Rosa Montero - Lágrimas en la lluvia

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Estados Unidos de la Tierra, Madrid, 2109, aumenta el número de muertes de replicantes que enloquecen de repente. La detective Bruna Husky es contratada para descubrir qué hay detrás de esta ola de locura colectiva en un entorno social cada vez más inestable. Mientras, una mano anónima transforma el archivo central de documentación de la Tierra para modificar la Historia de la humanidad.
Agresiva, sola e inadaptada, la detective Bruna Husky se ve inmersa en una trama de alcance mundial mientras se enfrenta a la constante sospecha de traición de quienes se declaran susaliados con la sola compañía de una serie de seres marginales capaces de conservar la razón y la ternura en medio del vértigo de la persecución.
Una novela de supervivencia, sobre la moral política y la ética individual; sobre el amor, y la necesidad del otro, sobre la memoria y la identidad. Rosa Montero narra una búsqueda en un futuro imaginario, coherente y poderoso, y lo hace con pasión, acción vertiginosa y humor, herramienta esencial para comprender el mundo.

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– ¿Cuántos años tienes?

– Ca… catorce -farfulló el chico, frotándose los antebrazos con gesto dolorido.

¡Catorce! ¿Qué diantres hacía en la calle, saltándose el toque de queda para adolescentes?

– ¿Qué haces aquí?

– He que… quedado con un amigo…

La androide observó el temblor de sus manos, las manchas de su cara, los dientes grisáceos. Eran los efectos de la fresa , de la Dalamina, la droga sintética de moda. Tan joven y ya estaba hecho polvo. La sombra que Bruna había visto unos cuantos arcos más allá se acercaba ahora con paso tranquilo. Llegó junto a ellos y sonrió apaciguadoramente. Era una mujer de unos cincuenta años con una oreja mucho más arriba que la otra: debía de ser una mutante deformada por la teleportación. La oreja fuera de lugar asomaba entre sus ralos cabellos casi en lo alto de la cabeza, como las de los perros.

– Hola… ¿qué buscas por aquí, amiga tecno?

Tenía una voz sorprendentemente hermosa, modulada y suave como un roce de seda.

– Yo quiero fresa… Quiero fresa… -interrumpió el chaval, agitado por su necesidad.

– Calla, niño… ¿Por quién me tomas?

– Sarabi, dame la pastilla, por favor -gimió él.

La mutante miró de arriba abajo a Bruna, intentando deducir si la rep suponía algún riesgo.

– Dale la maldita droga al chico. A mí me da igual -dijo la detective.

Y era verdad, porque el niño ya era un adicto y necesitaba la dosis para paliar el mono , y porque esa criatura de cuerpo esmirriado seguramente había robado y pegado y quizá incluso matado para conseguir el dinero de su dosis. Bandadas de chavales asilvestrados aterrorizaban la ciudad y ni siquiera el toque de queda conseguía contenerlos de manera eficaz. Cuando pensaba en esos adolescentes feroces, a Bruna le apenaba un poco menos saber que no podía tener hijos.

– Pero es que no te conozco -gruñó la mujer.

– Yo a ti tampoco -respondió Bruna.

– ¿Puedo usar un cazamentiras?

– ¿Ese chisme ridículo? Bueno, ¿por qué no?

La mujer sacó una especie de pequeña lupa y la colocó delante de uno de los ojos de Bruna.

– ¿Tienes intención de causarme algún mal? -preguntó con tono enfático.

– Claro que no -contestó la detective.

La mutante guardó la lupa, satisfecha. Se suponía que los cazamentiras captaban ciertos movimientos del iris cuando alguien no decía la verdad. Se vendían por diez gaias por catálogo y eran un verdadero timo.

– Por favor, por favor, Sarabi, dame la fresa…

– Tranquilo, chico. Puede que tenga algo para ti, pero antes tú también tienes que darme algo…

– Sí, sí, claro… Toma…

El crío sacó de los bolsillos varios billetes arrugados que la mutante estiró y contó. Luego rebuscó en su mochila de polipiel marrón y extrajo un blíster transparente con un pequeño comprimido de color fucsia. El chico se lo arrebató de la mano y salió corriendo. La mutante se volvió hacia Bruna.

– Todavía no me has dicho qué es lo que quieres…

La bella voz parecía una anomalía más en un personaje tan siniestro.

– Quiero una mema. ¿Tú vendes?

La mujer hizo un gesto mohíno.

– Mmm, una memoria artificial… Ésas son palabras mayores. En primer lugar, son muy caras…

– No importa.

– Y además yo no trafico con eso.

– Vaya. ¿Y dónde puedo encontrar a quien lo haga?

La mujer miró alrededor como si estuviera buscando a alguien y Bruna siguió la línea de sus ojos. Aparentemente en la arquería no había nadie, aunque algunos metros más allá el lugar quedaba sepultado entre las sombras incluso para la visión mejorada de la detective.

