James BeauSeigneur - Los actos de Dios

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Los actos de Dios: краткое содержание, описание и аннотация

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Tras las catástrofes que diezmaron a la población mundial, esta se encuentra dividida entre los seguidores del nuevo Mesías y los fundamentalistas que parecen no entender que la humanidad se encuentra en un nuevo paso evolutivo. Pero todo lo que hasta ese momento se ha desvelado como cierto es en realidad una profunda decepción que impulsará inexorablemente a la comunidad internacional a enfrentarse al mayor reto de la historia: el Apocalipsis, la batalla final entre el bien y el mal, una batalla que todavía no ha sido escrita…

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Blocher sacudió la cabeza y lanzó a Felsberg una mirada confusa, para darle a entender que seguía sin comprender a qué quería llegar.

– Tenemos que poner a esta gente a cubierto -dijo Felsberg, sin acabar de explicar la razón de su inquietud.

– La mayoría no puede andar, sobre todo bajo esta tormenta -dijo la mujer desde el interior del camión-, y a no ser que consigas enderezar el camión con la ayuda de los pocos que no estamos malheridos, tendrás que cambiar de planes.

Felsberg miró de nuevo al cielo, sacudiendo la cabeza.

– ¿Qué ocurre, Joel? -inquirió Blocher.

– No es que sea un experto en profecías ni en meteorología -contestó Felsberg-, y la Biblia tampoco dice con exactitud cuándo se supone que ha de pasar, pero si no me equivoco, estamos a punto de…

En ese momento se oyó un golpe sordo y el suelo volvió a temblar. Pero esta vez era diferente. EL temblor no era ni mucho menos tan intenso como el terremoto, pero parecía estar más localizado, más cerca. Un instante después lo siguió un segundo golpe sordo, y luego un tercero.

– ¡Rápido! ¡Al camión! -ordenó Felsberg.

Escucharon otro golpe sordo más cerca que los anteriores, y Ed Blocher se volvió para buscar el origen del sonido. Al principio le pareció ver una roca, de color claro y de entre cincuenta y sesenta centímetros de diámetro, que rodaba lentamente hacia el camión. Antes de que tuviera tiempo de fijar la mirada en aquel curioso objeto, se dio cuenta de que había miles de piedras semejantes. Y estaban cayendo del cielo.

Tres kilómetros a las afueras de Petra

Arena y polvo salieron despedidos en todas direcciones cuando el helicóptero se posó junto a las tiendas que albergaban la base de operaciones del campamento de la ONU, a las afueras de Petra. Sin esperar a que las aspas se detuvieran, el pasajero del helicóptero, el general Rudolph Kerpelmann, responsable de las fuerzas de paz de la ONU destacadas en Israel, dio unos golpecitos en la ventanilla de la puerta con su bastón de mando, para indicar al hombre de la tripulación que la abriera inmediatamente.

Al descender del aparato bajo las aspas giratorias, Kerpelmann paseó la vista por las tiendas, y se dirigió directamente a la que lucía la bandera y el sello del secretario general de Naciones Unidas. Los guardas apostados en el exterior le invitaron a entrar. Christopher le estaba esperando.

– Gracias por venir, general Kerpelmann -dijo Christopher, al tiempo que el general se encajaba el bastón bajo el brazo izquierdo y le hacía un saludo-. Por favor, siéntese. -Kerpelmann tomó asiento, y Christopher abordó sin preámbulos el motivo por el cual le había convocado a aquella reunión.

– General, he leído su informe sobre el elevado número de judíos que en Jerusalén se oponen a nuestros esfuerzos aquí. ¿Es cierto -preguntó Christopher con una mueca- que se están cortando la mano derecha para deshacerse de la marca?

– Me temo que sí, señor -contestó Kerpelmann.

Christopher sacudió la cabeza y suspiró como para decir «pobres idiotas», antes de volver al propósito inmediato del encuentro.

– También he leído su recomendación para abordar el problema. -Christopher se arrellanó en la silla-. Me inclino a pensar que su sugerencia es acertada.

La expresión del general Kerpelmann no reflejó cambio alguno en su estado de ánimo, pero por dentro era una fiesta. No se esperaba el apoyo de Christopher.

– ¿Se ha producido algún cambio recientemente que pudiera animarle a reconsiderar su recomendación? -preguntó Christopher.

