James BeauSeigneur - Los actos de Dios

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Tras las catástrofes que diezmaron a la población mundial, esta se encuentra dividida entre los seguidores del nuevo Mesías y los fundamentalistas que parecen no entender que la humanidad se encuentra en un nuevo paso evolutivo. Pero todo lo que hasta ese momento se ha desvelado como cierto es en realidad una profunda decepción que impulsará inexorablemente a la comunidad internacional a enfrentarse al mayor reto de la historia: el Apocalipsis, la batalla final entre el bien y el mal, una batalla que todavía no ha sido escrita…

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Al llegar a la puerta, Scott Rosen se volvió con el gesto de quien olvida algo, y le preguntó:

– Señor Hawthorne, ¿por qué no ha tomado usted la comunión?

– Iba a hacerlo cuando tu gente me secuestró -contestó Decker rápidamente, intentando así contrarrestar la relevancia que Rosen pudiera atribuir a ese hecho.

– Mis amigos, los que le trajeron hasta aquí -dijo Rosen-, tenían órdenes concretas de no secuestrarle si llevaba la marca. De haberla tenido, habría sido demasiado tarde.

Decker le lanzó una mirada iracunda. Era indignante que su secuestrador pretendiera ahora juzgarle.

– No es casual que no haya recibido la marca -continuó Rosen-. Es por la gracia de Dios.

Decker se rió burlonamente.

– Tú y tu gente interpretáis cuanto os conviene como señal divina. Pues te equivocas, Rosen. Lo de la marca fue idea mía. Fui yo quien sugirió que se le imprimiera a la gente, ¡y yo habría recibido ya la comunión y llevaría la marca si tus matones no me hubiesen apresado!

– Señor Hawthorne, una cosa es tener intención de ponerse la marca y otra muy distinta, llevarla puesta. Dios -y lo sé por experiencia- nunca actúa ni muy pronto ni demasiado tarde, lo hace siempre en el momento justo.

* * *

La cena fue un calco del almuerzo, con la excepción de que incluía una chuletita de cordero y de que la masa dulce que antes había servido para preparar las gachas se había utilizado ahora como harina para elaborar una especie de tortita, frita en aceite de oliva. Después de comer, Decker se tumbó e intentó dormir. No eran más que las nueve y media, pero estaba agotado. Además, sabía que para sobrevivir a lo que fuera que tuvieran pensado para él Rosen y el KDP, iba a necesitar todas sus fuerzas. Los acantilados que formaban los muros de Petra parecían querer ayudarle, ocultando el sol mucho antes de que anocheciera fuera de aquella ciudad perdida en las profundidades de las montañas. Aun así, a pesar de sus esfuerzos, o tal vez a causa de ellos, Decker no conseguía conciliar el sueño. Ni contando ovejas siquiera; tenía demasiadas cosas en la cabeza. Era como si llevara intentándolo toda la noche. Pero lo cierto es que no eran más que las once y media cuando por fin cayó dormido.

4 de junio, 4 N.E.

Petra

Decker se levantó temprano. Con sigilo se acercó a la ventana y miró al exterior, deseando que sus guardas estuvieran dormidos. Pero no lo estaban. Sin embargo, no fue aquello lo que más le llamó la atención. Decker agitó la cabeza para despejarse del todo y volvió a mirar hacia lo que se le antojaba un paisaje imposible. Hasta donde le alcanzaba la vista, todo estaba cubierto de algo parecido a nieve. No era nieve. No podía serlo en una calurosa mañana de junio. Pero por muchas vueltas que le daba, no conseguía dar con otra explicación. A unos noventa metros de la ventana, una mujer y un niño emergieron de una de las miles de tiendas de campaña que moteaban la vieja meseta y empezaron a recoger el blanco material, que iban introduciendo en una tina. Les siguieron enseguida muchos más, que salieron de sus carpas cargados de cacerolas, sartenes y cestas y empezaron también a hacer acopio de la nívea sustancia.

Decker oyó que se abría la puerta, se volvió y vio al carcelero, que le traía el desayuno.

– ¿Qué es eso ? -dijo señalando hacia la ventana.

– Exactamente -contestó el hombre.

– No -dijo Decker, intentándolo de nuevo-. ¿Es eso nieve?

– No -dijo el otro riéndose.

– Entonces, ¿qué es?

– Exactamente -repitió el guardián.

La conversación no llegaba a ninguna parte y Decker no pensaba volver a preguntar.

