Ira Levin - Las poseídas de Stepford

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Las poseídas de Stepford: краткое содержание, описание и аннотация

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En la apacible y bucólica ciudad de Stepford las mujeres están poseídas por algo extraño, dificil de precisar, pero que en todo caso las induce a guardar una conducta sorprendentemente ejemplar. Por su parte, los maridos también observan un comportamiento intachable. Nadie se explica los motivos de unas vidas tan modélicas. Johanna, recién llegada a Stepford con su marido y sus hijos, decide investigar el enigma, sin imaginar que se verá atrapada en una pesadilla escalofriante… Las Poseídas de Stepford es una novela tan original como sobrecogedora, un nuevo hito en la producción del autor de la célebre La Semilla del Diablo.

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— ¡Para, para un minuto! —dijo Walter, haciendo ademanes apaciguadores con los brazos extendidos.

—No. —Joanna sacudió enérgicamente la cabeza—. No. Lo que sea, tarda cuatro meses en actuar. Significa que me queda uno solo para escapar, tal vez menos: nos mudamos el 4 de setiembre.

—Por el amor de Dios, Joanna…

—Charmaine vino a vivir en julio; en noviembre cambió. Bobbie llegó en agosto, y ahora estamos en diciembre.

Se volvió y se apartó de Walter.

El grifo del fregadero goteaba. Apretó la llave violentamente, y dejó de gotear.

—Ya leíste esa carta del Departamento de Salud —dijo Walter.

—Sí. Mucho olor y poca bosta, para citar a Bobbie. —Joanna se volvía y miró de frente—. Hay algo, tiene que haber algo. Anda, echa un vistazo. ¿Quieres hacerlo, por favor? ¡Tiene el busto levantado hasta acá, y el trasero tan fajado que se reduce prácticamente a nada! La casa parece un comercial, ¡como la de Carol, y la de Donna, y la de Kit Sundersen!

—Tarde o temprano tenía que limpiarla alguna vez: era un chiquero.

—¡ Ha cambiado, Walter! No habla igual que antes, no piensa igual que antes… ¡Y yo no voy a quedarme clavada aquí para que me ocurra lo mismo!

—Tú no vas a…

Kim entró del jardín, con la carita colorada en la capucha orlada de piel.

—Quédate fuera, Kim —dijo Walter.

—Necesitamos provisiones —dijo la pequeña—. Salimos de excursión.

Joanna fue en busca del tarro de galletitas, lo abrió y sacó unas cuantas.

—Aquí tienes —dijo, poniéndolas en las manos emnitonadas de Kim—. No os alejéis mucho de casa. Está oscureciendo.

—¿Podemos llevar copos de maíz?

—No tenemos copos de maíz. Anda.

Kim salió y Walter cerró la puerta.

Joanna se sacudió unas migas de la mano.

—La casa es mejor, y podemos conseguir que la dejen en cincuenta y tres mil quinientos —dijo—. Y ahora nos darían esa suma por ésta, Buck Raymond me lo aseguró.

—No vamos a mudarnos —dijo Walter.

—¡Pero tú admitiste esa posibilidad!

—Para el verano próximo, no cuando…

—¡Yo no seré yo el verano próximo!

—Joanna…

—¿Es que no entiendes? ¡Me va a pasar lo mismo a mí, en enero!

—¡No te va a pasar nada!

—Eso le dije yo a Bobbie. ¡Las bromas que le habré hecho por el agua mineral!

Walter se acercó más.

—No hay nada en el aire, no hay nada en el agua —dijo—. Si ellas cambiaron, fue exclusivamente por las razones que te dieron: porque de pronto vieron que habían sido perezosas y negligentes. ¿Que Bobbie se interesa ahora por su apariencia? Pues bien, ¡ya era tiempo! Tampoco a ti te vendría mal mirarte en un espejo de vez en cuando.

Ella lo miró fijamente; él desvió los ojos, se le enrojeció la cara, y la miró de nuevo.

—Sostengo lo dicho: eres una hermosa mujer, y maldita la molestia que te tomas ya por parecerlo, salvo para una fiesta y alguna ocasión así.

Le volvió la espalda, dio unos pasos y se paró delante de la cocina; hizo girar un botón en un sentido y en otro.

Joanna lo miraba.

—Te diré lo que vamos a hacer… —empezó Walter.

—¿Tú quieres que cambie?

—Por supuesto que no. No seas tonta.

—¿Es eso lo que quieres? ¿Una atractiva fregona emperifollada?

—Todo lo que dije fue…

—¿Y por eso Stepford era el único lugar conveniente para mudarnos? Alguien te pasó el dato, ¿eh? «Llévala a Stepford, Wally viejo: allí hay algo en el aire que te la transformará en cuatro meses.»

