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James BeauSeigneur: A su imagen

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Decker Hawthorne, editor de un modesto periódico local, y Harry Goodman, un escéptico profesor universitario, se unieron veinte años atrás para participar en un fascinante proyecto de investigación: verificar la autenticidad de la Sábana Santa. Ahora, transcurridos los años, los protagonistas vuelven a encontrarse. Goodman le revelará un secreto sobrecogedor: la Sábana contenía restos de células de ADN vivas e incorruptibles…

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Una vez hubo concluido Rinaldi, Tom D'Muhala, artífice de la copia de la Sábana, repasó los detalles logísticos. Tan pronto concluyese la reunión, se procedería a realizar un ensayo general de los experimentos proyectados en un almacén de la fábrica de D'Muhala, en la población vecina de Amston. Los dos días siguientes se dedicarían a ensayar toda la secuencia de experimentos. Había que sacar todo el material, probarlo y volver a embalarlo para su envío a Italia. Se trataba de un intento a gran escala de optimizar los procedimientos científicos antes de viajar a Turín.

* * *

Una docena de reporteros asaltó a los miembros del equipo cuando abandonaban la sala de conferencias. Ignorando las preguntas que les lanzaban a gritos, el equipo se dirigió presuroso hacia el autobús que les esperaba para trasladarlos hasta la fábrica de D'Muhala. Uno de los periodistas -un joven barbudo de unos veinticinco años, con una protuberante y nada agraciada frente- recorrió el lateral del autobús en lo que parecía un intento por ver más de cerca a uno de los pasajeros. Decker observó a sus colegas de la prensa. Era consciente de que su presencia en el equipo no se debía a otra cosa que a un golpe de suerte. Aun así, no pudo evitar sentir cierta satisfacción personal.

La mirada escrutadora del hombre de la barba captó su atención. Al cruzarse sus miradas, Decker reconoció a su amigo Tom Donafin, del Waltham Courier. El breve gesto de asombro que se dibujó en el rostro de Tom se tornó rápidamente en una sonrisa amistosa y de reconocimiento. Visiblemente impresionado, sacudió la cabeza con exagerada incredulidad al tiempo que Decker le devolvía la sonrisa del gato que se acaba de zampar al canario.

* * *

Al entrar en el almacén de la fábrica de D'Muhala donde iba a trabajar el equipo, Decker se quedó impresionado y algo sorprendido ante la planificación, trabajo y gasto invertidos en el proyecto. Contra las paredes del recinto se apilaban embalajes de madera repletos de material científico de última tecnología por valor de millones de dólares y que había sido cedido por institutos de investigación de todo el país. En el centro, la Sábana de imitación estaba extendida sobre una mesa de quirófano de acero que los ingenieros de D'Muhala habían diseñado y fabricado a propósito, para que la Sábana pudiera extenderse sobre ella sin riesgo alguno. La superficie de la mesa estaba compuesta por más de una docena de paneles extraíbles destinados a facilitar la inspección de las dos caras de la Sábana al mismo tiempo. Cada panel estaba recubierto por una lámina de Mylar bañada en oro de un milímetro de espesor, cuya finalidad era evitar que ni la partícula más diminuta pasara de la mesa a la Sábana y la contaminara. Durante un momento todos permanecieron en silencio. Todas las miradas escudriñaban el material y la sábana falsa. Por fin, Don Devan, informático científico de Oceanographic Services, Inc., especializado en el tratamiento de imágenes, rompió el silencio.

– ¡No está mal! -dijo-. ¡Esto parece muy científico! [7]

El equipo se desperdigó en dirección a los embalajes, y cada miembro se puso a buscar el material que necesitaría para su experimento. A Decker no le faltaron oportunidades para echar una mano. Después de varias horas de trabajo y mientras ayudaba a devolver un enorme microscopio a su caja, Decker pudo escuchar a dos de los científicos -Ray Rogers y John Heller- discutir junto a un embalaje próximo sobre uno de los experimentos. El suyo iba a ser el único en el que se iban a tomar muestras directamente de la Sábana, y lo harían por el procedimiento de colocar tiras de papel adhesivo en el viejo lienzo. Al retirar las tiras, quedarían adheridas al papel pequeñas fibras de la Sábana.

