Siguiendo las instrucciones del sumo sacerdote, los habitantes de Petra se habían apiñado todos juntos en las tiendas con sus familias y pedían perdón a la vez que evocaban la rebelión de ellos y de su pueblo contra Dios. Evocaron su animosidad hacia otros, su vanidad y su capricho por las cosas de este mundo, su egoísmo, su falta de confianza en su Dios.
También se acordaron de los falsos mesías a los que su pueblo había seguido a lo largo de los siglos: [137]
ñ Bar Kochba, que cuando reconquistó Jerusalén de los romanos durante un breve periodo de tiempo hacia el 130 d. C. fue proclamado mesías por el rabino Akiba, pero enseguida fue capturado y ajusticiado por los romanos;
ñ Moisés de Creta, que prometió a los judíos de Creta que apartaría las aguas del mar y los conduciría de regreso a Israel por tierra firme, y que al no conseguir obrar el milagro, cayó silenciosamente en el anonimato;
ñ Abraham ben Samuel Abulafia, que en 1284 se autoproclamó mesías, pero cuya profecía de una era mesiánica que habría de comenzar en 1290 murió con él;
ñ Shabbetai Zevi, cuyos miles de seguidores en Oriente Próximo, Asia, Europa y las islas Británicas estaban tan convencidos de que era el Mesías que inscribieron sus iniciales en oro sobre los santuarios de la Torá en las sinagogas y los libros de oraciones nuevos se imprimieron sustituyendo con su nombre la palabra Mesías, pero que, cuando fue desafiado por el sultán musulmán de Constantinopla a que demostrara que era el Mesías desviando las flechas que fueran arrojadas contra él, prefirió convertirse de pronto al islam;
ñ los menos importantes falsos mesías Asher Lemlein, Isaac Luria, Hayyim Vital, Baruchya Russo, Jakov ben Judah Leibovich, Moses Guibbory, Abu-Issa, Serenus;
ñ y en las décadas de los ochenta y de los noventa, Menachem Mendel Schneerson, algunos de cuyos seguidores no dejaron de insistir, mucho tiempo después de su muerte, en que resucitaría de entre los muertos y establecería el reino mesiánico.
En general, la valoración de Samuel Newberg había sido acertada. Muchos de los habitantes de Petra llevaban tiempo esperando a que el sumo sacerdote lo mentara para aceptar a Yeshua, Jesús, como Mesías. Otros, cuando escucharon las palabras, razonamientos y lecturas que hizo el sumo sacerdote de los profetas, se preguntaron cómo era posible que hubiesen estado ciegos tanto tiempo a algo que ahora resultaba tan obvio.
Abū Zanῑmah, Egipto
Algunos habían recorrido más de novecientos kilómetros. Parecía que no iban a dejar de volar jamás, siempre hacia el noroeste, en innumerables bandadas sobre el gran continente africano. Tras descansar en la orilla este del golfo de Suez para poder continuar por la mañana, los hambrientos pájaros escarbaban la tierra en busca de cualquier cosa que pudieran comer. Pronto habría comida de sobra, pero no la alcanzarían si no conseguían mantener las fuerzas para el viaje.
Domingo 20 de septiembre, 4 N.E.
Montes Seir
Desde su puesto de vigía en la cima del Jebel Haroun, en los montes Seir que se elevan sobre Petra, Dennis Kreimeyer observaba sobrecogido cómo la vanguardia de las fuerzas de la ONU avanzaba hacia su posición desde el este y el oeste, como dos tormentas que se desplazaran lentamente. Miró por los prismáticos, pero éstos sólo le revelaron que las tormentas se extendían hasta el horizonte y parecían no tener final.
Dos días enteros habían dedicado los habitantes de Petra a confesar sus pecados. Y ahora que la destrucción se cernía sobre ellos, el sumo sacerdote de Israel decretó que todos transformaran sus oraciones en llamadas de salvación, pidiendo ser librados de los enemigos que se reunían a sus puertas.