– La verdad, no sabría decirte. Antes solían venir por aquí un par de vendedores de memas, pero hace varias semanas que no los veo. Parece que las cosas se están poniendo feas en el mercado de memorias… Ya sabes, por los muertos rep… Perdón, tecno.

– Sí, esas dos víctimas recientes… -dijo Bruna, lanzando un globo sonda.

– Mmm, más de dos, más de dos. Ya ha habido otras antes.

– ¿Cómo lo sabes?

– Bueno, tengo orejas… como sin duda ves -dijo la mutante, con un golpe de risa.

Luego se puso súbitamente seria.

– ¿Cuánto estás dispuesta a pagar por la mema ? Por una de primera calidad, escrita por un verdadero artista memorista.

– ¿Cuánto costaría?

– Tres mil gaias.

Bruna se quedó sin aire pero intentó mantener la expresión impasible. En fin, esperaba que en el MRR no le pusieran reparos a la cuenta de gastos.

– De acuerdo.

– Pues mira, entonces has tenido suerte. Porque yo no trafico con esto, pero casualmente tengo aquí una mema buenísima que me dio un colega para pagar una deuda. ¿Tienes los tres mil ges?

– No en efectivo. Te transfiero.

La mujer agitó las manos delante de ella como si estuviera borrando el vaho de un espejo.

– No me gusta usar móviles. Dejan rastro.

– Pues es lo que hay. O eso, o nada.

La mutante pensó y refunfuñó durante medio minuto. Después sacó del bolso un tubo metálico largo y estrecho y se lo enseñó a Bruna. Bien podría haberle enseñado un termómetro para gallinas, porque la rep no había visto nunca un aplicador de memorias semejante. La mujer manipuló el ordenador de su muñeca.

– De acuerdo. Estoy lista. Haz la operación.

Cuando sonó el pitido verificó los datos y luego entregó el tubo a la detective. Tenía como medio centímetro de diámetro y unos veinte de longitud y quizá fuera de titanio, porque no pesaba nada. Bruna le dio unas cuantas vueltas entre los dedos.

– Ya sabes, la mema está dentro. Aquí. Mírala. Y esto es la pistola de inserción. ¿Sabes cómo funciona?

– Supongo que sí, aunque los aplicadores que yo conozco son distintos. Más grandes y más parecidos a una verdadera pistola.

– Entonces hace tiempo que no ves una mema. Tienes que meterte este extremo más delgado en la nariz, mételo todo lo que puedas y pulsa a la vez estos dos botones… entonces la pistola hará sus mediciones y colocará la memoria para que tenga la trayectoria adecuada. Y cuando lo haya hecho, dará un pitido de aviso y disparará. Tarda como un minuto. Tienes que quedarte lo más quieta posible durante todo el proceso. Apoya la cabeza en algún lado. Y fíjate bien qué punta te metes en la nariz, o te clavarás la mema en la mano… Que lo disfrutes.

Había dado las explicaciones con cierto matiz burlón en su voz sedosa, como si le divirtiera la ignorancia de Bruna. O quizá, sospechó la rep mientras veía desaparecer a la mujer entre los arcos, como si se regocijara de haberle cobrado más de lo debido. Ríe mientras puedas, se dijo la rep vengativamente: si descubría que la mutante estaba implicada de algún modo en las muertes se le iban a acabar las alegrías. La androide respiró hondo, intentando deshacer cierta opresión del pecho, y emprendió el camino de regreso. Hacia la mitad de la explanada echó a correr y no aflojó el ritmo hasta llegar a casa. Cuando entró en su piso apretaba tanto el tubo metálico que tenía las uñas marcadas en la palma.

Estaba empapada de sudor y con el estómago revuelto. Miró la mema y pensó: es como tener un cadáver en mi mano. Aún peor: era como tener a alguien vivo encerrado ahí dentro. Una existencia entera que aguardaba con ansiedad su liberación, como el genio de la botella de Las mil y una noches. Recordó al par de reps de combate a los que había visto meterse una memoria, bastante tiempo atrás, en la milicia. No parecía demasiado agradable, al menos al principio: los tipos vomitaron. Pero algo bueno tendría cuando tantos lo hacían. Bruna se introdujo el tubo en la nariz. Estaba de pie, en mitad del cuarto, sin apoyarse. No se iba a disparar, sólo era por probar. El metal estaba frío y resultaba un poco asfixiante tener eso ahí dentro. ¿Dolería? Con sólo pulsar dos botones poseería otra vida, sería otra persona. Sintió un conato de náuseas. Sacó el tubo y lo arrojó sobre la mesa. Necesitaba buscar a alguien que analizara la mema. Tal vez fuera uno de los implantes adulterados.

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