– Lo siento -se rió el hombre cuando comprobó que no iba a poder seguir con la broma-. Siempre había querido que alguien me hiciera esa pregunta.

Decker no parecía divertido.

– Eso es lo que es, «qué es esto» -dijo el carcelero como si aquélla fuera la respuesta-. La sustancia blanca de fuera se llama «qué es esto». Por lo menos, es eso lo que significa. En hebreo se llama maná. Acérquese -dijo, y se dirigió hacia la bandeja que había traído consigo. En ella había un cuenco repleto de la sustancia blanca-. Pruébelo -dijo.

Decker cogió una pizca y probó. Era crujiente y blanca como la semilla de cilantro, y sabía a torta de miel. Inmediatamente reconoció el sabor como el de la harina que se había empleado el día antes para preparar las gachas y las tortitas fritas.

– Lo usamos para todo -dijo el carcelero-. Debe de haber un millar de recetas diferentes. Está el pan de maná, los bollos de maná, las galletas de maná, la pasta de maná, los espaguetis de maná, las tortas de maná; hay maná frito, maná cocido, maná a la parrilla, maná tostado e incluso maná crudo; hasta preparamos canelones de maná. Y hoy para desayunar hay bollitos de maná y cereales de maná.

– Pero ¿qué es?

– Exacto -repitió el carcelero.

Decker dudó que pudiera obtener jamás una respuesta decente.

– Cuando Moisés condujo a su pueblo fuera de Egipto -explicó el guardián-, Dios les proveía de maná para que se alimentaran. [15]Ahora ha hecho lo mismo aquí, en Petra. Cada mañana, excepto en sabbat, lo cubre todo una capa de rocío, que al evaporarse deja el maná. Luego, cuando el calor del sol se hace más intenso, el maná se derrite sin dejar rastro.

Era una historia absurda, pero allí estaba, fuera de la ventana y en su cuenco.

* * *

Cuando hubo dado cuenta de su desayuno, el carcelero regresó a por la bandeja y trajo dos tazas y una jarra de plástico llena de agua fresca. Al rato, Scott Rosen volvió a visitarle.

– ¿Cuándo vas a liberarme? -protestó Decker en cuanto Rosen franqueó la puerta.

– He rezado a Dios por nuestra conversación de anoche -dijo Rosen como si no hubiera oído la pregunta.

Decker soltó una risita, que no tardó en convertirse en una sonora carcajada. Aunque dirigida contra Rosen, lo cierto era que no necesitó fingirla. La compasiva devoción de Rosen le producía risa de verdad.

Rosen no tuvo más remedio que esperar a que Decker cesara para poder continuar.

– Me he dado cuenta de que no contesté del todo a su pregunta sobre la razón por la que le he traído hasta aquí. Usted me preguntó si intentaba enmendar lo que le hice a mis padres. La respuesta a su pregunta sigue siendo no. Pero, en cierta manera, mis padres sí que tienen algo que ver con que esté usted aquí ahora.

– No me interesa, de verdad -dijo Decker inútilmente.

– Verá, estoy convencido de que ellos habrían querido que habláramos.

– O sea, que además de la voluntad de Dios, conoces la de tus difuntos padres.

– Lo que quiero decirle no es distinto de lo que ellos le dirían si estuvieran vivos.

– Ellos no me habrían secuestrado ni me habrían obligado a escuchar -le espetó Decker-. Me consta que tu cristianismo, si es así como lo llamas, difiere bastante del que practicaban tus padres.

– Lo que es diferente no son nuestras creencias, señor Hawthorne, sino la época y las circunstancias.

– ¡Tus circunstancias te las has creado tú!

Rosen se contuvo. Otra vez dejaba que Decker se hiciera con el control de la conversación, y él no había terminado todavía con su explicación.

– Si quiere, discutimos mis métodos más tarde -dijo-. Ahora me gustaría terminar de explicarle la razón por la cual le he hecho traer hasta aquí.

A cada paso de la conversación Decker buscaba oportunidades que le permitieran mantener a Rosen en una posición de debilidad, y eso significaba sopesar si era mejor intentar frustrar los planes de Rosen interrumpiéndole o, por el contrario, escucharle para conseguir información que luego pudiera emplear a su favor. Unas veces la decisión dependía de la valoración que hiciera de lo que Rosen iba a decir, otras la tomaba por pura intuición. De momento decidió escuchar.

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