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James BeauSeigneur: Los actos de Dios

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James BeauSeigneur Los actos de Dios

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Tras las catástrofes que diezmaron a la población mundial, esta se encuentra dividida entre los seguidores del nuevo Mesías y los fundamentalistas que parecen no entender que la humanidad se encuentra en un nuevo paso evolutivo. Pero todo lo que hasta ese momento se ha desvelado como cierto es en realidad una profunda decepción que impulsará inexorablemente a la comunidad internacional a enfrentarse al mayor reto de la historia: el Apocalipsis, la batalla final entre el bien y el mal, una batalla que todavía no ha sido escrita…

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Aunque era mucho lo que no alcanzaban a comprender, nadie necesitaba que le explicaran que Juan y Cohen habían muerto y que el mundo estaba siendo restituido milagrosamente. Aunque la asombrosa velocidad de crecimiento de las plantas iniciado por Christopher se había aminorado a un ritmo de desarrollo más normal cuando éste bajó la mano, la regeneración de la tierra era más que evidente. Brotaban las flores, verdeaba la hierba, se abrían las hojas y trepaban las parras. Incluso las zonas más devastadas empezaban a recuperar su verdor y frondosidad. Después de tanta destrucción y muerte, la mayoría de los supervivientes ansiaba creer en Christopher y en todas sus promesas, a pesar de no entenderlo del todo. El mundo estaba vivo y volvía a haber esperanza.

A lo largo y ancho del globo se celebraba por todo lo alto la muerte de los profetas de Yahvé y la restitución del planeta. La gente intercambiaba presentes con motivo de la caída del reinado de terror de Juan y Cohen. En Jerusalén, poco después de que se dispersara la multitud y a pesar de la advertencia de Christopher de que los cuerpos poseían todavía un enorme poder y no debían ser tocados antes de cuatro días, como mínimo, se envió a una cuadrilla de trabajadores municipales a retirarlos. Las consecuencias fueron nefastas. Tres de ellos estallaron en llamas nada más tocar los cadáveres. El macabro espectáculo, retransmitido en directo por cámaras y reporteros, sirvió para puntualizar y confirmar la veracidad de cuanto Christopher había dicho.

De ese modo, los cuerpos permanecieron donde habían caído, aunque, eso sí, enfocados por varias cámaras que no dejaban de grabar por si algo inesperado ocurría. Los cadáveres se convirtieron en una especie de trofeo morboso no sólo para Christopher, sino también para todos los habitantes de la Tierra, para la humanidad, que con tanta tenacidad se había resistido a doblegarse a las enseñanzas de Juan y Cohen. Como resultado se inició la cuenta atrás para poder retirar y dar sepultura a los restos de los dos hombres e, irónicamente, los festejos que celebraban la renovación de la Tierra y de la esperanza para la humanidad giraron los tres días siguientes en torno a la vigilia de los cuerpos sin vida de los dos profetas judíos que yacían en las calles de Jerusalén.

En la sede de Naciones Unidas, en Nueva York, Christopher Goodman asumió oficialmente el cargo de secretario general. A pesar de la insistencia con que muchos colegas, incluidos la mayoría de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, le animaron a aceptar un puesto de mayor responsabilidad y poder sobre el gobierno mundial, Christopher declinó la oferta, alegando que su propósito no era el establecimiento de una dictadura benévola en el mundo, sino, más bien, «guiar a la humanidad hacia un completo autogobierno individual». Cualquier otra meta, explicó, sería un anatema, y contrario al proyecto de la Nueva Era. «El género humano debe, en última instancia, buscar las respuestas en su interior, y no en mí ni en ningún otro salvador -había enfatizado-. En los días que han de seguir -juró-, trabajaré conjuntamente con el Consejo de Seguridad y el resto de Naciones Unidas para establecer los cimientos de la que ha de ser la recuperación de la Tierra y el avance universal de los habitantes del planeta hacia lo que le ha sido prometido.»

No obstante, debido a la aniquilación de las poblaciones de Oriente Próximo y de África oriental, Christopher aceptó combinar la responsabilidad como máxima autoridad de la custodia de ambas regiones, con su puesto como representante permanente de Europa en el Consejo de Seguridad.

