James BeauSeigneur - A su imagen

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Decker Hawthorne, editor de un modesto periódico local, y Harry Goodman, un escéptico profesor universitario, se unieron veinte años atrás para participar en un fascinante proyecto de investigación: verificar la autenticidad de la Sábana Santa. Ahora, transcurridos los años, los protagonistas vuelven a encontrarse. Goodman le revelará un secreto sobrecogedor: la Sábana contenía restos de células de ADN vivas e incorruptibles…

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Decker era todo oídos. La posibilidad de sustituir al asistente desertor se presentaba como una oportunidad mucho más plausible para entrar a formar parte del equipo que el intento de convencerles de que aceptaran la presencia de un segundo reportero. Ahora sólo había que esperar a que se abriera la puerta adecuada.

– Si estás tan seguro de que se trata de una quimera, ¿por qué entonces insistes en acompañarnos? -preguntó Stanley.

– Alguien tiene que velar por que seáis del todo científicos -dijo Goodman con media sonrisa.

Mientras tanto, el comedor se había ido llenando de miembros del equipo que ahora charlaban en pequeños grupos. Uno de ellos reclamó con un gesto al profesor Stanley, que se alejó para saludar al recién llegado. Decker aprovechó el momento para preguntar al profesor Goodman sobre el asistente fugado.

– ¿Qué es exactamente lo que iba a hacer su asistente en este viaje? -preguntó Decker.

– Ah, pues de todo un poco; desde recoger datos a hacer recados de todo tipo. Tenemos proyectada la realización de cientos de experimentos diferentes y es posible que se nos concedan solamente doce horas para realizarlos todos. Es el tipo de situación en el que un par de manos expertas resultarían de gran ayuda.

– Supongo que no estará interesado en un sustituto -preguntó Decker. Contaba con que Goodman no estaría al tanto de que después de abandonar la UT él había dejado el curso preparatorio de medicina y se había pasado a periodismo. Decker sintió una punzada de culpabilidad, pero no era la primera vez que omitía información para conseguir una noticia, y esta vez tampoco eran demasiados datos. Además estaba convencido de que se acordaba de lo suficiente para manejarse. Y para trabajar de recadero tenía calificaciones de sobra.

– ¿Cómo? -respondió Goodman-. ¿Después de decirle al profesor Stanley que eras demasiado listo para algo así?

– En serio, me gustaría ir -insistió Decker-. De hecho, es la razón por la que estoy aquí. A lo mejor estoy algo oxidado, pero leí el artículo de Science y tengo experiencia con casi todo el material con el que van a trabajar.

– Lo que leíste no es más que el principio -Goodman se tomó el tiempo de fruncir el ceño y continuó-: Bueno, no voy a rechazar una oferta de ayuda, pero ya sabes que los gastos corren de tu cuenta; billete, hotel, comida y transporte.

– Sí, ya lo sé -contestó Decker.

– Pero ¿por qué? -preguntó Goodman-. ¿No te habrás convertido en un beato, no?

– No, nada de eso. Sólo es que suena interesante.

Aquélla no era una respuesta muy convincente, así que Decker cogió la sartén por el mango.

– Y ¿por qué va usted? -preguntó-. Usted sí que no cree en nada de estas cosas.

– ¡Por supuesto que no! Sólo quiero aprovechar la oportunidad de acabar con esta historia.

Decker reenfocó la conversación.

– Entonces, ¿puedo acompañarles o no?

– Sí, bueno… Supongo que sí; si estás completamente seguro. Pero déjame hablar antes con Eric -dijo refiriéndose a Eric Jumper, uno de los jefes del equipo-. Tendremos que añadir tu nombre a la lista de miembros del equipo. No sabes cómo es lo de la seguridad en este asunto.

En un abrir y cerrar de ojos Decker había pasado a formar parte del grupo.

– En el sitio adecuado, en el momento oportuno -murmuró para sí.

Habrían de pasar cuarenta y ocho años para darse cuenta de que había sido mucho más que eso.

* * *

Después del desayuno, el equipo se trasladó a una sala de conferencias. Decker no se separó de Goodman, y cuando pasaron el control de seguridad, éste se aseguró de que incluyeran el nombre de Decker en la lista de personas autorizadas a entrar en la sala.

