Ira Levin - Las poseídas de Stepford

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Las poseídas de Stepford: краткое содержание, описание и аннотация

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En la apacible y bucólica ciudad de Stepford las mujeres están poseídas por algo extraño, dificil de precisar, pero que en todo caso las induce a guardar una conducta sorprendentemente ejemplar. Por su parte, los maridos también observan un comportamiento intachable. Nadie se explica los motivos de unas vidas tan modélicas. Johanna, recién llegada a Stepford con su marido y sus hijos, decide investigar el enigma, sin imaginar que se verá atrapada en una pesadilla escalofriante… Las Poseídas de Stepford es una novela tan original como sobrecogedora, un nuevo hito en la producción del autor de la célebre La Semilla del Diablo.

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Bobbie iba a sangrar. Era pura coincidencia que Dale Coba hubiera trabajado en robots para Disneylandia, y que Claude Axhelm se las echara de Henry Higgins, que Ike Mazzard dibujara sus croquis halagüeños. Coincidencia que ella se hubiera ofuscado hasta…, hasta la locura. Sí, locura. («No es catastrófico —había dicho la doctora Fancher sonriendo—. Estoy segura de poder ayudarla.»)

Bobbie iba a sangrar, y ella volvería a su casa y entraría en calor.

¿A su casa, con Walter?

¿Cuándo había empezado a desconfiar de él, a sentir que nada los unía? ¿De cuál de los dos era la culpa?

Se le había puesto la cara más redonda. ¿Por qué no lo había advertido hasta hoy? ¿Había estado demasiado ocupada tomando fotografías, trabajando en el cuarto oscuro?

Llamaría a la doctora Fancher el lunes, iría a tenderse en el diván de cuero marrón; lloraría un poco, probablemente, y procuraría llegar a ser feliz.

Los hombres aguardaban en la esquina de Fox Hollow Lane.

Se obligó a caminar más de prisa.

Frank estaba esperando en la puerta iluminada de Bobbie. Los hombres conversaron con él y se volvieron a Joanna que avanzaba lentamente por el senderito.

Frank sonrió:

—Dice que sí, que lo hará con gusto si eso representa un alivio para usted.

Joanna entregó la linterna al hombre de la camisa verde. Su cara, ancha y curtida tenía una expresión enérgica; le sacó de los hombros su chaquetón y dijo:

—Nosotros esperaremos aquí.

—No es necesario que ella se…

—Sí, lo es. Ande, o volverá a empezar con sus cavilaciones.

Frank salió al umbral y anunció:

—Está en la cocina.

Joanna entró en la casa, y se sintió inmediatamente envuelta en su tibieza. Una música de rock trompeteó y aporreó desde el piso alto.

Recorrió el pasillo, flexionando las manos doloridas.

Bobbie estaba esperando, parada en la cocina; vestía pantalones rojos y delantal con una enorme margarita aplicada.

—Hola, Joanna —dijo, sonriendo.

Una Bobbie acicalada y pechugona. Pero no un robot.

—Hola —dijo Joanna. Se aferró a la jamba de la puerta, se reclinó y apoyó la cabeza.

—Lamento saber que estás en semejante estado.

—Lamento estar en él.

—No me importa cortarme un poco el dedo si eso va a sosegar tu mente.

Bobbie se dirigió a una alacena. Su andar era suave, parejo, gracioso. Abrió un cajón.

—Bobbie… —dijo Joanna. Cerró un momento los ojos, y los abrió de nuevo—. ¿Eres realmente Bobbie?

—Por supuesto que sí —dijo Bobbie con una cuchilla en la mano. Fue hasta el fregadero y añadió—: Acércate. Desde ahí. no puedes ver.

La música de rock atronó.

—¿Qué pasa arriba? —preguntó Joanna.

—No sé. Dave tiene allí a los chicos. Acércate. No puedes ver.

La cuchilla era grande y de hoja puntiaguda.

—Te vas a amputar la mano con esa cosa —dijo Joanna.

—Tendré cuidado —sonrió Bobbie—. Acércate. —Y le hizo una seña, empuñando la cuchilla.

Joanna enderezó la cabeza y soltó la mano de la jamba. Entró en la cocina, tan inmaculada, tan reluciente, tan poco de Bobbie.

Se paró de pronto. «La música es por si grito —pensó—. Ella no va a cortarse el dedo: va a…

—Acércate —dijo Bobbie, de pie junto al fregadero, haciéndole señas y empuñando la cuchilla de hoja puntiaguda.

Nada catastrófico, doctora Fancher, ¿eh? ¿Pensar que son robots…? ¿Pensar que Bobbie sea capaz de matarme…? ¿Está segura de que me puede ayudar?

