James BeauSeigneur - Los actos de Dios

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Tras las catástrofes que diezmaron a la población mundial, esta se encuentra dividida entre los seguidores del nuevo Mesías y los fundamentalistas que parecen no entender que la humanidad se encuentra en un nuevo paso evolutivo. Pero todo lo que hasta ese momento se ha desvelado como cierto es en realidad una profunda decepción que impulsará inexorablemente a la comunidad internacional a enfrentarse al mayor reto de la historia: el Apocalipsis, la batalla final entre el bien y el mal, una batalla que todavía no ha sido escrita…

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Clark y cuantos le rodeaban se quedaron momentáneamente paralizados de asombro ante la osada afirmación de Christopher. A pesar de su magnitud, era tanto lo que habían presenciado hasta la fecha que no pudieron evitar preguntarse si Christopher era de verdad capaz de cumplir esa promesa.

– ¡Si no estamos todos muertos para entonces! -se aventuró a decir Clark por fin. Tampoco podía decir mucho más.

La repentina expresión de furia que nubló el rostro de Christopher hizo que Clark y los demás que estaban en la tienda desearan que éste no hubiese dicho nada. Mientras Christopher apretaba los dientes, aparentemente tratando de contener un torrente de cólera como una presa a punto de resquebrajarse, la tienda se quedó vacía en un abrir y cerrar de ojos, sin que nadie osara decir ni una palabra más.

El monte de los Olivos, dominando Jerusalén

Cuando hubo finalizado el baño de sangre en Jerusalén y sus alrededores, casi la mitad de la población judía había muerto; y apenas quedaban mujeres o niñas que no hubiesen sido violadas por lo menos una vez. Los que no habían sido asesinados se encontraban retenidos; la mitad en centros de ejecución fuera de la ciudad, y la otra mitad permanecían encarcelados temporalmente en el valle del Kidron, al pie de la base de operaciones del general Kerpelmann en el monte de los Olivos. En la colina que separaba a Kerpelmann de sus cautivos, la instalación de las guillotinas trasladadas hasta aquí para la ocasión avanzaba a marchas forzadas. El general Kerpelmann se había jurado antes de la batalla que haría correr la sangre de los judíos en el valle del Kidron, y desde luego que así iba a ser. Otras ejecuciones eran más rápidas y limpias, pero la decapitación había ganado bastante popularidad entre la tropa, y el general Kerpelmann sabía muy bien lo importante que era mantener bien alta la moral de sus soldados.

Asaph ben Judah, el alcalde de Jerusalén, apaleado y con los brazos atados a la espalda, era conducido a punta de pistola por dos boinas azules hacia la colina donde aguardaba el general Kerpelmann, disfrutando del momento. Ambos estuvieron enseguida plantados cara a cara. Kerpelmann suspiró asqueado y miró a su cautivo, prestando especial atención al muñón donde antes había estado su mano derecha. Antes de la reunión, Kerpelmann había dedicado algo de tiempo a pensar sobre qué iba a decir, pero se dio cuenta de que, dijera lo que dijera, iba a ser una pérdida de tiempo. No quería comunicarse con el judío; quería humillarle, aplastarle. A Ben Judah tenía que decirle como mucho lo que uno le dice a un insecto pesado antes de aplastarlo.

Finalmente, cuando Kerpelmann estuvo satisfecho con su examen del enemigo, pisó fuerte, y con toda la fuerza que su cólera y su asco pudieron reunir, golpeó a Judah en el lado derecho de la cara con su bastón, y el otro cayó al suelo. Kerpelmann soltó una risotada e intercambió una sonrisa consumada con los dos soldados de la ONU que habían escoltado a Ben Judah hasta él.

Sangrando y aturdido, y con los brazos todavía atados a la espalda, Ben Judah hizo un esfuerzo por ponerse de pie. Cuando lo hubo logrado, se plantó otra vez cara a cara delante de Kerpelmann. Los dos hombres estuvieron mirándose a los ojos durante un largo rato. Y entonces, sin mediar palabra, Ben Judah volvió la cara y ofreció al neonazi su otra mejilla.

– ¡Lleváoslo de mi vista! -le ordenó Kerpelmann a los soldados.

