Ira Levin - Las poseídas de Stepford

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Las poseídas de Stepford: краткое содержание, описание и аннотация

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En la apacible y bucólica ciudad de Stepford las mujeres están poseídas por algo extraño, dificil de precisar, pero que en todo caso las induce a guardar una conducta sorprendentemente ejemplar. Por su parte, los maridos también observan un comportamiento intachable. Nadie se explica los motivos de unas vidas tan modélicas. Johanna, recién llegada a Stepford con su marido y sus hijos, decide investigar el enigma, sin imaginar que se verá atrapada en una pesadilla escalofriante… Las Poseídas de Stepford es una novela tan original como sobrecogedora, un nuevo hito en la producción del autor de la célebre La Semilla del Diablo.

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—Buenas noches —dijo Mr. Cornell.

—Buenas noches —coreó su mujer—. Vuelva pronto.

Salió a la calle, iluminada de Navidad. Pasaba alguno que otro coche, con ruido de chorro.

Las ventanas de la «Asociación de Hombres» estaban encendidas, como las de todas las casas, escalonadas más allá, pendiente arriba. El rojo, el verde y el naranja hacían guiños desde algunas. Inhaló profundamente el aire de la noche, franqueó un banco de nieve afirmándose en las botas, y atravesó la calle.

Caminó hasta el pesebre inundado de luz y se paró a mirar: María, José y el Niño; los corderos y las cabras alrededor. Todo tenía apariencia de realidad, y, sin embargo, resultaba un poquito disneylesco.

—¿También ustedes hablan? —preguntó a María y a José.

No hubo respuesta; siguieron sonriendo, y nada más.

Permaneció allí un momento —ya no temblaba— y se encaminó de nuevo hacia la biblioteca.

Entró en el auto, puso en marcha el motor y encendió los faros; tomó el medio de la calle, dio marcha atrás, aceleró, pasó delante del pesebre y enfiló cuesta arriba.

La puerta se abrió cuando iba llegando por el senderito de la entrada, y Walter preguntó:

—¿Dónde estuviste?

Joanna se sacudió las botas contra el umbral.

—En la biblioteca.

—¿Por qué no llamaste? Pensé que habías tenido un accidente. Con esta nieve…

—Los caminos están despejados —dijo Joanna, restregando las suelas contra el felpudo.

— ¡Deberías haber llamado, por Dios! Son más de las seis.

Ella entró y Walter cerró la puerta.

Dejó su bolso sobre la silla y empezó a quitarse los guantes.

—¿Qué tal la doctora? —preguntó Walter.

—Muy agradable. Comprensiva.

—¿Y qué dijo?

Ella se metió los guantes en los bolsillos y empezó a desabrocharse el abrigo.

—Piensa que necesito un poco de terapia —contestó—. Para sacar a luz mis sentimientos, antes de mudarnos. Estoy «arrastrada en dos direcciones por exigencias conflictivas». —Se quitó el abrigo.

—Bueno, a mí me parece un consejo bastante sensato. ¿Y a ti?

Ella miró el abrigo, que sujetaba por el forro del cuello, y lo dejó caer encima del bolso y de la silla. Tenía las manos frías; se las frotó, palma contra palma, mirándolas.

Miró a Walter, que la vigilaba atentamente y había ladeado la cabeza. La barba le enarenaba las mejillas y le sombreaba el surco del mentón. Tenía la cara más redonda de lo que ella hubiera creído —estaba engordando— y debajo de sus ojos maravillosamente azules, la piel había empezado a formar bolsas. ¿Cuántos años tenía ahora? Iba a cumplir cuarenta el tres de marzo.

—A mí me parece un error —dijo por fin—. Un tremendo error. —Bajó los brazos y se palmeó los costados—. Me voy con Pete y Kim a la ciudad —añadió—, a casa de Shep y…

—¿Para qué?

—…Silvia, o a un hotel. Te llamaré dentro de uno o dos días, o te haré llamar por alguien. Otro abogado.

Walter la miró fijamente:

—¿De qué estás hablando?

—Lo sé todo —dijo Joanna—. Estuve leyendo números viejos de la Crónica. Sé lo que Dale Coba hacía antes, y sé lo que está haciendo ahora. Él y esos otros… genios de «CompuTech» y de «Instatron».

Walter, que la miraba fijamente, parpadeó:

—No sé de qué estás hablando.

—¡Oh, acaba con eso!

Joanna le volvió la espalda, fue por el pasillo a la cocina y encendió las luces. La abertura que daba al comedor de diario mostró oscuridad. Se volvió: Walter estaba en la puerta.

