—Sí, ya me he enterado.
—Cada persona me dice dónde nació, todos los lugares donde ha vivido, y por cuánto tiempo. —Siguió dando vueltas por la cocina, y tocando al pasar las manijas de los gabinetes—. Más adelante, voy a alimentar con todo eso una computadora, acompañando cada cinta con los correspondientes datos geográficos. Obtenidas las muestras suficientes, estaré en condiciones de alimentar la computadora con una cinta sin datos —deslizó un dedo a lo largo de la arista de una alacena, y miró a Joanna con sus ojos brillantes—: Y aunque sea una cinta muy breve, de unas pocas palabras o una oración, la computadora estará en condiciones de proporcionar una filiación geográfica de la persona: su lugar de origen y los lugares donde ha residido. Una especie de Henry Higgins electrónico. Pero no me interesa solamente como un alarde técnico: lo veo como un instrumento útil en la actividad policial.
—Mi amiga Bobbie Markowe… —empezó Joanna.
—La esposa de Dave, por supuesto.
—…se quedó afónica después de grabar para usted.
—Porque se apresuró demasiado —dijo Claude—. Lo despachó todo en un par de noches. Usted no necesita hacerlo tan rápidamente. Le dejo el grabador. Puede tomarse el tiempo que quiera. ¿Acepta? Sería una gran ayuda para mí.
Llegó Walter del jardín: había estado quemando hojas secas en el fondo, con Pete y Kim. Los dos hombres se saludaron y se estrecharon la mano.
—Perdona —dijo Walter a Joanna—. Debí avisarte que Claude iba a venir a hablar contigo. ¿Crees que podrás ayudarlo?
—Tengo tan poco tiempo disponible…
—Hágalo en los minutos libres. No importa que tarde unas semanas.
—Bueno, si usted no tiene inconveniente en dejar tantos días el grabador…
—Y recibirá un obsequio en retribución —dijo Claude, abriendo el estuche sobre la mesa—.Mire: le dejo una banda extra; usted graba algunas canciones de cuna, o cualquier cosita que acostumbre cantarles a sus pequeños, y yo traslado la grabación a un disco. Si sale alguna noche, la baby sitter podrá hacérselo escuchar.
—¡Oh, qué buena idea! —dijo Joanna.
—Podrías cantar The Goodnight Song y Good Morning Starshine —sugirió Walter.
—Todas las que quiera. Cuantas más, mejor —dijo Claude.
—Será conveniente que vuelva al jardín —dijo Walter—. La fogata sigue encendida. Te veré luego, Claude.
—De acuerdo.
Joanna le dio a Claude su té, y él le enseñó cómo se cargaba y manejaba el elegante grabador de estuche negro. Le entregó ocho carretes de repuesto en sus cajitas amarillas, y una carpeta negra, de hojas crespas y remendadas.
—¡Dios mío! ¡Qué trabajito me espera! —exclamó Joanna, pasando las páginas, mecanografiadas a tres columnas.
—Anda rápido —le aseguró Claude—. No tiene más que articular claramente cada palabra, en su voz normal, y hacer una pequeña pausa antes de la siguiente. Y fíjese que la aguja permanezca en rojo. ¿Quiere practicar?
Compartieron la Cena de Acción de Gracias con Dan, el hermano de Walter, y su familia. La reunión había sido arreglada por la madre de ambos y, de acuerdo con sus intenciones, debía ser una reconciliación entre los dos hermanos, distanciados durante un año, a raíz de una disputa referente a la propiedad paterna. Pero ocurrió que la disputa volvió a estallar con más acritud, porque en el ínterin la propiedad disputada había adquirido más valor. Walter gritó, Dan gritó, la madre de ambos gritó más fuerte, y Joanna tuvo que dar difíciles explicaciones a Pete y a Kim, en el automóvil que los llevaba de vuelta a su casa.