—No hay nada en el aire —dijo Walter—. El dato que me pasaron fue: «Buenas escuelas, bajos impuestos.» Escucha: voy a tratar de ver las cosas desde tu punto de vista, para llegar a una especie de dictamen justo. Tú quieres mudarte, porque tienes miedo de «cambiar»; y yo pienso que estás ofuscada y… un poco histérica, y que una mudanza, en este momento, resultaría demasiado perjudicial para todos, especialmente para Pete y Kim. —Se interrumpió y tomó aliento—. Pues bien, hagamos lo siguiente —prosiguió—: Tú vas a conversar un rato con Alan Hollingsworth, y si él opina que estás…

—¿Con quién?

—Con Alan Hollingsworth —repitió Walter, y esquivó sus ojos—. El psiquiatra, ¿te acuerdas? —Volvió a mirarla—. Si él opina que no estás atravesando una…

—No necesito un psiquiatra —dijo Joanna—. Y si lo necesitara, no acudiría a Alan Hollingsworth. Vi a su mujer en la «Asamblea de Padres y Maestros»: es una de ellas. Diría que no estoy en mis cabales, no te quepa duda.

—Elige algún otro entonces. El que quieras. Si no estás pasando por una… crisis alucinadora o algo parecido, nos mudaremos lo más pronto posible. Mañana a la mañana voy a ver esa casa, y hasta haré un depósito para que la reserven.

—No necesito un psiquiatra —insistió Joanna—. Necesito irme de Stepford.

—Vamos, Joanna, creo que mi proposición es bastante justa. Tú nos pides que soportemos un trastorno muy grave, y yo pienso que, por el bien de todos y por tu propio bien, por el tuyo principalmente, debes asegurarte de que estás viendo las cosas con toda la lucidez que supones.

Ella lo miró en silencio.

—¿Y bien?

No dijo nada; siguió mirándolo.

—¿Y bien? —preguntó Walter nuevamente—. ¿No lo encuentras razonable?

—Bobbie cambió cuando estaba a solas con Dave —observó Joanna—. Y Charmaine cambió cuando estaba a solas con Ed.

Él miró a otro lado, meneando la cabeza.

—¿A mí me va a ocurrir en la misma ocasión? ¿En nuestro fin de semana íntimo?

— ¡La idea fue tuya!

—¿Y si no se me hubiera ocurrido, quizá la habrías sugerido tú?, ¿o no?

—¿Ves? ¿Te das cuenta de cómo estás hablando? Quiero que recapacites sobre lo que te he dicho. No puedes alterar nuestras vidas de ese modo, en el arrebato de un momento. Ni es razonable que lo pretendas.

Se volvió bruscamente y salió de la cocina.

Joanna, parada en el mismo lugar, se llevó la mano a la frente y cerró los ojos. Estuvo así un momento; después bajó la mano, abrió los ojos y meneó la cabeza. Fue hasta el refrigerador, lo abrió y sacó un tazón cubierto y un paquete de carne del supermercado.

Walter estaba sentado ante el escritorio, escribiendo en un bloc amarillo. El cigarrillo apoyado en el cenicero mandaba una cinta de humo hacia el interior de la lámpara. Miró a Joanna y se quitó las gafas.

—De acuerdo —dijo ella—. Lo consultaré… con alguien. Pero tendrá que ser una psiquiatra.

—Me parece buena idea.

—¿Y tú harás mañana un depósito para que reserven la casa?

—Sí, a menos que le vea algún inconveniente serio.

—No lo hay. Es una buena casa, construida hace apenas seis años. Con una hipoteca satisfactoria.

—Muy bien.

Ella se quedó mirándolo.

—¿Tú quieres que cambie?

—No. Me gustaría sólo que te pusieras un poquito de carmín, de tiempo en tiempo. No es un cambio enorme. También me gustaría cambiar yo un poco: por ejemplo, bajando unos kilos.

Joanna se echó el pelo hacia atrás.

—Voy a trabajar un rato en el cuarto oscuro —dijo—. Pete sigue despierto. ¿Quieres estar con el oído alerta?

—Seguro —contestó Walter, sonriéndole.

Ella lo miró, se volvió y se fue.

Llamó al servicial Departamento de Salud, que la remitió a la sociedad médica de la jurisdicción, y allí le proporcionaron los nombres, con los correspondientes números telefónicos, de cinco psiquiatras de sexo femenino. Las dos más cercanas, residentes en Eastbridge, tenían ocupadas las horas de consulta hasta bien mediado enero; felizmente la tercera, que vivía en Sheffield, al norte de Norwood, podía atenderla el sábado, a las dos de la tarde. Era la doctora Margaret Fancher, y por teléfono parecía simpática.

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