James BeauSeigneur - Los actos de Dios

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Tras las catástrofes que diezmaron a la población mundial, esta se encuentra dividida entre los seguidores del nuevo Mesías y los fundamentalistas que parecen no entender que la humanidad se encuentra en un nuevo paso evolutivo. Pero todo lo que hasta ese momento se ha desvelado como cierto es en realidad una profunda decepción que impulsará inexorablemente a la comunidad internacional a enfrentarse al mayor reto de la historia: el Apocalipsis, la batalla final entre el bien y el mal, una batalla que todavía no ha sido escrita…

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Decker pasó toda la noche intentando recordar de qué le resultaba familiar aquel nombre. Habían pasado veintitrés años desde la noche en que había escuchado a alguien hablar sobre Petra en la cocina de los Rosen.

2

SEÑALES Y PRODIGIOS

2 de octubre, 1 N.E.

Albert Hall, Londres

Tommy Edwards no le quitaba al mago los ojos de encima, mientras éste hacía levitar sobre el escenario a su ayudante hipnotizada. Era el día de su decimoquinto cumpleaños y le acompañaba su abuelo, un mago aficionado de cierto renombre. Tommy se había metido en líos recientemente, al intentar aplicar las técnicas de juegos de manos que su abuelo le había enseñado para robar en tiendas. Ya había visto hacer el truco de la levitación en varias ocasiones, pero la técnica de este mago en particular le tenía impresionado. Entonces, de forma repentina y extraña, como si una ráfaga de viento le hubiese golpeado, le invadió una extraña sensación de poder. Sin más explicación, como en un sueño, sintió que podía hacer lo que el mago, pero sin trucos. Sintió, tuvo el convencimiento de que sólo con el poder de su voluntad podía hacer levitar a la mujer.

Posó su mirada sobre el cuerpo suspendido en el aire y entornó los párpados para concentrarse mejor. Entonces, con el poder de su mente, la arrancó de la posición que ocupaba sobre el escenario y la arrastró hacia el público, rompiendo los cables trucados que la habían mantenido en el aire hasta ese momento. Al principio, los espectadores creyeron que aquello formaba parte del truco del mago y no se dieron cuenta de lo que en realidad estaba ocurriendo. El mago, sin embargo, supo enseguida que algo insólito estaba pasando. Lo mismo que su no tan hipnotizada ayudante, que, frenética, intentó vanamente agarrarse a los cables que ella creía que seguían sujetándola.

4 de octubre, 1 N.E.

Burgeo, Newfoundland

Peter Switzer respiró hondo el aire salado y abrió la puerta de la casita en la que había vivido desde niño. Su padre, que al igual que su abuelo había vivido de la pesca en las aguas del Atlántico norte, había muerto en un accidente doce años atrás. Su madre lo hizo poco después y dejó a Peter, que por entonces tenía dieciocho años, a cargo del hogar y de todas las responsabilidades. Peter se había sentido terriblemente solo, y aunque le habría gustado casarse, era muy tímido con las mujeres. De esta forma, vivió solo durante diez años, hasta que un día, una chica preciosa llamada Deborah, que conocía del colegio, le insistió en que salieran juntos. Dos semanas después se casaban. Aquello fue para Peter un sueño hecho realidad, que duró un año y medio. Entonces murió el padre de ella. Aprovechando el carácter benévolo de Peter, la madre de Deborah se había mudado a casa de su hija y su yerno y desde entonces, no había habido ni un solo día en el que Peter no tuviese que soportar sus quejas y refunfuños. Y tal y como se había temido, estaba allí esperando a abalanzarse sobre él nada más franqueó la puerta.

– ¿Por qué llegas tan temprano? -le reprendió-. Aún queda una hora de luz, menudo pescador estás tú hecho. No me extraña que no puedas ofrecerle nada mejor a mi hija, si ni siquiera trabajas el día entero.

Antes de que ella llegara, recordó Peter, Deborah le daba la bienvenida cada tarde con un cálido abrazo y un beso. Pero ahora no se dejaba ver, tan intimidada estaba por la presencia de su madre. Hasta ese día, Peter había intentado ignorar la lengua viperina de su suegra, pero esta noche, sin saber por qué, se sentía inexplicablemente decidido a plantarle cara. La miró a los ojos y, sorprendido por la templanza de su propia voz, le dijo que cerrara la boca y que no volviera a pronunciar palabra en una semana. Sobrecogida por el tono elevado de su marido, Deborah entró en la sala convencida de que aquél iba a ser el comienzo de una acalorada discusión. Para su sorpresa, su madre no contestó. Pero más estupefacta se quedó su madre, quien, por mucho que lo intentaba, no conseguía emitir el más mínimo sonido. Deborah miró a su marido en busca de una explicación, pero Peter, se limitó a sonreírle. No tenía respuesta, pero estaba encantado con este insólito suceso.