Tomó fotos de Jonathan, el primogénito de Bobbie, aplicado a su microscopio, y de unos peones podando árboles en la carretera de Norwood. Estaba tratando de obtener, como mínimo, doce fotografías de primer orden, para llenar un álbum que deslumbrara a la agencia y la persuadiera de ofrecerle un contrato. La primera nevada cayó una noche cuando Walter estaba en la «Asociación». Joanna la contempló desde la ventana del escritorio: era un polvillo de nieve chispeante, que se arremolinaba en el aire, a la luz de la lámpara eléctrica del poste. Nada del otro mundo. Pero ya vendría más, y con ella juegos, buenas fotografías y el fastidio de las botas y las ropas para nieve.
Del otro lado de la calle, junto a la ventana del living de su casa, estaba sentada Donna Claybrook, lustrando algo que parecía un trofeo deportivo, pule que te pule, con movimientos automáticamente regulados. Joanna la observó y meneó la cabeza. «Las casadas de Stepford no paran un momento», se dijo.
Sonaba como el primer verso de un poema.
Las casadas de Stepford no paran un momento. Tata ta tatata hasta el último aliento. ¿Como robots trabajan? Sí, quedaba bien. Como robots trabajan hasta el último aliento.
Sonrió. ¡Tendría gracia mandar eso a la C rónica!
Fue al escritorio, se sentó y apartó el lápiz que había dejado de señal sobre la página mecanografiada. Escuchó unos segundos (atenta al silencio del piso alto) y puso en marcha el grabador. Con un dedo sobre la página, se inclinó hacia el micrófono, sostenido por el dibujo enmarcado de Ike Mazzard, y articuló cuidadosamente:
—Traba. Trabajo. Trabar. Trabe. Trabilla. Trabo. Trabuco. Tracción. Tractor. Traje. Trajín. Trajo.
Sólo querría mudarse, decidió, si encontraba una casa absolutamente perfecta que, además de tener el número adecuado de habitaciones del tamaño adecuado, no requiriera prácticamente pintura ni reformas, y contara con un cuarto oscuro hecho y derecho, o algo que lo remplazara satisfactoriamente. Y no debía costar más de los cincuenta mil y pico que habían pagado (y todavía podían obtener, según la firme convicción de Walter) por la casa de Stepford.
Una elevada exigencia, sin duda, y Joanna no iba a perder mucho tiempo tratando de llenarla. Sin embargo, salió a ver casas con Bobbie una fría y luminosa mañana de principios de diciembre.
Bobbie, por su parte, salía con ese fin todas las mañanas. Apenas encontrara algo conveniente (y sus pretensiones eran mucho más flexibles que las de su amiga) había resuelto presionar a Dave para que se mudaran de inmediato, aunque los chicos tuvieran que cambiar de escuela en mitad del año escolar.
—Es mejor una pequeña alteración en sus vidas que una madre zombizada —alegaba.
Bebía realmente agua mineral, y se negaba a comer el más insignificante producto cultivado en la región.
—También se puede comprar oxígeno envasado, como sabes… —le decía Joanna.
—Tómalo a pitorreo. Ya te veo comparando el polvo de lavar «Ayax» con el de la marca que usas actualmente.
La búsqueda inclinó a Joanna a seguir buscando. Las mujeres que conocieron en Eastbridge —las propietarias de inmuebles y una agente de propiedades llamada Miss Kirgassa— eran despiertas, animadas y originales. El contraste acentuaba la uniforme placidez de las mujeres de Stepford. Eastbridge ofrecía, por añadidura, una amplia gama de actividades colectivas, tanto para mujeres, como para hombres y mujeres. Hasta se estaba constituyendo una rama de la NOW.
—¿Por qué no buscaron aquí primero? —preguntó Miss Kirgassa, zangoloteando su coche a una velocidad estremecedora por un camino en zigzag.
—Mi marido había oído hablar de Stepford —contestó Joanna, aferrándose al apoyabrazos, vigilando el camino, saltando sobre los suspirados frenos.
—Es un pueblo muerto. Nosotros estamos mucho más al día.
—Sin embargo, nos gustaría volver una vez más para empaquetar —dijo Bobbie desde el asiento trasero.
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