James BeauSeigneur - Los actos de Dios

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Tras las catástrofes que diezmaron a la población mundial, esta se encuentra dividida entre los seguidores del nuevo Mesías y los fundamentalistas que parecen no entender que la humanidad se encuentra en un nuevo paso evolutivo. Pero todo lo que hasta ese momento se ha desvelado como cierto es en realidad una profunda decepción que impulsará inexorablemente a la comunidad internacional a enfrentarse al mayor reto de la historia: el Apocalipsis, la batalla final entre el bien y el mal, una batalla que todavía no ha sido escrita…

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– Aparte de traerle aquí porque creo que es lo que mis padres habrían querido, hay dos razones más. La primera es que hace ya mucho tiempo, casi desde el día en que me convertí y decidí seguir a Yeshua, he sentido la necesidad de hablar con usted. Y tampoco es ésta la primera vez que lo intento. Hace seis años, justo antes de que estallara la guerra entre la India, Pakistán y China, usted y Christopher visitaron Israel.

Decker recordaba muy bien aquel viaje. Fue justo antes de que Christopher se retirara al desierto israelí durante cuarenta días. También fue la primera vez que Decker oyó hablar del KDP.

– No recuerdo haberte visto entonces -dijo Decker, desafiando la afirmación de Rosen.

– No -replicó Rosen-. Me eché atrás.

Decker tomó nota del dato mentalmente. Era una muestra de debilidad por su parte; algo le había asustado obligándole a «echarse atrás».

Rosen continuó.

– Sentí que Dios me pedía que hablara con usted, pero su relación con Christopher era tan estrecha que me pareció imposible que usted fuera a prestarme oídos.

Aunque mucha gente se refería a Christopher por su nombre de pila, la familiaridad de Scott Rosen hizo que a Decker se le erizara el pelo.

– Querrás decir -contestó Decker- que te pareció imposible que yo fuera a traicionarle .

Con su respuesta, Decker no pretendía otra cosa que polemizar, pero al escucharse, comprendió de repente por qué era tan importante para Rosen que hablaran. Mientras volaban hacia Israel después de su resurrección, Christopher dijo que en otra vida, Decker había sido Judas Iscariote, el apóstol al que históricamente se acusaba de haber traicionado a Jesús. Según Christopher, dos mil años atrás, había sido el apóstol Juan quien convenció a Judas para que traicionara a Jesús. Ahora, Scott Rosen intentaba ejercer el papel de Juan. No había duda de que Yahvé le había ordenado a Rosen que hablara con él, Decker estaba convencido de ello. Christopher había dicho que, según fuera perdiendo influencia sobre el planeta, Yahvé se desesperaría más y más. Y ésta debía de ser una señal de aquella desesperación. «Bueno -se prometió a sí mismo Decker con toda firmeza-, esta vez no lo va a conseguir.» Como no había conseguido recordar nada de su vida como Judas, carecía de una experiencia a la que recurrir en busca de consejo, pero, fuera como fuera, estaba decidido a no cometer el mismo error por segunda vez. Prefería morir antes que traicionar a Christopher.

– No va a haber razón alguna para que muera, señor Hawthorne -dijo Scott Rosen inesperadamente.

Aquello enfureció a Decker. Rosen le había leído el pensamiento. Lo único con lo que Decker había creído contar -la intimidad de sus pensamientos- se esfumó de un plumazo.

Decker miró a Rosen con aversión.

– ¿Sabes qué? -le espetó-. Por increíble que parezca, he de admitir que, no sé por qué, confiaba en que a pesar de ser un secuestrador y vete a saber qué más, tal vez te quedaría una pizca de decencia, algo que te empujara a jugar limpio. ¡Patético hipócrita! ¡Me has estado leyendo el pensamiento!

– No del todo, señor Hawthorne -repuso Rosen, al que parecían no haberle afectado el tono ni los insultos de Decker-. Sólo sé lo que soy capaz de percibir a partir de su comportamiento y alguna que otra visión que Dios me da de sus pensamientos.

Decker le miraba iracundo.

– Y aunque estoy convencido de que tampoco lo va a creer, quiero que sepa que todo eso que le contó Christopher sobre Juan y Judas es mentira; de principio a fin.

Decker apretó los dientes de rabia.

