—Seguramente te vendrá bien un poco de paz y de silencio —dijo Bobbie—. Debió ser agotador.
—Reconozco que no ha sido precisamente el domingo más apacible de mi vida. Sin embargo, la jornada de ayer fue estupenda.
—¡Salud, amigos! —dijo Walter que llegaba de la cocina con un vaso en la mano.
—Hola, Walter —dijo Bobbie.
—¡Salud, hermano! —dijo Dave.
—¿Qué tal la segunda luna de miel? —preguntó Walter.
—Mejor que la primera; sólo que más corta —le contestó Dave con un guiño sonriente.
Joanna miró a Bobbie, esperando que saliera con una broma de las suyas, pero ella se limitó a sonreírle, y volvió los ojos a la escalera.
Adam estaba allí, ladeado, para no bloquearla con su bolsa de mercado.
—Hola, pastillita de goma —dijo Bobbie—… ¿Has pasado un buen fin de semana?
—No quiero irme —declaró Adam.
Y Kim, que estaba detrás de él, con Pete, preguntó:
—¿No puede quedarse otra noche?
—No, querida, mañana hay clase —dijo Bobbie.
—Vamos, compañero, tenemos que ir a buscar al resto de la mafia —dijo Dave.
Adam siguió bajando, enfurruñado, y Joanna fue a buscar su capote y sus botas al armario.
—Oye, Walter, tengo información sobre esas acciones que te interesaban —dijo Dave.
—Ah, qué bien —dijo Walter, y los dos se encaminaron al living.
Joanna entregó el capote de Adam a Bobbie, que le dio las gracias y lo sostuvo abierto delante de él. El chico dejó la bolsa de mercado en el suelo y aleteó hacia atrás, en busca de las mangas.
Joanna, que tenía las botas en la mano, preguntó:
—¿Quieres que te las ponga en una bolsa?
—No, no te molestes —dijo Bobbie. Tomó a Adam de los hombros, le hizo girar y le ayudó a abrocharse.
—Hueles bien —observó Adam.
—Gracias, pastillita de goma.
El chico alzó los ojos al cielo raso, y los bajó hacia ella.
—No me gusta que me llames así. Antes me gustaba, pero ahora no.
—Perdona. No volveré a hacerlo nunca más. —Bobbie le sonrió y le besó en la frente.
Walter y Dave salieron del living; Adam recogió su bolsa de mercado y se despidió de Pete y Kim. Joanna entregó las botas de Adam a Bobbie, y las dos se rozaron las mejillas. La de Bobbie estaba todavía fresca de intemperie, y era cierto que «olía bien».
—Mañana te llamo —dijo Joanna.
—Claro.
Se sonrieron la una a la otra.
Ya en la puerta, Bobbie se acercó a Walter y le ofreció la mejilla. Él titubeó un instante (Joanna se preguntó por qué), antes de inclinarse y tocarla con los labios, brevemente.
Dave besó a Joanna, palmeó el brazo de Walter —hasta la vista, hermano—, y dio un empujoncito a Adam, para que saliera detrás de Bobbie.
—¿Ahora podemos ir al comedor de diario? —preguntó Pete.
—Es todo de ustedes —dijo Walter.
Pete echó a correr, y Kim lo siguió.
Joanna y Walter permanecieron junto al vidrio frío de la contrapuerta de invierno, mirando a Bobbie, Dave y Adam mientras subían al auto.
— ¡Fantástico! —dijo Walter.
—Qué aspecto espléndido tienen, ¿no? Bobbie no estuvo tan deslumbrante, ni siquiera la noche de la comida. ¿Por qué no querías besarla?
Walter tardó en contestar, y por fin dijo:
—Qué sé yo, eso de besar la mejilla es tan teatral. Me revienta.
—Nunca lo noté.
—Será que he cambiado.
Joanna miró cerrarse las portezuelas y encenderse los faros delanteros.
—¿Qué dices de pasar nosotros un fin de semana solos? Ellos se quedarían con Pete, me lo prometieron, y estoy segura de que los Van Sant recibirían a Kim.
—Sería estupendo —admitió Walter—. Inmediatamente después de las fiestas.
