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Kirill Bulychev: Media vida

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Kirill Bulychev Media vida

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Kirill Bulychev es uno de los más versátiles y populares escritores jóvenes de la ciencia ficción soviética. Su imaginación, humor y talento lo hicieron merecedor de una introducción del ya consagrado Theodore Sturgeon, para los magníficos relatos de este volumen. Uno de los mas originales y logrados es Media Vida, el diario de una mujer que soporta el cautiverio junto con extraños animales de otros planetas,que serán sus aliados en una nave espacial manejada por robots. En un alarde de imaginación y humor, Protesta, es la mas refinada crítica a un sistema burocrático. La doncella de Nieve, es la recreación de un cuento de hadas proyectado a un tiempo y un mundo muy distinto, que sin embargo no ha perdido el sentido de la poesía y el amor. En la tierra o en el espacio, sus personajes son cálidamente humanos, buscan la libertad, el amor o la paz, con resultados insospechados. Siete cuentos de antología que colocan a Bulychev en la primer línea de los autores de ciencia ficción del mundo.

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— Todo está bien — anunció Dola—. Colócame allí para que pueda girar aquella perilla.

Natasha la ubicó lo más alto que pudo, y Dola manipuló algo en la Máquina.

—¡Escucha! ¿Puedes oírlos? ¡Son los nuestros! ¡Nuestros compañeros se han apoderado de la consola principal! — exclamó Dola, ya de vuelta en el suelo, y reptando junto a la Máquina—. Si todo funciona correctamente, podremos pilotar la Nave. Dola escuchaba atentamente los siseos provenientes de un círculo negro — evidentemente algún tipo de intercomunicador— e instruía a Natasha sobre lo que debía hacer en los casos en que no podía alcanzar personalmente alguno de los controles de la Máquina. Natasha se sentó en el suelo a descansar.

— Están tratando de colocar la Nave en control manual — explicó Dola luego de una larga pausa. Repentinamente, Dola lanzó un grito. Natasha nunca había oído gritar a una de las holoturias; algo le debía haber aterrorizado terriblemente. Las luces en la cara de la Máquina comenzaron a apagarse una tras otra, parpadeando más y más débilmente, como despidiéndose unas a otras. El siseo proveniente del altavoz se transformó en un débil chillido.

—¡Apúrate! ¡Rápido! ¡A la lancha! — gritó Dola. Habían pasado por alto un elemento clave. Aunque todas las apariencias externas indicaban que la Máquina se había rendido a la voluntad de los cautivos rebeldes, había conservado, sin embargo, un grupo de células dentro de su memoria que le ordenaban cesar completamente su funcionamiento en el caso en que fuerzas exteriores intentaran controlarla.

Los empujones y gestos urgentes de Dola obligaron a Natasha a ponerse en pie, aunque sentía una extraña sensación de calma, al aferrarse con toda su alma a un pensamiento salvador.

— Este es el final. Todo está bien. Ahora iremos a casa.

Incluso mientras corría detrás de Dola a través del corredor, pasando junto a los glupys chamuscados, incluso mientras saltaban sobre la cubierta, y Dola le ordenaba cargar rápidamente el bote con provisiones, continuaba arrullándose a sí misma con el pensamiento de que todo saldría bien. Después de todo, ¿no habían sojuzgado a la Máquina?

Natasha dejó caer las provisiones a través de la escotilla del bote y volvió corriendo en busca de agua y tanques de aire comprimido adicionales. Dola, olvidando el vocabulario aprendido, y confundiéndose desesperadamente, trató en vano de explicarle que la Máquina había dejado de generar aire y calor, que la Nave moriría pronto, y que todo estaría perdido a menos que aprovisionaran el bote y lo alistaran para despegar. Las otras dos holoturias se precipitaron desde el puente de mando, arrastrando con ellas algunos instrumentos, y comenzaron a afanarse alrededor de la lancha.

Natasha no podría decir cuánto tiempo había durado el ajetreo y la confusión, pero luego de su décimo o duodécimo viaje hasta el invernadero, comprendió que la Nave se había enfriado notablemente, y que la respiración se tornaba dificultosa. Se sorprendió que las predicciones de Dola se concretaran tan rápidamente. La Nave agonizaba lentamente.

Natasha estaba a punto de regresar hasta su cabina en busca de sus pertenencias, cuando Dola le avisó que deberían partir en escasos minutos. Por lo tanto, en vez de dirigirse a recoger sus posesiones, decidió cargar un tanque de aire extra. Todos necesitarían el aire, y ella podría pasarse sin su falda, su pañuelo y sus tazas.