6 de octubre, 1 N.E.

Snow Hill, Maryland

– Muy bien, ahora cierra los ojos y no los abras hasta que yo te diga -le dijo Dan Highland a su mujer Betty.

Era el día de su quinto aniversario de casados y para celebrarlo había reservado habitación en un hotelito de la costa oriental de Maryland. Sólo había un problema, y es que nunca había podido presumir de tener un buen sentido de la orientación, de modo que Betty tuvo que aguantar unos diez minutos con los ojos cerrados mientras Dan recorría de arriba abajo todas las calles del pueblecito en busca de la dirección correcta. Estaba a punto de pedir ayuda a Betty cuando dio con ella.

– Bueno, ya puedes abrirlos -dijo, mientras detenía el coche delante de una vieja mansión victoriana transformada en hotelito rural. Betty no respondió-. Digo que ya puedes abrir los ojos.

– Oh, lo siento. Me habré quedado dormida -bromeó, simulando un bostezo. Luego se volvió hacia la casa. Betty abrió los ojos como platos y hasta pareció que se le cortaba la respiración cuando contempló, incrédula, el edificio.

– ¿Te gusta? -preguntó Dan. Pero por la reacción de ella sabía que algo más pasaba.

– Ya he estado aquí antes… -empezó, y mirando a su alrededor, rectificó-: ¡Yo he vivido aquí! ¡Ésta era mi casa!

Aquélla no era, precisamente, la respuesta que Dan había estado esperando. Conocía a Betty desde la adolescencia, y que él supiera, ella no había estado jamás en Snow Hill, Maryland. Aun así, intentó buscar alguna explicación razonable a la afirmación de ella.

– ¿Te refieres a que vivías en una casa parecida a ésta? -preguntó.

– ¡No! ¡Digo que he vivido en esta casa! -insistió ella, mientras se apeaba rápidamente del coche y empezaba a mirar hacia todas partes.

– Pero ¿cuándo? -le gritó Dan, apagando el motor y saliendo tras ella.

– ¡No sé cuándo, pero sé que he vivido aquí! -Betty repasó sus recuerdos y halló la prueba de lo que decía-. Una calle más allá -dijo señalando-, está Washington Street. Y dos más allá Collins Street, donde vivían mis tíos, Jack y Olive.

Tenía razón.

– Habrás visto el nombre de las calles al pasar con el coche.

– Pero si tenía los ojos cerrados -objetó ella.

Dan no quería discutir, pero no había otra explicación.

– A lo mejor los has abierto sólo un poquito -sugirió. En lugar de contestar, Betty subió corriendo los escalones del porche y entró en la casa sin llamar, dejando la puerta abierta para que Dan la siguiera.

– Ha cambiado un poco, los muebles son diferentes y antes había aquí una puerta, pero es ésta. ¡Seguro!

– Betty, no puedes entrar así en una casa, por mucho que sea un hotel.

Pero Betty le ignoró. Se le había ocurrido algo y quería probarlo. Giró sobre sí misma, atravesó el vestíbulo y echó a correr por el estrecho pasillo que seguía a continuación, con Dan pisándole los talones. Allí donde el pasillo se ensanchaba salió a su encuentro una mujer de unos sesenta y tantos años, ataviada con un vestido, que seguramente ella misma se había confeccionado, y un delantal.

– Hola -dijo secándose las manos en el delantal y ocultando educadamente su sorpresa.

Betty ya había abierto una puertecita que daba al pasillo, cuando Dan se detuvo a responder a la mujer.

– Somos los Highland -dijo, incapaz de ofrecer otra explicación.

– Oh, bien, menos mal -dijo alegremente, mientras se volvía hacia Betty Highland, a tiempo de verla desaparecer por una desvencijada escalera-. Eso es el sótano, querida -dijo, y después de hacer conjeturas sobre la razón del comportamiento de Betty, añadió-: El aseo está al final del pasillo. -Pero los Highland ya no estaban allí para escucharla. Los siguió hasta el sótano, y accionó el interruptor de la luz que ni Betty ni Dan se habían tomado el tiempo de buscar.

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