James BeauSeigneur - A su imagen
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James BeauSeigneur
A su imagen
Trilogía Del Cristo Clonado
Libro primero
Título original: In His Image
© 2006, Alicia Frieyro Gutiérrez, por la traducción
Ésta es una obra de ficción. Todos los personajes, hechos y diálogos, salvo las referencias a personajes o cargos públicos y productos, son imaginarios y no pretenden aludir a ninguna persona viva ni desacreditar a compañía de productos o servicios alguna.
El autor está representado por Jan P. Dennis Literary Agency, Monument, CO.
Salvo otra indicación, los textos de las Escrituras están extraídos de Holy Bible: New International Versión®. © 1973, 1978, 1984, por International Bible Society. Con la autorización de Zondervan Publishing House. Todos los derechos reservados.
Las siglas KJV que acompañan a algunos pasajes corresponden a King James Version of the Bible
Para Gerilynne, Faith y Abigail, que tanto han
sacrificado para que esta trilogía fuera posible.
Y sobre todo para Shiloh, cuyo sacrificio fue
aún mayor.
Espero que de algo haya servido.
AGRADECIMIENTOS
Durante el proceso de escritura de la Trilogía del Cristo clonado hube de recurrir a especialistas de diversos campos de investigación para garantizar la precisión y credibilidad de la novela. Otros me proporcionaron directrices editoriales, asistencia profesional o apoyo emocional. Entre todos ellos están John Jefferson, doctor en Filosofía; Michael Haire, doctor en Filosofía; James Russell, doctor en Medicina; Robert Seevers, doctor en Filosofía; Peter Helt, doctor en Derecho; James Beadle, doctor en Filosofía; Christy Beadle, doctora en Medicina; Ken Newberger, maestría en Teología; Eugene Walter, doctor en Filosofía; Clement Walchshauser, doctor en Teología; Coronel Arthur Winn; Elizabeth Winn, doctora en Filosofía; Ian Wilson, historiador; Jeanne Gehret, maestría en Letras; Linda Alexander; Bernadine Asher; Matthew Belsky; Wally y Betty Bishop; Roy y Jeannie Blocher; Scott Brown; Dale Brubaker; Curt y Phyllis Brudos; Dave y Deb Dibert; Estelle Ducharme; Tony Fantham; Georgia O'Dell; Mike Pinkston; Capitán Paul y Debbie Quinn; Doug y Beth Ross; Doris, Fred y Bryan Seigneur; Mike Skinner; Gordy y Sue Stauffer; Doug y Susy Stites.
Mi más sincero agradecimiento al poeta Nguyen Chi Thien por su firmeza de espíritu; y al personal de la biblioteca del Congreso; a la Jewish Publication Society of America; a Zondervan Corporation; a Yale Southeast Asia Studies; y a cientos de otros más cuya obra ha servido de base a este libro.
NOTA IMPORTANTE DEL AUTOR
Como es habitual en cualquier novela de suspense, no todo es lo que parece en la Trilogía del Cristo clonado, de forma que el lector no debe dar nada por sentado hasta haber concluido la lectura de la trilogía completa. No obstante, soy consciente de que una historia sobre la clonación de Cristo puede ser contemplada con recelo por algunos cristianos. Durante la lectura, por tanto, se ha de tener presente en todo momento lo siguiente: primero, que ninguno de los personajes, ninguno, habla por boca del autor. Segundo, que he adoptado el punto de vista de un narrador objetivo, que cuenta la historia y transcribe los diálogos según se van desarrollando, y que se resiste a juzgar o comentar la veracidad de los personajes de la historia. Al lector cristiano le pido paciencia y le recuerdo las palabras de Eclesiastés 7, 8: «Mejor es el remate de una cosa que su comienzo». [1]
Así pues, invito al lector a disfrutar de la Trilogía del Cristo clonado, sean cuales sean sus convicciones religiosas.
«¿Son éstas las sombras de las cosas que han de suceder, o solamente de las que es posible que sucedan?»
Charles Dickens, Canción de Navidad
1
Veinte años atrás, Knoxville, Tennessee
Decker Hawthorne. Escribió su nombre y dejó que sus manos descansaran sobre el teclado. Echó un último vistazo al editorial por si hubiera algún error ortográfico y se aseguró de que la expresión y la sintaxis no eran mejorables. Al final decidió que tendría que pasar como estaba. La hora límite de entrega había pasado, el periódico esperaba para empezar el cierre y Decker tenía que coger un avión.
