– Buena idea -dijo Blocher entre dientes mientras el camión cruzaba disparado el control. Al parecer, el cataclismo, incluyendo la caída de varios rayos en las proximidades, era suficiente para distraer a los guardas, porque ninguno disparó ni tampoco intentó detenerlos.
Una vez fuera de las murallas, Joel Felsberg pisó a fondo el acelerador y el camión ganó velocidad mientras avanzaban por la recta y llana carretera que se alejaba de la ciudad hacia el este. En la parte de atrás, los pasajeros se sujetaban lo mejor que podían, preguntándose qué estaría ocurriendo afuera.
Dos minutos y casi cinco kilómetros después, él día se había vuelto más negro que la noche más oscura, y la incesante caída de los rayos creaba un efecto estroboscópico alrededor de ellos. El viento azotaba con fuerza el camión mientras Joel procuraba mantenerlo en la carretera. Los truenos sonaban uno tras otro sin cesar, produciendo gran estruendo. Entonces, el sonido de uno de los truenos no se apagó, sino que ganó intensidad rápida y uniformemente.
– ¡Ya está! -gritó Felsberg levantando el pie del acelerador y pisando a fondo el freno, para aminorar la marcha cuanto antes. Casi se habían detenido cuando, a sus pies, la Tierra empezó a formar ondas y finalmente se levantó, echando el camión a la cuneta, donde éste quedó tumbado de lado. En el interior, los pasajeros salieron despedidos contra las paredes, un percance que se saldó con numerosos rasguños y contusiones, dos conmociones, varias costillas rotas y una docena de roturas más.
Pero no había acabado.
El suelo continuó temblando hasta que pareció que el camión iba a partirse en dos. Incluso a dos mil kilómetros de allí, el terremoto sobrepasaba la capacidad de cualquier aparato de medición, aunque se estimaba que había alcanzado un 10,5 en la escala Richter, o más de cien veces más fuerte que el terremoto de 8,1 que había devastado la ciudad de México en 1985. Era evidente que la batalla por el planeta Tierra estaba próxima a alcanzar su cenit.
* * *
En Babilonia, en el epicentro del extraordinario terremoto, los edificios se venían abajo, formando enormes pilas de fuego que los rayos se encargaban de prender, y que alimentaban los conductos de gas natural. Las majestuosas murallas que rodeaban la ciudad se convirtieron en una montaña de escombros imposible de rebasar, que selló todas las vías de escape. A lo largo del lecho seco del Éufrates, la Tierra se abrió como un fruto maduro, formando un enorme abismo de unos cien metros de ancho y mil quinientos metros de profundidad. Una segunda grieta, nacida de la primera, se abrió camino hacia el este y atravesó directamente el complejo de la ONU, tragándose las ruinas de los edificios de la Secretaría y de la Asamblea General de Naciones Unidas. Así, los abismos dividieron la ciudad en tres enormes sectores resplandecientes que el fuego consumía sin piedad.
* * *
El radio de destrucción del terremoto superó los tres mil doscientos kilómetros -de San Petersburgo a Somalia, del Nepal a Barcelona-, y a su paso derribó edificios y devastó ciudades enteras, aplastando a buena parte de la población. Pero el terremoto babilónico no había sido más que el precursor de la muerte y enseguida provocó importantes traslaciones en las placas tectónicas africana y euroasiática, precipitando una reacción en cadena que hizo temblar además las placas indoaustraliana y pacífica. Los miles de islas que en los océanos Atlántico, Pacífico e Índico se hallaban emplazadas sobre los límites de las placas se agitaron como sonajeros, y casi todo vestigio de civilización quedó reducido a escombros. Una ola gigantesca se encargó de barrer lo poco que había quedado en pie. Los muertos se contaban a millones, y atrás habían quedado decenas de millones de heridos.