– No, señor. Es más, creo que la coyuntura no podría ser más idónea para su aplicación, sobre todo a la luz de la acción que va a emprenderse aquí de forma inminente. -El silencio de Christopher invitó a Kerpelmann a continuar-. Señor, no pretendo intentar comprender cómo funcionan con exactitud todos esos poderes psíquicos, pero yo creo que si tiene una acción en marcha aquí, no querrá que nada de lo que pueda estar ocurriendo en Jerusalén interfiera en lo más mínimo.

Christopher hizo una pausa, como si estuviera considerando la recomendación de Kerpelmann, y luego asintió con la cabeza.

– Tiene usted una difícil misión por delante, general -dijo-. Lo quiero hecho para mañana a mediodía, antes de que comience la acción sobre Petra.

– Puedo tener a mi gente lista en dos horas -le aseguró Kerpelmann.

– ¡Bien! -dijo Christopher, y después de una pausa añadió-: Tenemos seis divisiones bajo el mando del general Novak en la retaguardia del contingente que viene del valle de Jezreel. Calculo que estarán llegando ahora a Jerusalén. Para acelerar las cosas, le ordenaré a Novak que le traspase el mando hasta que usted haya completado su misión.

El general Kerpelmann se levantó en posición de firmes, saludó con brío y salió de la tienda. «Por fin», se dijo entre dientes, y golpeó el bastón contra la palma de su mano izquierda. «Si me hubieran dado permiso para hacer esto hace tres años y medio, al principio de ocupar Israel», pensó, «antes de que los demás huyeran a Petra, el mundo nunca habría sufrido las plagas.» Conocía a los judíos. Se había criado en Austria, y había aprendido a odiarlos. De joven había estudiado la Segunda Guerra Mundial y se pasaba las noches despierto agobiado por las decisiones equivocadas y los errores de cálculo que habían precipitado la derrota de Hitler. Resultaba una dulce e irónica reivindicación de las ideas de Hitler que tantos años después de la derrota del Tercer Reich, las Naciones Unidas, nada menos que la organización que constituyeron quienes derrotaron a Alemania, reconociese por fin la necesidad de completar el trabajo iniciado por el Reich.

Cinco kilómetros al sudeste de Babilonia

Los ocupantes del camión se habían acurrucado juntos y rogaban a Dios que los librara de aquel granizo que, con granos de sesenta centímetros de diámetro y cuarenta y cinco kilos de peso o más, llovía a su alrededor. De repente se oyó un enorme golpe y el sonido de cristales rotos. El granizo había alcanzado la cabina del camión. Un momento después, una piedra golpeó en la rueda trasera que había quedado en el aire, la arrancó del cubo, separó el diferencial de la transmisión, e hizo que el eje atravesara la rueda en el suelo, hundiéndola casi medio metro en el polvo. Dos piedras más destrozaron la cabina. Y otras rodaron contra la puerta trasera después de golpear en el suelo junto a ella.

La tormenta continuó durante otros veinte minutos, durante los cuales varias partes del camión fueron duramente golpeadas, pero, milagrosamente, ninguna piedra cayó directamente sobre el compartimento.

* * *

Cuando la tormenta hubo pasado, Ed Blocher, Joel Felsberg y cuantos no estaban heridos en el camión unieron sus fuerzas para abrir la puerta trasera. A pesar del esfuerzo sólo consiguieron abrirla una rendija de unos cuarenta y cinco centímetros. El granizo acumulado en torno al camión sólo dejaba un espacio muy pequeño, aunque suficiente para que pudieran salir por él uno a uno. Ed Blocher fue el primero. Al emerger del camión pudo contemplar el auténtico impacto del granizo. Hasta donde le alcanzaba la vista, la tierra estaba cubierta por una capa de entre dos y dos metros y medio de espesor de las gigantescas piedras, y la ciudad de Babilonia no era más que un erial aplastado y humeante.

Ciento veintiocho kilómetros al nordeste de Petra

Muy por encima de sus cabezas, una enorme bandada de cuervos sobrevoló las columnas en su viaje hacia el este. Los que abajo marchaban hacia Petra no advirtieron el paso de los pájaros; tenían la vista fija en un punto enclavado seiscientos kilómetros al este, donde una enorme nube negra se elevaba desde más allá del horizonte. Tampoco oyeron a los pájaros, porque habían llenado el aire con sus blasfemias. Las primeras noticias sobre la destrucción de Babilonia y los daños sufridos por otras ciudades como consecuencia de los terremotos empezaban a ser difundidas por todo el planeta.

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