Decker escuchó a Ray Rogers explicar el experimento a Heller.

– Para obtener muestras para las pruebas químicas, incluidos tus análisis de sangre, emplearemos una cinta Mylar especial con un adhesivo químicamente inerte desarrollado por 3M Corporation. Se lo aplicaremos a la Sábana con una presión determinada… [8]

– Y ¿cómo lo harás?

– Bueno -dijo Rogers mientras rebuscaba en uno de los embalajes de madera-, nuestros amigos de Los Álamos han diseñado un ingenioso aparatito que mide la presión que se aplica.

Desempaquetó el aparato y procedió a hacerle una demostración a Heller.

– Muy bonito, pero ¿cómo vas a saber cuánta fuerza aplicar? -preguntó Heller.

– Precisamente para eso estamos aquí -contestó Rogers.

Decker siguió a los dos hombres mientras se apretujaban entre los que ya rodeaban la concurrida mesa. Tras los preparativos pertinentes, Rogers hizo varias estimaciones.

– Sabemos que la Sábana tiene al menos seiscientos años de antigüedad, así que probablemente es bastante más frágil que ésta. Yo calculo que para estar, seguros deberíamos emplear, pues, aproximadamente el diez por ciento de la presión que vamos a aplicar aquí.

Era evidente que se trataba de una mera suposición, pero llegados a este punto, Decker no estaba dispuesto a ser la voz desalentadora del grupo.

– Luego retiraré la cinta de la Sábana -siguió explicando Rogers-, y montaré cada pieza en un portaobjetos, cada uno de los cuales será numerado y fotografiado antes de quedar sellado en una urna de plástico para evitar que se contamine.

* * *

El equipo prosiguió con los trabajos y el ensayo de los procedimientos durante los dos días siguientes. Decker intentó hacerse valer como miembro útil del equipo y en ocasiones olvidó su condición de periodista. Incluso llegó a preguntarse si, después de todo, no había sido un error abandonar la medicina.

2

LA SÁBANA

Norte de Italia

Como estrellas caídas del firmamento se distinguían tímidas desde la ventanilla las luces de Milán, al sobrevolar el avión el norte de Italia. Decker estudió el contorno de aquella constelación terrestre mientras reflexionaba sobre las consecuencias del proyecto. Al igual que el profesor Goodman, estaba convencido de que con su estudio el equipo demostraría que la Sábana no era más que una burda falsificación medieval. El problema era que había muchas personas que no iban a agradecer precisamente que alguien reventara con la verdad su burbuja de fe, entre ellas la madre de Elizabeth, devota católica. La relación con ella hasta el momento había sido bastante buena. ¿Cómo se tomaría todo aquello? «Supongo que tendremos que pasar las Navidades con mi madre durante unos cuantos años», pensó.

El padre Rinaldi, que había viajado directamente a Turín después de la reunión de Connecticut, se había encargado de alquilar un autobús que trasladara al equipo los ciento veinticinco kilómetros que separaban Milán de Turín. Cuando el autobús llegó al hotel era ya medianoche y aunque sólo eran las siete de la tarde en Nueva York y las cuatro de la tarde en la costa oeste de Estados Unidos, decidieron todos retirarse a sus habitaciones e intentar conciliar algo de sueño.

A la mañana siguiente, Decker, al que siempre le costaba lo suyo adaptarse a los diferentes husos horarios, se levantó antes del amanecer. La diferencia horaria iba en su desventaja y lo lógico es que hubiese querido dormir hasta tarde, pero no le importó; estaba listo para levantarse y contra ello no había lógica que valiese. Se asomó a la ventana del hotel y mientras clareaba el cielo matinal, observó allá abajo las Calles largas y rectas de Turín formando ángulos rectos casi perfectos en las intersecciones. Junto a las aceras había casas y pequeños comercios alojados en edificios de una y dos plantas, ninguno de los cuales aparentaba tener menos de doscientos años de antigüedad. Más allá de los límites de la ciudad, al norte, al este y al oeste, los Alpes rasgaban la atmósfera y las nubes en su ascenso hacia el cielo. «A Elizabeth le encantaría esto», pensó.

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