—No es necesario que lo hagas —dijo a Bobbie.

—Sosegará tu mente.

—Voy a ver a una psicoanalista en los primeros días del año. £50 es lo que sosegará mi mente. Así lo espero, por lo menos.

—Acércate —dijo Bobbie—. Los hombres aguardan.

Joanna se adelantó hacia Bobbie, que estaba de pie junto al fregadero, cuchilla en mano, con un aspecto tal de realidad —la piel, los ojos, el pelo, las manos, el movimiento acompasado del seno bajo el delantal— que no podía ser un robot, sencillamente no podía serlo, y se acabó el asunto.

Los hombres estaban parados en el umbral, exhalando vapor, con las manos hundidas en los bolsillos. Frank zarandeaba las caderas al compás de la estrepitosa música de rock.

—¿Qué puede llevar tanto tiempo? —dijo Bernie.

Wynn y Frank se encogieron de hombros.

La música de rock atronó.

—Voy a llamar a Walter para informarle que la encontramos —dijo Wynn. Y entró en la casa.

— ¡Consigue las llaves del coche de Dave! —le gritó Frank.

CAPÍTULO TERCERO

La plaza de estacionamiento del supermercado estaba completamente llena, pero encontró un lugar conveniente para aparcar, cerca de la entrada; esto, sumado al calorcito del sol y al olor dulce y húmedo del aire cuando bajó del coche, hizo que se sintiera menos fastidiada de haber tenido que salir de compras. Un poco menos fastidiada, en el peor de los casos.

Miss Austrian venía hacia ella, cojeando y bastoneando, desde la entrada del supermercado, con una bolsita de papel en la mano y —no podía creerlo— una sonrisa amistosa en su pálida cara de Reina de Corazón. ¿Le estaba dedicada a ella esa sonrisa?

—Buenos días, Mrs. Hendry —dijo Miss Austrian.

¡Qué les parece! Resulta que el negro es un color tolerable.

—Buenos días —contestó.

—Por cierto que marzo se está despidiendo como un corderito, ¿verdad?

—Sí. Y eso que prometía ser un león de dos cabezas.

Miss Austrian se detuvo y se quedó mirándola.

—Hace meses que no la vemos por la biblioteca —dijo—. Espero que no nos haya abandonado por la televisión.

—Oh, no, jamás. Estuve trabajando —contestó con una sonrisa.

—¿En un nuevo libro?

—Sí.

—Qué bien. Avíseme cuando esté a punto de publicarse. Encargaremos un ejemplar.

—No dejaré de hacerlo. Y pronto iré por allí. Ya casi he terminado con él.

—Que pase un buen día —dijo Miss Austrian, sonriendo, y se puso en marcha con su bastón.

—Gracias, usted lo mismo.

Bueno, ya había una venta.

Tal vez ella había sido demasiado susceptible. Tal vez Miss Austrian se mostrara fría con todo el mundo, aun con los blancos, hasta que llevaban unos meses de residencia.

Traspuso las puertas automáticas del supermercado y encontró un carrito vacío. Los pasillos presentaban el desfile habitual de los sábados a la mañana.

Circuló rápidamente, tomando lo que necesitaba, maniobrando el carrito dentro, fuera y alrededor. « ¡Permiso! ¡Permiso, por favor! » Todavía la irritaba la forma en que hacían sus compras estas mujeres, deslizándose lánguidamente, como si no sudaran nunca. ¿Hasta qué punto podía ser blanca la gente? ¡Si hasta llenaban sus carritos así! Ella podía comprar todo el supermercado, en el tiempo que les llevaba un solo pasillo.

Joanna Eberhart se acercaba, despampanante con su abrigo celeste, de cinturón ajustado. Tenía una figura extraordinaria, y estaba más bonita de lo que Ruthanne recordaba, con el pelo oscuro y sedoso peinado hacia atrás en graciosas ondas esponjadas. Avanzaba lentamente mirando los estantes.

—Hola, Joanna —saludó Ruthanne.

Ella se detuvo y la miró, con ojos castaños de tupidas pestañas.

—Ruthanne. Hola —dijo, y sonrió—. ¿Cómo está?

Un rojo vivo realzaba la curva de sus labios: un rosa pálido, su cutis perfecto.

—Yo, bien —contestó Ruthanne, sonriendo—. A usted no necesito preguntarle cómo está: se la ve esplendorosa.

—Gracias. He estado cuidando más de mi persona últimamente.

—Salta a la vista.

—Perdone que no la haya llamado.

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