—No tengo la más remota idea de lo que estás hablando —dijo.

Ella pasó de largo a su lado.

—Déjate de mentir. No haces más que mentirme desde que tomé la primera fotografía.

Giró sobre sí misma, se abalanzó a la escalera y empezó a subir, gritando:

—¡Pete! ¡Kim!

—No están aquí.

Lo vio llegar del pasillo por encima del pasamanos.

—Como no llegabas, juzgué prudente sacarlos de casa esta noche. Por si hubiera ocurrido algo mala.

Ella se volvió: y lo miró desde arriba:

—¿Dónde están?

—Con amigos. Están perfectamente.

—¿ Cuáles amigos?

Walter dobló y llegó al pie de la escalera.

—Están perfectamente —repitió.

Ella giró hasta tenerlo de frente; encontró el pasamanos y lo aferró.

—Nuestro fin de semana solos, ¿eh?

—Creo que deberías tumbarte un rato—dijo Walter.

Apoyó una mano en la pared y la otra en la barandilla, y prosiguió:

—Estás desvariando, Joanna. ¡Y luego Diz! ¿Qué pinta Diz en el asunto? Y eso de que yo no he hecho más que mentirte, como acabas de decir…

—¿Qué pasó? ¿Ordenaste que adelantara la entrega? ¿Por eso estaban todos tan ocupados esta semana? ¡Juguetes de Navidad!, ése es el espantapájaros. ¿Y tú qué estabas haciendo, probando las medidas?

—Francamente, no entiendo de qué estás.

—El autómata —dijo Joanna. Se inclinó hacia él sosteniéndose del pasamanos—. ¡El robot! Oh, ya veo: el fiscal se sorprende ante un nuevo alegato. Te estás desperdiciando en fideicomisos y herencias; el lugar que te corresponde es una sala de justicia. ¿Y cuánto cuesta? ¿Quieres decírmelo? ¿Cuánto se paga corrientemente por una esposa de cocina con mucha pechuga y ninguna exigencia? ¡Un dineral, supongo! ¿O las fabrican baratas en la «Asociación de Hombres» por puro espíritu de camaradería? ¿Y adonde van a parar las verdaderas, al incinerador? ¿A la laguna de Stepford?.

Walter la miró, sin moverse: una mano en la pared, la otra sobre la barandilla.

—Sube y acuéstate —dijo. —Voy a salir.

Él sacudió la cabeza:

—No. No, mientras estés hablando de esa forma. Sube y descansa.

Joanna bajó un escalón:

—No pienso quedarme aquí para…

—No vas a salir. Ahora sube y descansa. Cuando te hayas calmado, los dos… trataremos de conversar razonablemente.

Ella lo miró, parado ahí, bloqueando la escalera; miró su abrigo sobre la silla…, se volvió y subió rápidamente. Entró en el dormitorio, cerró la puerta con llave, encendió las luces.

Fue a la cómoda, tiró de un cajón y sacó un grueso suéter blanco. Lo desdobló con una sacudida, metió los brazos y los embutió en las mangas. Tiró del cuello alto hacia abajo, por encima de la cabeza, se juntó el pelo y lo dejó en libertad.

La puerta fue probada desde el otro lado; resistió y recibió unas palmadas.

—¿Joanna?

— ¡Lárgate! —dijo, mientras se bajaba el suéter alrededor del cuerpo—. Estoy descansando. Me dijiste que descansara.

—Déjame entrar un minuto.

Ella se quedó vigilando la puerta, sin hablar.

—Joanna, quita la llave.

—Después. Quiero estar sola un rato.

Se quedó inmóvil, vigilando la puerta.

—Muy bien. Después.

Parada, escuchó… el silencio…, volvió a la cómoda y deslizó suavemente el cajón superior. Hurgó hasta encontrar un par de guantes blancos; se los puso, los ajustó; sacó una larga bufanda a rayas y se la enlazó al cuello.

Fue a la puerta, tendió el oído, apagó las luces.

Fue a la ventana y alzó la cortina. Brilló la luz del senderito. El living de los Claybrook estaba iluminado pero vacío; las ventanas del piso alto, oscuras.

Alzó el marco de la ventana sigilosamente. La contraventana de tormenta estaba detrás.

Se había olvidado de la maldita.

Empujó contra la parte inferior; estaba apretada, no se movería. La golpeó con el canto del puño enguantado primero, y empujó nuevamente con las dos manos. Cedió unas pulgadas hacia afuera y hacia arriba, y no cedería más. Las abrazaderas metálicas de los lados estaban abiertas hasta el límite posible; habría tenido que desclavarlas del marco.

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