– Pero ya hablaremos de eso después -continuó Rosen, haciendo caso omiso de la reacción de Decker. Era como si Rosen hubiera perdido de pronto no sólo la habilidad de leer la mente de Decker, sino también de ver la cólera en su rostro. Era evidente que su táctica consistía en ignorar cuanto Decker hiciera o dijera, siempre que no aportara nada a su objetivo-. Ahora -prosiguió-, tengo la firme intención de terminar de explicarle por qué le he traído a Petra.

– ¡A mí me han hecho algo más que traerme a Petra! -exclamó Decker-. ¡He sido secuestrado! ¿Ni siquiera puedes ser honesto en eso? ¡Reconócelo!

– Si cuando hayamos terminado, sigue creyendo lo mismo, entonces me reconoceré culpable de secuestro. Pero si, por el contrario, soy capaz de demostrarle que se equivoca con el KDP y con Christopher, entonces no seré responsable de su secuestro, sino, más bien, de su salvación.

– ¡Eso no son más que tonterías! -gruñó Decker.

– Como decía -continuó Rosen-, después de echarme atrás de mi decisión de hablar con usted en Tel Aviv…

A Decker se le agolpaban las ideas en la cabeza. Era la segunda vez que Rosen admitía haberse echado atrás. ¿Acaso no le importaba que una debilidad así quedara expuesta? ¿Creía entonces que puesto que Decker ya se había dado cuenta de ella la primera vez no pasaba nada por repetirlo? «Además de loco, es estúpido», pensó Decker. ¿O es que Rosen pensaba que al sacar el tema de nuevo haría creer a Decker que ya no había o tenía nada que temer? ¿O acaso era cierto que sólo tenía una habilidad limitada para leer la mente de Decker, y no sabía de la importancia que Decker atribuía al reconocimiento de haberse echado atrás?

Decker decidió someter a prueba la teoría. «Voy a darle un puñetazo a este tipo -pensó-. Se lo voy a dar -pensó de nuevo, casi intentando enviar el pensamiento hacia él-. Se lo voy a dar… ¡Ahora!» Entonces, se abalanzó sobre la mesa, tumbó la jarra de agua, y le plantó un derechazo a Rosen en el lado izquierdo de la cara.

La fuerza del puñetazo hizo que Scott Rosen girase en redondo y cayera de la silla.

Decker, que estaba tirado sobre la mesa intentando recobrar el equilibrio, observó con gran satisfacción cómo el hombretón caía derribado al suelo. Ahora cabía preguntarse si Rosen había sido incapaz de leerle el pensamiento o si se había dejado pegar para hacérselo creer. Le había mirado a los ojos al pegarle, y no había detectado señal de una reacción anticipada que pudiese demostrar que esperaba el golpe. Decker volvió a tomar asiento y se dio cuenta de que la prueba no era concluyente. Sea como fuere, pegarle le había sentado bien.

Con el rostro crispado por el dolor, Rosen permaneció un momento tirado en el suelo sobre el charco de agua derramada de la jarra. Tenía la ropa húmeda y la cabeza le daba vueltas. Luego, miró a Decker, se levantó despacio y volvió a ocupar su silla.

– Supongo que ahora querrá que ponga la otra mejilla, ¿no? -preguntó.

– Si quieres… -dijo Decker con un tono triunfante que disimulaba el dolor punzante que sentía en el puño.

Rosen se frotó la mejilla y, resistiéndose a que nada le distrajera de su objetivo, sorprendentemente retomó su relato, como si nada hubiera pasado. Su persistencia empezaba a resultar enervante.

– Seguí debatiéndome con esa sensación de necesitar hablar con usted -dijo-. Y entonces, el día antes de que fuera asesinado en Jerusalén, Saul Cohen me visitó y, sin más explicación, me dijo que cuando llegara el momento, hiciera lo que Dios me pedía. Y en ese instante supe que hablaba de usted.

– Hasta ahora has atribuido la responsabilidad de mi secuestro a Dios, a tus padres y, ahora, a Saul Cohen; ninguno de los cuales, por cierto, está aquí para defenderse.

– Y finalmente -continuó Rosen, ignorando el comentario de Decker-, hay una última razón por la cual le he traído hasta aquí: creo que, en parte, soy el responsable de que usted no aceptara a Yeshua como su salvador hace mucho tiempo.

Decker puso los ojos en blanco.

– ¡Dios mío! -suspiró.

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