Tal y como prometió en el discurso de Jerusalén, una de sus primeras actuaciones como secretario general fue recomendar que se cambiase el calendario internacional para que quedara reflejado el nacimiento de la Nueva Era. La sugerencia recibió el apoyo unánime de la ONU y, así, aunque se respetaron los meses y los días, el año pasó oficialmente a ser el primero de la Nueva Era, es decir, el 1 N.E.; y el 11 de marzo, día de la resurrección de Christopher, se convirtió en el día de Año Nuevo.

Pero ni todos se felicitaron por el ascenso de Christopher al poder, ni todos celebraron la muerte de los profetas. Fue lo que ocurrió, como era de esperar, con los miembros del Koum Damah Parar y sus seguidores, aunque éstos tampoco lloraron a sus líderes caídos ni se retiraron a vivir en reclusión. Lo lógico era que al menos unos pocos KDP aceptasen el ofrecimiento de Christopher de unirse a él. La promesa de amnistía y aceptación que en tres ocasiones les había ofrecido durante el discurso de Jerusalén, y aun tres veces más en la toma de posesión ante las Naciones Unidas, superaba todas las expectativas de generosidad. Pero el KDP en bloque, sin excepciones, continuó su acción con una nueva venganza, declarando, en oposición al mensaje de paz y esperanza de Christopher, que el mundo estaba al borde de un desastre aún mayor. Aproximadamente una tercera parte de los ciento cuarenta y cuatro mil miembros del Koum Damah Patar se encontraba ahora en Israel; el resto continuaba haciendo proselitismo por el mundo. En Israel, el KDP dejó de predicar y acusar y empezó a lanzar una llamada al pueblo israelí para que emprendiera el éxodo al desierto de Jordania, al este de Israel.

15 de marzo, 1 N.E.

Jerusalén

Era el tercer día después de las muertes de Juan y Cohen, y anochecía. Antes de amanecer había empezado a caer una fina lluvia que continuó hasta las cuatro de la tarde, dejando la tierra, antes seca, húmeda y llena de vida. Un fresco aroma primaveral llenaba el aire. El Templo judío, que quedaba en silencio al caer el sol, había bullido de actividad a diario desde que Christopher pronunció su discurso desde el pináculo. Varios abogados, en representación del sumo sacerdote Chaim Levin, habían presentado protestas formales ante la ONU contra Christopher Goodman, y Levin no cesaba de lanzar invectivas contra Christopher y Robert Milner. Tal y como se habían propuesto, habían conseguido que la profanación del altar y del Santuario pusiera fin al sacrificio diario de animales. Pero para el sumo sacerdote había sido aún más intolerable la destrucción de las tablas de piedra inscritas con los diez mandamientos. Un equipo de sacerdotes y levitas hacia el ciclópeo esfuerzo de intentar recomponerlas, pero había demasiados fragmentos -algunos no eran más que partículas de polvo- y todo apuntaba a que muchos de los trozos más reconocibles hubiesen acabado en los bolsillos de los testigos presentes en el momento de su destrucción. Lo cierto era que no albergaban demasiadas esperanzas de poder completar la tarea.

Los KDP también seguían activos. Además de advertir a la gente de que huyera de Israel, le contaban a todo aquel que les prestaba oído que el nombre Christopher Goodman, escrito fonéticamente en hebreo (DIBUJO), tiene un valor numérico de 666, número que, según el libro del Apocalipsis, en el Nuevo Testamento de la Biblia, es el valor numérico del nombre del Anticristo. [8]

Junto a la base de la escalinata de entrada al Templo yacían abandonados los restos de Juan y Cohen. Los cuerpos, todavía cargados de insólito poder, permanecían inalterables al paso del tiempo, respetados por los insectos y sin mostrar señales de descomposición. Aunque no había ocurrido nada desde la muerte, tres días atrás, de los trabajadores del departamento municipal de limpieza y saneamiento, todavía había un puñado de cámaras montadas sobre trípodes enfocando a los dos cuerpos. Los técnicos a quienes les había sido asignado este destino, aparentemente el más aburrido de cuantos había en el mundo en ese momento, mataban el tiempo jugando una partida de cartas mientras sus cámaras grababan la inmóvil escena.

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