* * *
A mediodía, el monte Sir y Petra se habían transformado en una isla, rodeada por el mar de sus adversarios. Y aun así, la marea que les había cercado se extendía hasta el infinito al oeste, en dirección a Israel, y al este, en dirección al Éufrates. Los que venían a destruirlos no parecían tener final.
Babilonia
Joel Felsberg y Ed Blocher llevaban cincuenta y dos horas sin dormir. Hasta el momento, la adrenalina y la preocupación por los que estaban atrapados en Babilonia les habían mantenido en vilo, pero incluso eso empezaba a fallarles. No sabían cuántas veces habían entrado y salido ya de la ciudad; ambos habían perdido la cuenta en algún momento a mitad de la primera noche. Podían hacer un cálculo aproximado a partir del número de puertas de la ciudad -las habían utilizado ya un par de veces cada una, aunque nunca en el mismo turno de ocho horas, y ya habían comenzado la tercera ronda-, pero el cálculo exigía más de lo que podían pedirles a sus fuerzas, dado su estado de agotamiento. Fuera como fuera, parecía que siempre había más esperando a salir de la ciudad, así que Felsberg y Blocher regresaban una y otra vez. En esta ocasión, sin embargo, el camión sólo iba a la mitad de su capacidad, no parecía que quedara nadie más.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Blocher.
– Esperaremos unos minutos más -contestó Felsberg. Pero los minutos pasaron y no llegó nadie más.
– Supongo que ya está -concluyó Felsberg. Y al decirlo notó que las pocas nubes que salpicaban el cielo parecían haberse oscurecido notablemente.
Blocher levantó la vista, asintió con la cabeza y respondió:
– ¡Definitivamente!
– ¡Agarraos bien! -dijo Felsberg, al tiempo que extendía el brazo para cerrar la puerta. En los escasos segundos que habían empleado para pasar el cerrojo y sentarse de nuevo en la cabina, los dos hombres notaron cómo un viento frío empezaba a soplarles en la cara y cómo el cielo se había ido poniendo gris. Nada más arrancar Felsberg el motor, cayó un rayo en un edificio cercano, y un trueno tan potente como un cañonazo sacudió el camión.
– Muy bien -dijo mirando hacia arriba-, ¡nos vamos!
Pero en cuanto hubo cerrado la puerta, Blocher vio a alguien por el retrovisor.
– ¡Espera! -gritó.
– ¡Por favor, déjenme subir! -les llamó una voz. Era una adolescente-. Por favor -gritó de nuevo, y de una carrera se plantó junto al lado del conductor.
Felsberg miró por la ventanilla, y la chica se retiró el pelo de la frente y le mostró el dorso de la mano derecha para que pudiera ver que no llevaba la marca.
– ¿Queda alguien más? -preguntó.
– No -contestó ella. Pero al instante cambió su respuesta-: No lo sé -dijo mientras caía otro rayo, esta vez algo más lejos.
– ¡Sube por el otro lado! -dijo, concluyendo que no había tiempo para abrir la puerta de atrás. Felsberg no esperó a que se hubiera acomodado ni a que Ed Blocher cerrara la puerta, sino que metió la marcha y aceleró; habían caído otros dos rayos, y ya salían llamas del primer edificio que había sido alcanzado.
Blocher miró a la chica y pensó en la barrera de salida de la ciudad.
– Va a ser interesante ver ese truco de desaparición de cerca -dijo.
El hecho de que el camión entrara vacío y saliera vacío aparentemente no había levantado sospechas entre los guardas de seguridad. Pero para evitar riesgos innecesarios, se habían cuidado mucho de no utilizar la misma puerta con excesiva frecuencia. Sin embargo, ahora arreciaba la tormenta y no había tiempo de pararse a pensar en eso. Debían salir de la ciudad lo antes posible, así que se dirigieron a la salida más próxima. Aun así, cuando llegaron a la puerta, el cielo se había oscurecido tanto que casi parecía que estaba anocheciendo.
– Joel -dijo Ed Blocher, mirando a la chica mientras se dirigían a toda velocidad hacia la puerta-. No creo que ella vaya a desaparecer.
– No importa -respondió Felsberg, pisando el acelerador-. No vamos a parar.
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