—O los Hendry, quizá —prosiguió Joanna—. Tienen una muchachita de seis años, y me gustaría que Kim tuviera oportunidad de conocer a una familia negra.
El auto arrancó, brillaron las luces traseras rojas, y Walter cerró la puerta, echó la llave y apagó las luces de fuera.
¡Uf, qué lunes! Tenía que recomponer el cuarto de Pete (patas arriba), arreglar todos los otros, cambiar las camas, lavar la ropa (que había dejado acumular, como de costumbre), preparar la lista de compras para mañana, y alargar tres pantalones de Pete. Bueno, iba a ocuparse de estas cosas, sin importarle cuántas más quedaban por hacer: las compras de Navidad, los sobres de las tarjetas de saludo, y el disfraz de Pete para la fiesta de la escuela (¡Gracias por el regalito, Miss Turner!). Bobbie no fue a visitarla (providencialmente) y eso ya era algo: el día no se prestaba para charlas de café. «¿Tendrá razón? —caviló Joanna—, ¿estoy cambiando realmente?» No, qué demonios: alguna vez, siquiera de tanto en tanto, había que darle un empujón al trabajo doméstico, de lo contrario, la casa de uno se convertiría en…, bueno, en la casa de Bobbie. Por lo demás, una genuina casada de Stepford habría surcado ese mar con imperturbable calma y eficiencia, sin permitir que la aspiradora se enredara en su cordón, para después machacarse los dedos, al desenrollarlo del infernal aparato giratorio.
Le calentó las orejas a Pete por no guardar los juguetes cuando había acabado de jugar con ellos, y el chiquillo se resintió y no quiso hablarle durante una hora. Y Kim tosía.
Walter solicitó el relevo de su turno en el lavado de los platos, y salió corriendo para meterse en el automóvil cargado de Herb Sundersen. En ese momento había mucha actividad en la «Asociación de Hombres», con el proyecto de los Juguetes de Navidad. (¿Para quién? ¿Acaso había niños pobres en Stepford? Ella no había visto señal de ninguno.)
Cortó un molde para empezar el disfraz de Pete como muñeco de nieve; jugó una partida de algo con éste y con Kim (que tosió una sola vez, pero convenía seguir con los dedos cruzados); escribió los sobres de los saludos de Navidad hasta la L, y se acostó a las diez. Se quedó dormida con el libro de Skinner.
El martes fue mejor. En cuanto acabó de lavar las cosas del desayuno y de tender las camas, llamó a Bobbie —no hubo respuesta: debía estar cazando casas—; fue en coche al Centro, e hizo la compra de provisiones para la semana; volvió al Centro en seguida después de almorzar, tomó algunas fotografías del pesebre, y volvió a casa apenas un segundo antes de que llegara el ómnibus de la escuela.
Walter lavó los platos, y después fue a la «Asociación de Hombres». Los juguetes estaban destinados a niños de la ciudad, del ghetto o de los hospitales. ¿Tiene usted alguna queja al respecto, señora Eberhart? ¿O seguía siendo la señorita Ingalls…? ¿La señorita Ingalls-Eberhart, quizá?
Dejó a Pete y a Kim bañados y en la cama, y llamó a Bobbie. Era extraño que ella no la hubiera llamado en dos días enteros.
—¿Hola? —dijo la voz de Bobbie.
—Hace mucho que no hablamos.
—¿Quién es?
— Joanna.
—Ah, hola, ¿qué tal? ¿Cómo estás?
—Bien, ¿y tú? Tu voz suena un poco apagada.
—No, estoy perfectamente.
—¿Tuviste más suerte esta mañana?
—¿A qué te refieres?
—A la búsqueda de casa.
—Esta mañana salí de compras —dijo Bobbie.
—¿Por qué no me llamaste?
—Era muy temprano.
—Yo fui alrededor de las diez. No tuvimos que encontrarnos por muy poco.
Bobbie no contestó.
—¿Bobbie?
—¿Sí?
—¿Estás segura de que te sientes bien?
—Positivamente. Me había puesto a planchar.
—¿A esta hora?
—Dave necesita una camisa para mañana.
— ¡Oh! Llámame por la mañana, entonces. Tal vez podamos almorzar juntas. A menos que vayas a ver casas.
Читать дальше