Una vez dentro, el jefe de la expedición, John Jackson, puso orden en la sala.

– A fin de obtener la autorización necesaria para trabajar con la Sábana -comenzó-, hemos tenido que prometer a las autoridades de Turín que mantendremos la máxima seguridad. Como es obvio, nuestro mayor problema va a ser la prensa.

Decker se esforzó por no sonreír.

– Lo mejor es no hablar sobre la Sábana a personas ajenas al equipo. Ahí afuera piensan que todavía estamos esperando la autorización para hacer la prueba. [5]

Eric Jumper tomó la palabra cuando Jackson hubo terminado.

– Damas y caballeros, gracias por su presencia. Es verdaderamente emocionante poder trabajar con tan distinguido grupo de científicos. Bien, hasta el momento me han sido entregados casi todos los protocolos para los experimentos propuestos, pero los que no he recibido todavía necesito que estén listos para el domingo.

Jumper se volvió hacia un proyector de diapositivas situado en el centro de la habitación. La primera diapositiva mostraba una copia a escala de la Sábana, realizada por Tom D'Muhala, uno de los científicos del grupo. Superpuesta a la sábana falsa había una retícula.

– Cada uno de ustedes recibirá una copia de esta ilustración -dijo Jumper-. La retícula nos ayudará a organizar nuestra tarea. Debido a lo limitado del tiempo, tendremos que simultanear el mayor número posible de experimentos. Lo que hemos intentado hacer es distribuir el trabajo para aprovechar al máximo la Sábana, teniendo en cuenta los parámetros ambientales, de tiempo y de espacio que requiere cada experimento. [6]

En el resto de diapositivas se detallaban los experimentos a realizar. La mayoría habían sido concebidas para determinar si la Sábana era un fraude o, posiblemente, el resultado de algún tipo de fenómeno natural. Todas las pruebas no nocivas que Decker hubiese podido imaginar estaban allí incluidas. Uno de los experimentos rechazados era la datación por carbono 14, ya que el método que se empleaba por entonces hubiese requerido la destrucción de una parte importante de la Sábana para conseguir un resultado preciso.

Una vez finalizada su exposición, Jumper presentó al padre Peter Rinaldi, que acababa de regresar de Turín. Rinaldi, como aclaró Jumper, estaba allí para explicar la trascendencia política del estudio de la Sábana. A Decker no le quedó del todo claro a qué se refería exactamente, pero enseguida resultó evidente que eran muchas las manos que se aferraban al viejo lienzo.

Rinaldi formaba parte del llamado Gremio de la Sábana Santa, que se constituyó en 1959 para propagar el conocimiento de la Sábana y financiar su investigación científica. Comenzó con una breve exposición histórica. Según contó Rinaldi, el primer propietario de la Sábana del que se tenía noticia había sido un caballero francés llamado Geoffrey de Charney, en cuyo poder estuvo en algún momento anterior a 1356. Por razones que se desconocen, la familia Charney entregó la Sábana a la Casa de Saboya, que la conservó durante los cuatrocientos años siguientes. A finales del siglo xvi, la Casa de Saboya se convirtió en la dinastía monárquica de Italia, y en 1578 la Sábana fue trasladada a Turín, donde ha permanecido en la catedral de San Giovanni Battista desde entonces.

Además, continuaría explicando Rinaldi, había un grupo denominado Centro di Sindonología o Centro de Estudio de la Sábana Santa, que a su vez formaba parte de otra organización, la Fraternidad de la Sábana Santa, de cuatrocientos años de antigüedad. Ninguno de estos grupos había reclamado para sí oficialmente la propiedad de la Sábana, y en realidad era muy poco lo que hacían. Pero después de tantos años, y con los nombres de tanto obispo y sacerdote a sus espaldas, nadie se atrevía a cuestionar su derecho a existir.

Lo que apuntaba el padre Rinaldi era que serían muchas las personalidades pagadas de sí mismas a las que habría que tener en cuenta y muchos los egos que adular para poder acceder a la Sábana.

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