Al salir de las oficinas del Knoxville Enterprise, se detuvo un momento para ajustar el cartel escrito a mano que colgaba junto a la puerta. El Enterprise era un periódico semanal relativamente pequeño, pero estaba creciendo. Decker lo había fundado con poco dinero y mucha ingenuidad, y todavía había que luchar a diario para mantenerlo a flote. Lo bueno era que, gracias al estilo agresivo de Decker, el Enterprise a menudo superaba a los dos diarios locales, en una ocasión incluso con una noticia de repercusión nacional. Decker había sido siempre un hombre emprendedor que no temía asumir riesgos, y aunque las más de las veces salía perdiendo, le gustaba creer que tenía cierto don para encontrarse en el sitio adecuado, en el momento oportuno. En aquel momento habría tenido que estar en el aeropuerto, pero no lo estaba.
– ¡Vas a perder el avión! -gritó Elizabeth, su esposa.
– ¡Ya voy! -contestó él-. Ve arrancando el coche.
– Ya está en marcha. Te conozco demasiado bien.
Llegaron a la puerta de embarque con tres minutos de sobra, pero Decker no quería malgastar ni un segundo en el asiento del avión cuando podía pasarlo con Elizabeth. Después de sólo tres meses de casados, no le apetecía separarse dos semanas de su mujer, pero al final no tendría más remedio que subir al avión si no quería quedarse en tierra.
Mientras el avión se elevaba sobre la pista de despegue, Decker contempló la ciudad de Alcoa, en los suburbios del sur de Knoxville. Allá abajo pudo distinguir su pequeña casa en el linde de uno de los parques de Alcoa. Un tropel de inquietantes sentimientos le embargó al verla desvanecerse en el paisaje. Decker había pasado buena parte de su vida viajando. De niño lo hizo con su familia, que se trasladaba de un cuartel militar a otro. Más tarde pasó un año y medio haciendo autoestop por todo Estados Unidos y Canadá y luego cuatro años en el ejército. Se sentía estafado y con suerte al mismo tiempo. Nunca había tenido un hogar y detestaba hacer maletas, pero le entusiasmaba viajar.
El vuelo llegó a Nueva York con retraso y tuvo que echar una carrera para llegar a tiempo de coger el vuelo de conexión a Milán. Al acercarse a la puerta de embarque buscó algún rostro familiar, aunque infructuosamente. Para ser más exactos, allí no había nadie. Decker se asomó al ventanal. El avión seguía allí, pero en ese instante pudo escuchar como empezaban a rugir los motores. Recorrió con enorme estruendo la alfombra roja que cubría el suelo inclinado de la pasarela y allí casi se choca con una de las azafatas de tierra.
– ¡Tengo que coger ese avión! -le dijo a la mujer con el gesto de súplica más dulce que pudo conseguir.
– ¿Lleva el pasaporte? -preguntó la azafata.
– Sí, aquí mismo -contestó Decker al tiempo que le entregaba el pasaporte y el billete.
– ¿Y el equipaje?
– Es éste -contestó alzando ligeramente una bolsa de mano más grande y llena de lo aceptable.
El avión aún no se había movido y una vez avisado el piloto, sólo hubo que volver a encajar la pasarela. Con un «gracias» escueto pero sentido, Decker subió al avión y se dirigió a su asiento. Ahora pudo ver ante sí un mar de caras familiares y amigas. A su derecha iba John Jackson, jefe de la expedición. Unos asientos más atrás viajaba Eric Jumper. Ambos habían estudiado en la academia del ejército del aire de Colorado Springs. Jackson era doctor en Física y había profundizado en el campo de los rayos láser y los haces de partículas. Jumper también doctorado, era ingeniero y se había especializado en termodinámica, aerodinámica y permutación térmica. De hecho, prácticamente todos los que formaban aquel mar de rostros estaban doctorados en alguna materia. En total había más de cuarenta personas, entre científicos, técnicos y personal de apoyo. Aunque sólo conocía a la mayoría de vista, muchos interrumpieron la conversación lo justo para ofrecerle una sonrisa de bienvenida o para expresarle su alegría por que no hubiese perdido el avión.
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