de semejante tamaño, enviada a una misión tan distante, no mantenga un contacto de algún tipo con una base, o con su propio planeta de origen. Obviamente ha estado navegando durante muchos años, y de ese modo la información se torna obsoleta.
— No estoy de acuerdo — discrepó Dag—. Supongan que existen varios de estos navíos. Cada uno de ellos asignado a un sector de la Galaxia.
Y ahora imaginemos que navegan durante muchos años. No hay ninguna diferencia. Las naves encuentran (Dios no lo quiera) vida orgánica en uno de cada cien planetas; entonces remiten la información. ¿Qué significa un lapso de cien años para una civilización capaz de enviar tales naves de reconocimiento? Luego podrían examinar sus trofeos con todo detenimiento, y decidir dónde enviar sus expediciones.
—¿Y secuestrar todo lo que se cruza en su camino? — Sato no podía disimular su hostilidad hacia los amos de la Nave.
—¿Pero qué criterio podrían tener los robots para determinar si la criatura que han atrapado debe ser considerada inteligente?
— Bueno, Natasha, por ejemplo, estaba vestida. Ellos habrán visto nuestras ciudades.
— No puedo tragarme eso — contestó Pavlysh—. ¿Quién puede asegurar que la gente inteligente del Mundo X no sea nudista, y acostumbren a vestir a sus mascotas?
Dag sacudió la cabeza:
— Quizá sus medidas de seguridad tendientes a no atrapar criaturas inteligentes son tan complejas, que a veces las pasan por alto. En todo caso, tratan de conservar sus presas vivas.
— Están malgastando su aliento — señaló Pavlysh, pasando a la página siguiente—. Todavía no sabemos nada de los sujetos que fletaron esta nave. Ni conocemos lo que tenían en mente. No existe nada como ellos en ninguna parte de la Galaxia explorada por el hombre. Así que deben proceder de algún remoto rincón del Universo. Todo lo que sabemos es que visitaron nuestro planeta, y, por alguna razón, no regresaron a su hogar.
— Quizá sea preferible que no lo hicieran — observó Dag.
Sus compañeros guardaron silencio.
Más tarde, de alguna forma encontraré tiempo para referirme a mis primeros años de cautiverio. Por el momento todo me parece nebuloso y distante: mi terror y desesperación; mis vanos intentos de encontrar una salida; incluso he pensado en irrumpir en el cuarto de control y destrozar sus instrumentos. Total, ¿qué importa si perecemos todos? Estos fueron mis pensamientos durante el tiempo que temí que visitáramos nuevamente la Tierra, y sucediera algo terrible. Sin embargo, comprendí que no podía enfrentarme con la tecnología de la Nave. Ni siquiera un centenar de ingenieros podría. Pero ahora es tiempo que regrese a los sucesos ocurridos recientemente, hace pocas semanas o meses, después de haber encontrado el papel, y comenzar a llevar el diario.
Los nuevos prisioneros capturados en la última redada fueron ubicados en mi cubierta, probablemente porque respiran mi misma atmósfera. Al principio los mantuvieron en cuarentena en otro nivel, y luego los trasladaron a unos pequeños cubículos cercanos a mis propias habitaciones. Mis esperanzas crecieron: quizás ellos también fueran humanos, o al menos humanoides. Sin embargo, cuando los vi (noté que los glupys traían comida a sus celdas) comprendí que una vez más me decepcionaría terriblemente. Recuerdo haber visto una vez, en un mercado de Yaroslavl, una fuente de holoturias expuestas para su venta. Entonces me pregunté cómo la gente podía comer cosas tan repugnantes. Otros clientes del mercado reaccionaron de la misma forma que yo. Pues bien, los animales recientemente capturados se asemejaban mucho a aquellas holoturias. Tenían aproximadamente el tamaño de un perro, viscosas y repulsivas. Regresé a mi camarote tan trastornada que ni siquiera pude comenzar a escribir algo acerca de ellos en mi diario. Si mis esperanzas habían volado tan alto, no era justo que se me decepcionara de tal forma. A las holoturias no se les permite abandonar sus cuartos. Pronto descubrí que había cinco de ellas dos en un pequeño cuarto y tres en una celda, detrás de una puerta metálica. También tuve oportunidad muy pronto de ver su comida, pues los glupys restringieron el espacio de mi huerta para cultivar unas bateas llenas de una especie de humus orgánico, que se movía y olía espantosamente. Luego les llevaban esas bateas de humus a las holoturias.
El dragón ha experimentado otra recaída. Realicé algunas pruebas de laboratorio. Iván Abramovich, del personal de nuestro hospital, debería haberme visto en ese momento. Él siempre me apremiaba para que continuara mis estudios, decía que con mi aguzado sentido intuitivo me convertiría en un buen médico. Pero la vida me hizo a un lado, y continué siendo una ignorante, de lo que ahora me arrepiento enormemente. En realidad, en muchas ocasiones substituí a los técnicos de laboratorio, y sabía cómo efectuar las pruebas y asistir a las operaciones. Un hospital pequeño es un buen terreno de práctica, y aconsejo a todas las enfermeras pasar alguna temporada en uno de ellos. Sin embargo, ¿de qué me servirían aquí mis conocimientos?
—¿Por qué estás tan callado? — preguntó Dag—. ¿Te estás salteando algo?
— Luego lo leerás tú mismo. Estoy tratando de encontrar las partes importantes — replicó Pavlysh.
A pesar de que la apariencia de las holoturias era repugnante, reconozco que mi reacción fue injusta: ellas no me habían hecho ningún daño. Más aún: ya me había acostumbrado a vivir entre prodigios y monstruos que ninguna pesadilla podría igualar. Cuando recuento los días pasados aquí, la monótona e interminable cadena que forman es aterradora. Pero cuando pienso en ello, reconozco que cada día que transcurre aporta algo nuevo. ¡Qué criatura resistente es el ser humano! Estoy segura que los otros cautivos, y quizás mi dragón también, me contemplan como una monstruosidad.
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