Mientras arrastraba el tanque hacia la lancha, divisó por el rabillo del ojo la bolsa que había tejido con cables coloreados.

¡Mi Dios! — pensó—. ¡Casi me olvido!

Corrió hacia el bote y dejó caer el tanque de aire a través de la escotilla.

—¡Rápido! Sube a bordo — llamó Dola desde la lancha, rodando el pesado tanque dentro de ella.

—¡Un momento! — contestó Natasha—. Estaré de vuelta enseguida.

—¡Ahora! — aulló Dola.

Demasiado tarde. Natasha ya había comenzado a correr a través del pasillo a recoger la bolsa, y luego en dirección al cubo de. vidrio donde aguardaban las burbujas.

A la vista de Natasha, las burbujas se dispersaron del centro del cubo, como pétalos de flores.

—¡Pronto — las urgió ella— o se quedarán aquí! La lancha está por despegar.

Para su sorpresa, las burbujas rodaron obedientemente dentro de la bolsa, que resultaba así más pesada aún que los tanques de aire. Natasha la arrastró a lo largo del corredor; a pesar del frío riguroso, traspiraba y jadeaba en busca de aire.

Si no hubiera estado tan concentrada en el intento de alcanzar el bote, hubiera notado con tiempo suficiente la repentina aparición de uno de los glupys gigantes. Generalmente, el robot vigilaba otro sector de la Nave, pero al captar sus sensores una interrupción producida en uno de los sistemas (mientras la Nave moría), rodó a lo largo de los pasillos, tratando de localizar la causa de la avería.

Sólo unos pocos pasos separaban a Natasha del bote cuando el glupy la descubrió. Mientras tanto, el robot ya había avistado la lancha y apuntado su rayo ígneo directamente hacia la escotilla.

El rayo giró rápidamente hacia ella; Natasha sólo tuvo tiempo de arrojar a un lado el saco con las burbujas. Ese breve segundo de demora proporcionó a Dola el tiempo necesario para cerrar violentamente la escotilla. El siguiente disparo del glupy sólo consiguió ennegrecer el costado del bote. Habiendo agotado su carga, el glupy se inmovilizó sobre la pequeña pila de cenizas. Había cesado de funcionar. Las burbujas se derramaron fuera de la bolsa, rodaron por la cubierta.

Dola abrió la compuerta y comprendió al instante lo sucedido. Pero era imposible demorar la partida un solo instante más. Quizás, de haber sido humano, Dola hubiera recogido las cenizas, únicos restos de Natasha, para enterrarlos en su tierra natal. Sin embargo, las holoturias ignoran tales costumbres.

Dola aseguró la escotilla. El bote salvavidas se separó de la Nave moribunda y se disparó hacia las estrellas, en dirección a su propio sistema solar.

Pavlysh recogió del suelo un chamuscado trozo de género, todo lo que quedaba de Natasha. Luego reunió las burbujas, formando con ellas una pila. La historia había finalizado trágicamente, aunque aún quedara una esperanza de haberse equivocado. Quizás, de alguna forma, Natasha se había ingeniado para huir en la lancha.

Se levantó y cruzó por sobre el frío e inerte robot que hasta último momento había cumplido lo que se le ordenara, que había permanecido allí durante, todos esos años, apuntando hacia el vacío. El robot había cumplido con su cometido, custodiando la nave contra todo daño posible.

— No has dicho una palabra en dos horas — dijo Dag—. ¿Algo anda mal?

— Te lo contaré después — respondió Pavlysh—. Más tarde.

Se encontraban sentados en una mesa cercana a la ventana. Sofía Petrovna bebía limonada; Pavlysh, cerveza. Era una buena cerveza, oscura. Saber que uno puede bebería, que no se está en servicio activo, y que el próximo examen físico está a tres meses de distancia, incrementa el delicioso placer de cometer una falta menor, perdonable.

—¿Les está permitido tomar cerveza? — preguntó Sofía Petrovna.

— Sí —contestó Pavlysh, secamente.

Convencida de que los astronautas no beben cerveza, Sofía Petrovna sacudió su cabeza con escepticismo. Y estaba en lo cierto. Apartó la vista de Pavlysh y recorrió el interminable campo de aterrizaje sólo interrumpido por la prístina belleza de las siluetas de las naves espaciales destacándose contra un ocaso naranja.

— Parece tomar bastante tiempo — comentó ella.

Sofía Petrovna impresionaba a Pavlysh como una mujer algo insulsa, demasiado formal. Estudiando su agudo perfil, y su pelo gris, tersamente peinado hacia atrás, Pavlysh llegó a la conclusión que probablemente fuera una competente profesora de ruso, pero dudó que sus alumnos la apreciaran.

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