* * *
A cientos de kilómetros de Babilonia, en el camino a Petra, el terremoto sacudió a los ejércitos de Christopher, derribando a muchos de sus componentes, aunque muy pocos sufrieron heridas de consideración. Aquello se debió principalmente a que al encontrarse a campo abierto, no había estructuras que pudieran venirse abajo aplastándolos (la causa de la mayoría de bajas en los terremotos), pero la mayoría atribuyó su buena fortuna a su solidaridad colectiva contra Yahvé. Pero la bravata les duraría poco, pues no habían divisado todavía el humo de Babilonia elevándose en el este, ni escuchado las noticias sobre los estragos que se habían producido en otros lugares.
* * *
Cinco kilómetros al sudeste de Babilonia, la luz de unos faros atravesaba el polvo y la oscuridad reinantes. Muy lentamente, la puerta del copiloto del camión volcado se abrió, revelando la única señal de vida en kilómetros a la redonda. Era poco más de mediodía, pero las nubes que todavía lanzaban rayos sobre la ciudad hacían que pareciera que era de noche. Ed Blocher se llevó la mano a los ojos para protegerse del viento y la polvareda, y con un gemido de dolor escaló para salir por la puerta y luego descendió por la cabina hasta el suelo. Justo detrás de él, su joven pasajera salvó el último medio metro de un salto, seguida de Joel Felsberg, que, con menos agilidad, aterrizó mal y enseguida deseó no haberlo hecho.
– Toma -dijo Felsberg encogido de dolor, mientras le tendía las llaves a Blocher-. Ve a ver qué tal están los de ahí atrás.
Ed Blocher cogió las llaves y se fue hasta la puerta de atrás del camión.
– ¿Estáis todos bien? -gritó, intentando levantar la voz sobre el estruendo de los truenos. Por los alaridos que brotaban del interior supo que no era así.
– Me parece que no -contestó una voz de mujer adulta-. Hemos dado muchos tumbos aquí dentro. Creo que tenemos unos cuantos huesos rotos. ¿Qué ha pasado? ¿Contra qué hemos chocado?
– Ha sido un terremoto -contestó Blocher.
La mujer se inclinó hacia adelante para asomarse por la puerta.
– ¿Es aquello la ciudad? -dijo con voz entrecortada. Blocher pudo verla entonces, al reflejarse en su rostro la luz del furioso incendio.
Era una pregunta retórica formulada con increíble asombro, pero Blocher respondió de todas formas.
– Sí -dijo, mientras ayudaba a un hombre levemente herido a levantarse.
Los quejidos y la conversación se acallaron durante un largo rato, mientras los del interior contemplaban incrédulos las ruinas llameantes de la capital de la Nueva Era de Christopher.
– ¿Y ahora qué? -preguntó la mujer finalmente, escupiendo el polvo que se le había metido en la boca.
Desde el exterior de la parte de atrás del camión le respondió la voz de Joel Felsberg.
– Ahora vamos a sacar a todos del camión, y si podemos, intentaremos enderezarlo. Si no podemos… -Felsberg se detuvo. Lo cierto era que no tenía un plan alternativo.
– ¿Si no podemos, qué? -le instó Blocher, que en ese momento descendía cuidadosamente de la parte posterior del camión.
Pero era otra cosa la que preocupaba a Felsberg en ese momento.
– ¿No te extraña -preguntó, acercándose un poco para que le oyeran mejor y mirando a las negras nubes que encapotaban el cielo- que a pesar de las nubes y de los rayos no haya llovido?
Ya había pensado en eso antes, pero con todo lo que estaba sucediendo, Blocher no le había dado mayor importancia. Ahora, al mirar de nuevo a su alrededor, el tono inquietante de Felsberg volvió a llamar su atención sobre el hecho.
– ¿Qué está ocurriendo? -preguntó.
– Para que haya rayos -contestó Felsberg-, tiene que haber algo que esté creando una carga estática en esas nubes. Puesto que no llueve, el movimiento que está causando esa electricidad estática debe de estar dentro y sobre las nubes.
Читать дальше