Petra

Tan pronto llegó a oídos de Chaim Levin la noticia de la destrucción del Templo y de la caída de Jerusalén, el sumo sacerdote convocó de inmediato a todos los habitantes de Petra para que se reunieran a rezar. Luego, dirigiéndose a la asamblea, leyó un extracto de los Salmos:

¡Oh, Elohim!, han penetrado en tu heredad los gentiles, han profanado tu santo Templo, Jerusalén en ruinas han trocado. Han dado el cadáver de tus siervos como comida a las aves de los cielos, la carne de tus devotos a las bestias de la tierra. Han vertido su sangre como el agua en torno a Jerusalén, sin haber quien sepulte. Hemos venido a ser para nuestros vecinos oprobio, escarnio e irrisión de quienes nos rodean.

¿Hasta cuándo, Yahveh? ¿Airado estarás siempre? ¿Se encenderá tu celo como fuego? Derrama tu furor sobre los pueblos que no te reconocen y sobre aquellos reinos que tu Nombre no invocan. Porque a Jacob han devorado y han devastado su morada. No recuerdes contra nosotros culpas de antepasados; presto nos salgan al encuentro tus clemencias porque estamos en extrema miseria.

Ayudadnos, ¡oh, nuestro Dios salvador!, por amor de la gloria de tu Nombre, ¿Por qué han de decir los gentiles: «¿Dónde está su Dios?». Entre los gentiles hágase patente, a nuestros propios ojos, la venganza por la sangre vertida de tus siervos. Llegue a Ti el gemido del cautivo; según el poderío de tu brazo libra a los condenados a muerte.

Y a nuestros vecinos devuelve siete veces en su seno el baldón, ¡oh, Adonay!, con que te han baldonado. Pero nosotros, tu pueblo y la grey de tu pasto, eternamente a Ti celebraremos, de generación en generación contaremos tu loa.

… ¡Oh, Yahveh, Elohim, Sebaot! ¿Hasta cuándo colérico estarás, no obstante la plegaria de tu pueblo? Les has dado a comer un pan de lágrimas, y les has abrevado con lágrimas a cántaros… ¡Oh, Elohim Sebaot!, por favor, vuélvete, mira desde el cielo y ve… Sea tu mano sobre el varón de tu diestra, sobre el hijo del hombre que para Ti fortaleciste. [138]

El monte de los Olivos

El general Kerpelmann contemplaba desde lo alto del monte de los Olivos la hilera de guillotinas y a los habitantes cautivos de Jerusalén que no tardarían mucho en sentir la cuchilla en el cuello. A su derecha y a su izquierda, en las laderas, ya aguardaban ruidosamente el comienzo del sangriento espectáculo. La euforia del momento llenó a Kerpelmann de poder y de fe en su propio destino.

Algo más arriba en la ladera, unos cien metros detrás de Kerpelmann, donde instantes antes no había nadie, un hombre en túnica blanca observaba en silencio la escena.

De pronto, Kerpelmann sintió que se le doblaban las rodillas y todo su campo de visión empezó a sacudirse violentamente. Zarandeadas por el intenso terremoto, las guillotinas se tambalearon y cayeron derribadas, aplastando en muchos casos a quienes las estaban montando. Los soldados de la ONU y los cautivos judíos intentaron mantener el equilibrio, pero fueron arrojados al suelo. La tienda donde se alojaba la base de operaciones de Kerpelmann se vino abajo, y con ella derribó la bandera de su rango y la bandera de Naciones Unidas. Y entonces, mientras lidiaba con el terremoto, una pequeña grieta empezó a resquebrajar la tierra a sus pies. Aunque al principio le pasó desapercibida, con todo lo que estaba sucediendo a su alrededor, la grieta rápidamente adquirió varios centímetros de ancho. Kerpelmann intentó colocarse a uno u otro lado de la grieta, pero el terremoto era tan intenso que no lograba cambiar de posición. Así y todo, la grieta siguió ensanchándose. Kerpelmann miraba cómo se abría y seguía sin poder mantener el equilibrio, así que gritó pidiendo ayuda.

Inmediatamente, dos ayudantes intentaron acercarse a él, primero corriendo y luego gateando, pero no consiguieron aproximarse lo suficiente. A sus pies, la grieta se había abierto lo suficiente como para que pudiera apreciar que tenía una profundidad de más de treinta metros. Un momento después ya no pudo mantenerse más en pie, perdió el equilibrio y cayó dentro del abismo, dando volteretas mientras la brecha se lo tragaba. Sin nada que atenuara la velocidad de la caída, Kerpelmann aterrizó violentamente contra una enorme roca irregular. El golpe le dejó sin respiración, y Kerpelmann se dio cuenta de que no se podía mover; se había roto la columna.

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